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martes, 1 de enero de 2008

LA MUERTE DEL LEGISLADOR(*)

LA MUERTE DEL LEGISLADOR(*) FERNANDO DE TRAZEGNIES GRANDA
Miembro de número de la Academia Peruana de Derecho
La naissance du lecteur doit se payer de la mort de I'Auteur. Roland BARTHES(1).
El autor debería morirse después de haber escrito su obra.
Para allanarle el camino al texto. Umberto ECO(2).
SUMARIO: I. Introducción. II. La interpretación: punto de partida de una reflexión teórica sobre el Derecho. III. La interpretación como ilusión. IV. La respuesta iusnaturalista. V. La respuesta positivista. VI. Semiosis limitada. VII. El Derecho como creación permanente. VIII. Derecho y conflicto. IX. Inexistencia del Derecho. X. El orden y el desorden. XI. Etica y racionalidad libertaria. XII. El Derecho como arte. XIII. Conclusiones.
I. Introducción.
Quiero agradecer muy vivamente a los miembros de la Academia Peruana de Derecho por haberme invitado a formar parte de tan selecto grupo de juristas. Y quiero agradecer muy especialmente a Max Arias Schreiber, mi maestro y mi amigo, por haber tenido la gentileza de presentarme en términos tan elogiosos que no reconozco en ellos a mi persona sino a su generoso afecto.
Con Max Arias Schreiber me une una antigua y muy grata amistad. Fue con un maestro tan ilustre que inicié mis primeros pasos profesionales por el camino de la abogacía. Y ahora tengo el honor de que sea también él quien me introduzca en este selecto cenáculo.
Considero que la invitación que se me ha hecho de pertenecer a esta Academia es un altísimo y absolutamente inmerecido honor, que recibo con modestia.
Integrar la Academia como Miembro de Número puede ser visto como una culminación, como el alcanzar una cima. Pero en un país de cordilleras, sabemos que toda cima nos muestra otra cima más alta detrás; y que cuando hemos llegado a una cumbre, desde su altura podemos avizorar otras cumbres más altas en nuestro camino, que nos esperan delante como retos. Quiero, pues, asumir esta incorporación no como una meta sino como un impulso para seguir más lejos.
Y es por ello que las reflexiones que me gustaría proponer hoy no pretenden ser de ninguna manera el punto de llegada de mi indagación personal sobre el Derecho, el arribo a puerto seguro del pensamiento, sino más bien un plan de arriesgados viajes intelectuales futuros, un croquis del camino que me queda por emprender, un mero programa de trabajo que espero desarrollar en los años siguientes.
Debo adelantar que quisiera en esta forma contribuir a una elucidación de la naturaleza del Derecho desde una perspectiva heterodoxa.
Heterodoxa porque la ortodoxia en la Filosofía del Derecho lleva a un cierto maniqueísmo que identifica dos posiciones contrarias, exclusivas y excluyentes entre sí: el iusnaturalismo y el positivismo. Y cada una de estas actitudes polares es considerada como el bien y la verdad por sus respectivos partidarios, mientras que la contraria es calificada de mal y de error. A mí me gustaría aproximarme al Derecho desde más allá del bien y del mal, como diría Nietzsche; desde más allá de las verdades y de los errores establecidos, desde más allá del iusnaturalismo y del positivismo.
II. La interpretación: punto de partida de una reflexión teórica sobre el Derecho.
Esta heterodoxia me lleva a comenzar no por los valores (como lo haría un iusnaturalista) ni por el sistema formal de normas vigentes (como lo haría un positivista), sino por la interpretación(3). He señalado ya que me niego a asumir a priori cualquiera de las corrientes clásicas de la Filosofía del Derecho; pero quizá debería decir que rechazo en general comenzar el estudio del Derecho por la Filosofía. Si la perspectiva filosófica es una "re-flexión" --es decir, una indagación de segundo nivel sobre un objeto-- debemos comenzar por el objeto: el punto de partida debe ser la experiencia misma del Derecho, el fenómeno jurídico en su complejidad.
Un principio epistemológico que parece obvio y que, sin embargo, muchas veces no se observa, es que hay que comenzar por el comienzo. Nietzsche lo dijo con una claridad inigualable: "La tarea: ¡ver las cosas como son!". Y Husserl planteaba el retorno a las cosas como programa. Por consiguiente, quiero realizar una primera flexión sobre el Derecho mismo tal como se presenta cotidianamente, esto es, en su aplicación efectiva, integrando valores y hechos, actuando en la sociedad, facultando, regulando, prohibiendo u obligando a realizar conductas reales.
El Derecho no es otra cosa que una forma de organizar la sociedad de los hombres; por tanto, hay que verlo primero en el seno de esa tarea. Desde tal perspectiva, la interpretación parece constituir un fenómeno medular porque es el acto a través del cual el Derecho se hace carne, toma la forma de comportamiento efectivo, autorizado o prohibido. Y no me refiero necesariamente a la interpretación profesional del juez o del abogado sino a la que es realizada por todo el que usa el Derecho, por todo el que cumple o incumple una norma, por todo el que se aprovecha de sus posibilidades, sea juez o no, sea abogado o no. La interpretación es así la inserción del Derecho en la vida, el paso de un Derecho nominal a un verdadero Derecho actuante dentro de la sociedad, el camino por el que una afirmación prospectiva --la ley-- se convierte en una conducta efectiva.
Colocarnos en la interpretación significa, entonces, situarnos en un eje, en una bisagra, en un puente que une lo ideal y lo real.
Toda norma tiene que ser interpretada, porque toda norma tiene que ser aplicada dentro de un contexto, tiene que ser corporizada con las circunstancias. Hay quienes creen que la interpretación no es sino un recurso excepcional que se requiere --como un mal necesario-- sólo en determinados casos, debido a un defecto de la ley: si la norma hubiera sido concebida y redactada con la claridad deseable, se dice, no habría nada que interpretar.
Empero, la claridad puede no ser una facilidad sino un obstáculo del conocimiento: lo claro es sólo una primera impresión que nos detiene, que nos frena cuando deberíamos avanzar en el conocimiento, porque nos hace creer que todo está ahí bajo nuestros ojos y que ya no queda nada por descubrir o por inventar. Pero si penetráramos más en esa aparente claridad, veríamos que nada es sencillo, nada es simple, nada se encuentra perfectamente ordenado, sino que cada norma --como, en el fondo, cada parte de la realidad-- se abre al infinito y nos ofrece un sinnúmero de mundos de significación que se multiplican, se juntan nuevamente, se desorganizan y se reorganizan. Como decía Gaston Bachelard, "lo que cree saberse claramente, ofusca lo que debiera saberse", porque la claridad no es un conocimiento perfecto (lo que no existe) sino un obstáculo epistemológico(4).
Ahora bien, tradicionalmente se ha considerado que interpretar no es otra cosa que entender lo que el Derecho establece para una situación concreta y determinada o para un conjunto de situaciones posibles, es decir, hacer explícito lo que estaba implícito en el texto legal.
Sin embargo, tan pronto nos acercamos a la interpretación --cuando menos así entendida-- ésta se nos escapa, desaparece como un fantasma. El llamado "intérprete" supone que, previamente a su interpretación, existe un Derecho ya hecho, una verdad jurídica contenida en la ley, que expresa un ideal colectivo y que tiene que ser simplemente puesta de manifiesto.
Pero no podemos cegarnos a una realidad inobjetable: el Derecho --es decir, lo que la sociedad quiere que los hombres hagan o no hagan-- es bastante más que la ley; paralelamente a ella, la sociedad se expresa a través de principios, valores, convicciones de distinto orden, que no tienen una formulación precisa y que no están contenidos en las normas. Y la ley misma admite siempre múltiples significados y muy diversas utilizaciones. Y eso lo sabe muy bien el auténtico positivismo, lo sabe muy bien Kelsen.
Es solamente un positivismo "pop" el que nos ha querido hacer creer que la ley tenía una y sólo una interpretación posible; y que de ello dependía la seguridad jurídica. Sin embargo, este planteamiento ingenuo se destruye con un simple experimento de introspección que muchas veces planteo a mis alumnos y que cualquiera puede repetir por su cuenta, haciéndose la siguiente pregunta: ¿el Derecho sería el mismo en la hipótesis de que, sin cambiar norma alguna, se substituyera simplemente a todos los jueces y abogados del país por juristas egresados de la Universidad de Moscú durante el período marxista de Rusia? Muchas veces a mis clientes les he preguntado también si en ese caso tendrían la misma confianza para invertir en el país. La respuesta que recibo es generalmente la misma: no habría confianza para invertir porque, a pesar de que las leyes no habrían cambiado, el Derecho efectivo sería distinto porque esas leyes serían aplicadas con otra mentalidad. De lo que se deduce que toda ley puede ser interpretada de diferentes maneras.
Esto significa, entonces, que la interpretación no es una mera aplicación mecánica de la ley, en la que nada se agrega; y significa también que el Derecho es más que la ley, significa que una cierta atmósfera cultural puede ser tan importante como la ley misma en materia de conductas sociales efectivas.
III. La interpretación como ilusión.
Desde mi punto de vista, la interpretación es una ilusión. Es una ilusión porque, como he dicho, supone una verdad a descubrir, una verdad previamente establecida que está ahí, frente al intérprete e independientemente de él. Pero esa verdad no existe en el Derecho.
Si observamos de cerca --y con honestidad-- la interpretación tal como la practican los juristas, comprobamos que no se trata de un puro esfuerzo intelectual que extrae una conclusión válida --la única válida-- de una norma, sino de una confrontación vital de perspectivas e intereses que intentan imponerse unos a otros dentro de las fronteras lingüísticas de las normas: la interpretación es más una tarea de construcción que de intelección, es más el resultado de un conflicto de poderes que una deducción racional.
Cuando dirigimos nuestra atención hacia esa aplicación interpretada del Derecho --cualquiera que sea su nivel-- nos encontramos con hombres antes que con ideas, con hombres cargados de intereses, con hombres cargados de intenciones particulares, con hombres cargados de deseos individuales; y cada uno de esos hombres intenta colocar sus intereses, sus intenciones, sus deseos, bajo el amparo de una de las tantas perspectivas que pueden ubicarse dentro del marco del texto legal. Estas diferentes perspectivas a veces corren paralelas sin agredirse mutuamente.
Pero otras veces, se encuentran y se superponen dando lugar a enfrentamientos, a pretensiones de exclusividad que tienen que ser concordadas, negociadas o reguladas; y estas transacciones o estas normas que concilian los intereses son inmediatamente cuestionadas a su vez por las nuevas perspectivas e intereses que surgen incesantemente de la vida. Los acuerdos son siempre transitorios, las interpretaciones son siempre efímeras, pues la vida sigue produciendo nuevos puntos de vista que replantean todo, que crean fisuras y divergencias. La actividad interpretativa no presenta, entonces, un mero discurso teórico, perfectamente coherente y ordenado, sino un desorden de intereses caóticos haciéndose temporalmente orden para volver a deshacerse en desorden; y así sucesivamente.
La verdad supone la existencia de algo objetivo, ya dado, con lo cual comparamos nuestra idea y la encontramos conforme. Los antiguos decían que la verdad es adequatio intellecti ad rem; y ello implica que hay una cosa en sí con la cual podemos verificar nuestra idea y de esta manera confirmar la verdad de ella. La verdad supone, entonces, encontrar un tesoro escondido, un mensaje más allá del texto, que espera ser descubierto, que espera ser decodificado mediante la interpretación.
Pero, ¿cuál puede ser esa cosa en sí que está más allá del texto legal y que puede ser tomada como criterio de verdad?
IV. La respuesta iusnaturalista.
Los romanos, con su indudable genio jurídico, comprendieron que la interpretación no podía consistir meramente en la intelección de una verdad escondida, sino que exigía inevitablemente una construcción, una invención de verdades. Por eso Pomponio afirma que la interpretación no es otra cosa que el uso de la prudencia(5), es decir, usar la razón que crea y no la razón que se limita a comprender; y es esta opción por una prudencia creativa que proporciona esa riqueza extraordinaria al Derecho romano, impidiendo que se petrifique(6). Es sólo con Justiniano y su aversión contra la función creativa de jueces y juristas, que se impone una interpretación meramente esclarecedora, la cual privilegia de manera decisiva la voz del legislador frente a la voz de los intérpretes.
Los juristas del Medioevo intentaron escaparse de las ataduras incipientemente positivistas de Justiniano, interpretando extensivamente la noción misma de interpretación(7). Más tarde, la interpretación medieval se convirtió en un instrumento de lucha de la Iglesia y de lo que ahora llamaríamos la sociedad civil, contra el poder de los Príncipes. Frente al valor positivo de la ley basado en la pura autoridad, la Iglesia opone el valor moral: las normas no valen simplemente porque son mandatos, sino porque son buenas moralmente. Y, ¿cuál será el criterio moral oponible incluso a un Príncipe? La voluntad de Dios expresada sea a través de su Palabra, sea a través de la naturaleza por El creada. Ninguna otra instancia si no era Dios mismo podía restarle autoridad al Príncipe.
De ahí surgirán dos corrientes iusnaturalistas. Para unos, herederos de San Agustín, el Derecho Natural está constituido fundamentalmente por la Revelación; para otros, herederos de Santo Tomás, el Derecho Natural es un producto de la razón. Los primeros colocan la verdad directamente en la Palabra de Dios; los segundos toman por verdad ciertas orientaciones puestas en la naturaleza por Dios como guía de nuestros actos. Para los primeros, la interpretación deberá proceder a una exégesis estricta del Dogma cristiano. Para los segundos, la interpretación consistirá en buscar la justicia según la naturaleza; teniendo en cuenta, como señala Calasso, que en el pensamiento medieval hay una ecuación que equipara la naturaleza a Dios(8).
Como se puede ver, de una manera o de otra, la tarea del intérprete era la misma: encontrar una verdad elusiva, oculta en el texto religioso o en la naturaleza de las cosas. Y, una vez establecida tal verdad garantizada por Dios, la interpretación tendría un carácter indiscutible.
Sin embargo, el Derecho no pertenece al campo de la religión donde el cristiano puede encontrar verdades incontrovertibles gracias a la Revelación, donde el Dogma campea y donde detrás de cada verdad está la autoridad incuestionable de Dios. El Derecho pertenece, más bien, a ese campo movedizo de las relaciones humanas, donde prima la materia controvertible, donde las cosas pueden ser y no ser, donde no podemos alcanzar una verdad plena sino básicamente perspectivas y donde todo está en permanente transformación de acuerdo a las circunstancias.
El jurista no puede, entonces, resolver sus problemas con la Revelación. Y, de otro lado, la interpretación de un Derecho presente en la naturaleza ofrece dificultades insuperables, porque las indagaciones sobre lo natural pueden llevar a múltiples y contradictorias conclusiones y porque el hombre moderno no cree que la naturaleza lo gobierna. Para el hombre moderno, la naturaleza no es un modelo; no es tampoco un bosque en el que Dios nos atisba detrás de cada árbol, no es un libro divino, estático e inalterable, que nos da lecciones universales desde el principio de los tiempos. La naturaleza hoy es entendida como la contraparte del hombre en una relación dinámica, en la que hombre y naturaleza se transforman mutuamente. El hombre se separa de la naturaleza, asume su papel creador y la humaniza, la hace suya, convirtiéndola en algo distinto, nuevo. A su vez la naturaleza exige sus respetos, establece sus condiciones de colaboración; pero no lo hace en términos religiosos ni morales sino en términos sistémicos, ecológicos.
V. La respuesta positivista.
Por su parte, el positivismo jurídico precisamente plantea que el iusnaturalismo ha fracasado en su intento de encontrar una verdad del Derecho en la naturaleza, porque se ha engañado con un espejismo. El conocimiento humano es siempre relativo, incompleto y circunstanciado; por tanto, no puede aspirar a una verdad eterna y absoluta. Las acciones humanas se desarrollan dentro de esa atmósfera de incertidumbre y, consecuentemente, no pueden ser reguladas con verdades eternas ni absolutas.
Ahora bien, si ni la Revelación ni la naturaleza nos proporcionan esa cosa en sí, esa verdad que el intérprete debería aspirar a descubrir detrás de las normas, ¿es que el positivismo puede ofrecernos algún otro tipo de criterio escondido al cual debe apuntar una interpretación meramente comprobativa?
Según el positivismo, el hombre tiene una aspiración a la seguridad; pero ésta no se puede lograr en el campo del Derecho descubriendo ilusorios dogmas universales: lo que hay que hacer es inventar dogmas concretos para cada momento a través de la legislación. Así el positivismo no niega el carácter dogmático del Derecho sino que simplemente lo vuelve laico. Y esto, de alguna manera, lo hace aún más intolerante; porque tratar de conocer la intención de Dios a través de la naturaleza es algo que cuando menos admite dudas y puede originar algunas controversias; en todo caso, es una tarea que obliga a un estudio muy cuidadoso y cauto de las circunstancias "naturales". En cambio, la intención del legislador parece que estuviera al alcance de la mano y que se puede encontrar mediante el simple análisis del texto legal. De esta manera, el sentido de la interpretación cambia (y se hace más científico, según los positivistas): ya no se trata de entender descubrir dogma religioso o cuasi religioso sino de entender plenamente el sentido de la voluntad de un legislador humano a la que se le ha otorgado un valor dogmático.
El positivismo, entonces, sobre todo bajo su forma más naif, nos propone que el elemento objetivo en las normas legales, el criterio de verdad que el intérprete debe encontrar y explicar, está constituido por la intención del legislador. Esto implica que esa intención, cualquiera que sea su valor moral, es verdad incuestionable para el intérprete --es dogma-- por el sólo hecho de que el legislador se propuso positivizarla a través de una norma. En otras palabras, la verdad interpretativa según esta versión positivista, ya no resulta de una adequatio intelellecti ad rem sino de una adequatio intellecti ad legislatoris mentem.
Pero la intención del legislador --entendida como una voluntad definida, única y estrictamente razonada-- es una fantasía.
No siendo Dios, el legislador no es omnisciente, no prevé todas las aplicaciones posibles de la ley ni tiene un razonamiento puro y perfecto. De manera que, aunque fuera una persona perfectamente lúcida y coherente en sus intenciones, es probable que carecerá de intención respecto de muchas cosas en las cuales la ley tendrá posteriormente que intervenir. Respecto de tales casos no pensados, la intención del legislador sólo puede ser encontrada de manera presunta, a través de un método analógico que incorpora mucho de ficción y de subjetividad.
Y aun respecto de los casos que ha previsto, hay muchas cosas que se le escapan, su intención no es completa, plena; y la expresión lingüística de tal intención no es en general suficientemente clara y precisa porque el lenguaje mismo es abierto y ofrece inevitablemente diferentes posibilidades de sentido. No olvidemos a Jean-Jacques Rousseau quien, a aquellos que le increpaban el hecho de las palabras utilizadas en sus obras se prestaban para ser entendidas con sentidos diferentes, respondió que le gustaría ofrecer a sus lectores cada libro acompañado de un diccionario donde se explicaran las significaciones empleadas para cada palabra de la obra. El problema, decía Rousseau no sin cierta sorna, consiste en que ese diccionario, tendría a su vez que utilizar palabras para explicar las palabras; de manera que habría que hacer un diccionario del diccionario, y así sucesivamente hasta el infinito.
Pero hay además un aspecto muy grave del proceso legislativo que no puede ser descuidado: el llamado legislador no tiene una coherencia perfecta en su razonamiento, sin contradicción alguna, porque no hay un legislador único sino un cuerpo colegiado donde existe una pluralidad de legisladores, cada uno con sus propias intenciones. Por tanto, la ley no es la expresión de una idea única y absolutamente consistente, sino un mosaico formado por piezas diferentes y que incluso tiene vacíos.
A pesar de que hablamos siempre del "legislador" como si fuera una persona identificable, el "legislador" no existe: es una ficción. Lo que existen son numerosos legisladores, cada uno con sus propias ideas, sus propios niveles de conocimiento de la cosas, sus propios intereses y sus propias limitaciones. Por consiguiente, nadie se puede atribuir la autoría plena del texto legal porque éste es siempre un crisol en el que se han fundido principios, intereses y lógicas diferentes. Estos razonamientos diferentes --todos imperfectos y comprometidos-- tienen que ser concordados a través de transacciones que alteran aún más profundamente la coherencia y la unidad de pensamiento del proyecto de ley resultante. Y, llegado el momento de la votación, pueden aprobarse unos artículos dentro de un sentido y con ciertas finalidades y otros que, tratando de no parecer incompatibles, pretenden hacer primar otros principios u otros intereses.
Aún más; es probable que ciertos congresistas voten en favor de una norma porque la entienden de una determinada forma y creen que puede aplicarse de una cierta manera; pero otros congresistas votan por ella debido a que la entienden de manera diferente y piensan que su aplicación será en otro sentido.
De ello se desprende que el texto legal es, finalmente, una amalgama que trata de homogeneizar intenciones discrepantes, las que inevitablemente dejan sus huellas diferenciadas. Muchas veces, ese texto permite todavía atisbar sus diferentes elementos componentes que no han logrado integrarse en un nuevo sistema coherente. Eso sucede cuando la homogeneización se logra mediante una transacción en la que se admite que una parte de la ley contenga ciertas disposiciones que se derivan de una determinada intención a cambio de que otra parte contenga otras disposiciones que se derivan de una intención distinta. La transacción puede consistir también en atenuar las consecuencias de una determinada intencionalidad a fin de obtener los votos de quienes no hubieran estado de acuerdo con una posición extrema; pero esa atenuación es, entonces, el reflejo de dos intenciones distintas. En una palabra, desde el momento en que varias personas intervienen en la dación de una ley, no se puede hablar de una intención del legislador en singular.
Pero aun en los casos en que se consigue que la ley presente un pensamiento relativamente coherente, éste no es el de ninguno de los legisladores en particular sino el resultado de la interacción de esos legisladores particulares; por tanto, esa coherencia se agota en el interior del texto y no puede ser referida a una coherencia anterior o subyacente al texto, que no existe.
Por consiguiente, la intención del legislador resulta inalcanzable, porque lo único que tenemos delante es un texto legal que se presta para diferentes interpretaciones.
Podríamos todavía preguntarnos, ¿y si el propio legislador expresara más tarde la intención que tuvo al redactar ese texto? ¿Si quienes participaron en la formación de la ley se explicaran posteriormente? ¿Acaso ello no solucionaría el problema y estaríamos ante una intención clara?
Pero, ¿tendría fuerza obligatoria la exposición de sus intenciones en un texto que no tiene carácter de ley? Ciertamente no. ¿Tiene el autor empírico --entiéndase, el legislador-- alguna prioridad o privilegio para interpretar su texto? Ninguno. Aquellas de sus intenciones que no se encuentran incorporadas en la ley, no son ley; y, por tanto, no son obligatorias. Aquellos sentidos o aquellas exclusividades de sentido que ese legislador no introdujo en la ley misma, son irrelevantes cuando esa ley ha entrado en vigencia. Puede argüir: "A mí me hubiera gustado decir más claramente que esta ley no puede interpretarse en el sentido A y también en el sentido B, sino que mi intención fue darle fuerza legal sólo al sentido A"; o también: "Lo que yo he querido decir es tal cosa". Nada de ello tendría fuerza obligatoria: mientras el texto en sí mismo lo permita, quienes usen y apliquen posteriormente esa ley podrán intentar darle el sentido B si parece más conveniente a una cierta situación. En verdad, un legislador que alega privilegios en la interpretación se asemeja a un padre que pretende arrogarse el derecho de aclarar lo que su hijo ha dicho: la ley como el hijo tienen su propia lógica interna, que no coinciden necesariamente con la de su autor; y el hecho de que el legislador haya creado la ley no le da más derecho sobre ella que el que tiene el padre sobre la expresiones del hijo que ha procreado.
Notemos que este planteamiento hace igualmente inaceptable el carácter retroactivo de la llamada interpretación "auténtica", es decir, aquella que se produce cuando el cuerpo legislativo que ha dado una ley decide aclarar su sentido con otra ley posterior. Si la primera ley había dejado una ambigüedad que permitía que los obligados a cumplir se comportaran como A o como B, la ley posterior no puede decir que la conducta A es la verdadera y que todos los que se comportaron como B deben ser sancionados, porque ello sería aplicar retroactivamente la segunda ley, lo que afectaría muy gravemente la seguridad jurídica: el texto de la primera ley permitía tal conducta al no haberla prohibido; y, en consecuencia, los actos que se realizaron durante su vigencia son legales, sin perjuicio de que puedan ser prohibidos posteriormente --hacia el futuro-- por esa ley llamada interpretativa.
En consecuencia, las opiniones de los legisladores que no constituyen parte del texto legal sólo pueden ser consideradas como lecturas posibles, al igual que otras lecturas alternativas que pudieran proponer quienes no fueron legisladores. Todo lo que tenemos delante de nosotros con fuerza obligatoria es un texto. No hay una intención obligatoria del legislador, sino sólo un texto obligatorio. De ahí que la misión del jurista no sea encontrar esa intención recóndita del legislador histórico sino la forma más adecuada de la aplicación de ese texto en la realidad de hoy. Como dice Batiffol, la indagación del jurista no persigue encontrar una verdad histórica sino una regla que le permita dar una solución justa, efectiva, socialmente aceptable a un problema que tiene por delante(9). El intérprete (léase, el juzgador entre otros) no es un historiador que recupera una verdad enterrada en el pasado ni un psicólogo que hurga el alma del legislador: es una persona que intenta resolver un problema práctico; y lo hace con la ayuda de ciertas reglas y dentro de un marco de efectividad y racionalidad.
Todo ello no significa que la intención del legislador sea inutilizable en la interpretación y que sea preciso descartarla. Simplemente, tal intención es uno de los tantos elementos de los que se puede valer quien debe aplicar o usar la ley para fundamentar una aplicación o un uso de determinada manera; pero no es un elemento decisorio ni exclusivo.
En esta forma, el texto legal no es el mero vehículo de un pensamiento que se encuentra detrás de él sino que es el pensamiento mismo creado para la ocasión en forma de texto. Ello implica que en un texto legal no hay "una" intención del legislador que se encuentra detrás y que habría que buscar a través de la interpretación: el texto no tiene referencia a nada anterior porque es en sí mismo una creación, algo nuevo que no puede ser considerado un simple medio de expresión de una idea anterior. El texto es la idea misma.
Por consiguiente, la intención del legislador es sólo un mito, que cumple una función de legitimación; y el intencionalismo --esto es, la interpretación según la intención del legislador-- es una falacia: con la argucia de ampararse en la intención del legislador, es posible pasar las propias intenciones como si fueran hechos objetivos y ajenos. En el fondo, esa intención del legislador histórico no existe previamente sino que es el resultado de una construcción del intérprete.
El intérprete se encuentra, entonces, sólo con una expresión escrita de la ley, que es lo único que le resulta obligatorio. Pero, si nos limitamos al texto, no cabe duda de que todo texto tiene infinitas lecturas y ninguna puede ser preferida a las otras por el valor del sólo texto.
Los positivistas más inteligentes y honestos lo han comprendido perfectamente, admitiendo que la aplicación del Derecho no es una suerte de silogismo donde, a la manera matemática, fuera posible extraer de cada norma la prescripción aplicable al caso que ya estaba previamente contenida en la norma misma.
H.L.A. Hart dice con claridad absoluta que "Si el mundo en que vivimos se caracterizara sólo por un número finito de rasgos, y si todos estos con todos los modos en que pueden ser combinados fueran conocidos por nosotros, entonces se podría establecer de antemano normas para cubrir toda posibilidad. Podríamos crear reglas cuya aplicación al caso particular nunca exigiera una opción posterior. [...]. Pero definitivamente, ese mundo no es nuestro mundo. Los legisladores humanos no tienen ese tipo de conocimiento sobre todas las posibles combinaciones de circunstancias que el futuro puede traer. Y esta inhabilidad para anticipar origina una relativa indeterminación de propósitos"(10). Por consiguiente, es inevitable que quien aplica la norma tenga que crear nuevos sentidos de ella y ejercitar opciones no previstas por el legislador(11).
Por su pacte, Kelsen no se cansa de advertir que toda norma, considerada sólo por sí misma, ofrece varias posibilidades de interpretación, sin que ninguna de ellas pueda ser tenida como verdadera. Desde el punto de vista exclusivamente científico, dice, no hay método alguno que nos permita llegar a una y solo una interpretación posible de la ley positiva. Por consiguiente, el llamado intérprete es siempre un creador porque tiene necesariamente que introducir elementos nuevos que no estaban contenidos en la ley para poder aplicarla al caso concreto; elementos que se derivan de sus propias opciones y valoraciones(12). Por eso, la operación que llamamos interpretación no es un mero acto de conocimiento, subraya Kelsen, sino también un acto de voluntad creadora(13).
De esta manera, el positivismo jurídico, aun cuando quisiera muchas veces fundarse en una normatividad maciza, no ha podido negar la necesidad disolvente de la interpretación como verdadera tarea creativa de derecho.
VI. Semiosis limitada.
Llegamos así a la conclusión de que el intérprete no tiene una verdad que descubrir detrás del texto: tiene un texto que puede decir muchas cosas.
Desde esta perspectiva, el intérprete no es un ser pasivo, sometido a la hipotética voluntad de un hipotético legislador, como si fuera su simple portavoz; el intérprete es, en realidad, un co-inventor del Derecho, tiene la libertad de agregarle a la norma nuevos sentidos ajenos a la intención del legislador. De hecho, la norma es, como diría Barthes(14), un espacio multidimensional que puede albergar muchos sentidos; y el que asuma la norma en cada caso específico no es un espíritu enteramente insuflado por el legislador en el texto, no es un mensaje codificado por descifrar, sino el resultado de la actividad creativa del --mal llamado-- intérprete sobre el texto de la ley.
¿Quiere decir esto que la interpretación no tiene límites ni barreras y que podemos hacer decir a la ley cualquier cosa? Obviamente, no. Los textos pueden ser muy abiertos, pero su forma misma impone una semiosis limitada a los marcos textuales.
Kelsen, al plantear que la ley puede conducir a múltiples interpretaciones, señala, sin embargo, que el análisis racional, científico, de la norma, contribuye a reducir el campo de las interpretaciones posibles, a establecer los marcos dentro de los cuales pueden caber las interpretaciones legítimas. Según Kelsen, la ciencia del Derecho no es capaz de seguir el proceso interpretativo hasta encontrar una sola interpretación válida; encontrará varias. Pero, en todo caso, en el camino descarta también muchas interpretaciones como inválidas.
Esto significa que no hay una libertad creativa irrestricta y que, por consiguiente, no todas las interpretaciones serán correctas, aunque no exista solamente una y sólo una correcta: aun siendo varias o muchas las interpretaciones válidas, habrá ciertas interpretaciones que manifiestamente no lo son porque se oponen frontalmente al texto mismo de la ley o porque no pueden ser extraídas de ella por ningún procedimiento racionalmente aceptable. En consecuencia, lo que prima es el texto, aun contra la intención del legislador; pero la fuerza obligatoria de ese texto no puede ser desconocida, porque sería interpretar contra legem, lo que no es admisible lógicamente ya que ello quitaría todo sentido a la ley y la convertiría simplemente en una propuesta.
Dentro de ese orden de ideas, creo útil también para el jurista la reflexión que hace Umberto Eco en materia de interpretación de textos literarios(15): distingue entre una intentio auctoris, una intentio operis y una intentio lectoris. A la primera --la intención del autor-- le da poca importancia: lo que cuenta fundamentalmente de tal intención es aquella parte que ha logrado impregnar la obra y que ha pasado a ser por tanto la intentio operis o intención de la obra, es decir, del texto mismo. Ahora bien, esa intención de la obra --y sólo ella-- constituye una limitación de esa otra intención dinámica, conquistadora, que es la intentio lectoris o intención del lector. En otras palabras, el lenguaje no es absolutamente transparente y neutro o si se quiere plenamente plástico, maleable, manipulable en forma total por la intención del lector; porque en tal caso no diría nada. Por consiguiente, el texto mismo de la norma, más allá de la intención de su autor-legislador, lleva una carga de intención intrínseca, textual, que no puede ser desconocida.
Pasar por encima del texto sería una sobreinterpretación inaceptable; pero esto no significa tampoco reconocer una interpretación canónica basada en la intención del autor. Como agrega Eco con su extraordinario sentido del humor: si Jack el Destripador nos dice que cometió sus crímenes inspirado en una interpretación del Evangelio según San Lucas, es probable que aun quienes apoyan las líneas más creativas de la interpretación pensarían que el tal Jack había leído a San Lucas en forma descabellada(16).
Esto significa que entre la intención del autor y la intención del lector, existe la intención del texto.
Esta intentio operis no puede ser reducida a una intención pre-textual del autor. Sin embargo, a pesar de su relativa independencia respecto del autor del texto, genera siempre una cierta restricción a la intención del lector, aunque basada exclusivamente en el texto mismo. Dicho de manera más irreverente, tenemos que respetar el texto, no al autor del texto; lo que equivale en Derecho a decir subversivamente: tenemos que respetar la ley, no al legislador.
VII. El Derecho como creación permanente.
Quiero plantear, pues, que la verdad no existe en el Derecho. Y entiendo aquí por verdad la adecuación de lo que pensamos jurídicamente, con un mundo previo y superior; ya sea que éste se encuentre en la mente del legislador o en la estructura de la naturaleza o en ideas presuntamente innatas en la mente humana. No existe verdad en el Derecho porque no hay ningún mundo previo: el Derecho no es algo que esté ahí y que hay que descubrir sino, más bien, es algo por hacer que hay que inventar dentro de los límites impuestos por el texto de la ley.
Por consiguiente, el Derecho está siempre en proceso de hacerse a través de la llamada interpretación que es, en gran medida, un acto de creación. De ahí que esa interpretación que pretende saber simplemente cómo está hecho el Derecho, qué es lo que manda el Derecho, se equivoca; porque el Derecho nunca está totalmente hecho.
Nada en el Derecho tiene ese carácter inmóvil, que es indispensable para servir de criterio de comparación: la intención misma del legislador, --aun si pudiera ser perfectamente identificada y objetivada-- sería una materia inerte, muerta, algo que "está-ahí". Pero lo que cuenta en el Derecho es la vida jurídica y no la muerte, lo que cuenta es el martillo y el cincel del escultor golpeando el mármol y no el mármol en la cantera ni la estatua debidamente etiquetada y catalogada que ya se encuentra en el museo. El Derecho no es algo fabricado en el pasado sino algo haciéndose día a día, es la efervescencia de la creación cotidiana que reutiliza desde diversas perspectivas esas cristalizaciones frágiles que pueden ser las leyes o las teorías jurídicas: no es en ellas que está el Derecho listo para ser descubierto; ellas no son sino materiales de construcción que tenemos que utilizar en la creación de un Derecho en perpetua renovación.
En realidad, la interpretación que se tiene por más verdadera es aquélla que parece insoslayable, aquélla que adquiere un aire irrefutable, que ofrece más resistencia a ser discutida, que tiene más fuerza de persuasión.
¿Y de dónde le viene tal fuerza? No del legislador original sino de la combinación de las circunstancias que rodean a ese texto con las circunstancias que rodean a quien tiene necesidad de interpretarlo. Por consiguiente, la fuerza de la interpretación correcta no está en la letra muerta de la ley sino en el espíritu del intérprete que la vivifica. Cuando interpretamos, siempre queremos saber qué significa esto para nosotros. Y nosotros no somos espíritus puros, meros espectadores, sino actores dentro de un conflicto de voluntades. Por consiguiente, la interpretación contiene siempre, en mayor o menor grado, algo de nosotros: al interpretar, hemos usurpado al legislador una parte de su patrimonio; y esperamos convencer --al juez, a la autoridad administrativa, a la contraparte, a la comunidad de estudiosos del Derecho o a la opinión pública-- que ese planteamiento que hacemos es el más adecuado para ese momento dentro del marco de una determinada ley.
La búsqueda forzada de la verdad jurídica no es sino una forma de evadir el riesgo de la aventura de la libertad. Porque la libertad es siempre peligro, incertidumbre, posibilidad de creación para el bien o para el mal.
Hay personas que tienen miedo de la creatividad y que quisieran actuar siempre de manera regular y segura. Para ellas, se hace indispensable garantizar la verdad del Derecho, sea a través de procedimientos rígidos de interpretación que quisieran tomar prestado su rigor de las matemáticas, sea a través de garantes que pueden ser la Tradición, el Derecho Romano, la Razón o incluso Dios. En lugar de crecer y asumir la plena responsabilidad de inventar su vida, esas personas preferirían estar protegidos como los niños por reglas claras, tener siempre un Gran Papá que pensara y legislara por ellos. Y ese papá puede ser Dios, puede ser el legislador o ciertos autores cuya palabra tiene autoridad ex cathedra porque están irrefutablemente imbuidos del espíritu del Derecho; incluso ese Gran Papá puede ser el consenso popular idealizado y antropomorfizado.
Una filosofía dinámica del Derecho, como la que quiero proponer aquí, tiene por eso que alzarse irrespetuosamente contra todos los valores establecidos y contra todas las autoridades paternas, para recuperar la libertad, la originalidad, la capacidad de creación y, consecuentemente, la plena responsabilidad de sus planteamientos. El jurista no puede ser el servidor sumiso del legislador o de la Escuela o de la doctrina aceptada sino que tiene que asumir el papel de héroe trágico y proseguir, a su propio riesgo, la tarea de creación permanente del Derecho.
VIII. Derecho y conflicto.
Pero tampoco debe pensarse que el Derecho es una creación pacífica y lineal: el Derecho nace siempre dentro del conflicto, surge como una dialéctica, en la que las oposiciones juegan un papel fundamental.
Cada hombre es un centro de fuerza, en grados que varían según las circunstancias; un centro que tiene una capacidad de acción y una capacidad de resistencia frente al resto de los hombres.
Dado que el mundo humano está caracterizado fundamentalmente por la escasez, esa fuerza orienta la acción humana a satisfacer sus propios deseos y necesidades aun pasando por encima de los deseos y necesidades de los otros hombres. Y es así como surge el conflicto y también la necesidad de una regulación jurídica de las conductas. En los casos extraños de bienes respecto de los cuales no hay escasez, en los casos en que la abundancia de bienes permite la satisfacción general de las necesidades sin conflicto, no hay necesidad del Derecho, aunque el bien sea de la máxima importancia. ¿Qué puede ser de mayor importancia que el aire, ya que la falta de ese elemento por sólo unos minutos nos produce la muerte? Pero su abundancia lo libera de tratamiento jurídico: podemos gozar de ese bien sin necesidad de ningún orden impuesto(17).
En cambio cuando los bienes son escasos, se hace necesaria una forma de reparto, sea en el tiempo (a través de un turno), sea en el espacio (a través de una lotización); y es así como surgen los derechos y las propiedades. En condiciones de escasez, observamos a los hombres manifestando sus intenciones, manipulando las situaciones y forzando las cosas para obtener lo que quieren.
El conflicto aparece porque existen diferentes intereses y diferentes puntos de vista sobre las cosas, que compiten entre sí. Algunos de estos intereses se oponen recíprocamente, porque un individuo o un grupo de individuos intenta maximizar la satisfacción de sus intereses a despecho de los intereses de los demás. Pero los conflictos no siempre son el resultado de un egoísta enfrentamiento material sino una consecuencia de la adhesión a valores diferentes, que pueden incluir propuestas solidarias discrepantes entre sí. En este último caso, se trata de intereses no en el sentido de deseos materiales sino de proyectos, tendencias, metas, en las que el hombre pone su empeño, por las que el hombre está dispuesto a luchar e incluso a morir.
Cada uno de estos intereses --en el sentido amplio del término, que incluye a los valores-- es puesto en acción como una fuerza, como una energía que intenta transformar su entorno. Y es en ese intento que se encuentran los hombres unos frente a otros, luchando entre sí por la realización de sus valores y por la satisfacción de sus necesidades y deseos. Sin embargo, una vez que comprenden que llevar una lucha desenfrenada no permitiría alcanzar los bienes culturales superiores porque la violencia y el desorden sólo conducen a la paralización y al embrutecimiento general, esa misma voluntad de poder que los lleva a luchar los lleva también a restringir ciertas agresiones para así obtener poderes y satisfacciones más altas. El desorden de la efervescencia de deseos y poderes llama a un orden; pero este orden no es una imposición abstracta ni la aplicación de valores inhumanos sino el resultado de la humanidad en lucha, el resultado de las persuasiones, transacciones, victorias, armisticios, adhesiones y rendiciones de esos hombres luchando entre sí.
Y es así como se va plasmando un Derecho. Pero los resultados de la lucha --expresados como normas, contratos y doctrinas aceptables-- no quedan fijos para siempre; son meras cristalizaciones temporales que inmediatamente son reintroducidas a su vez en las luchas futuras como materiales de construcción de nuevas soluciones originales. Por eso es que las leyes no son el Derecho, sino apenas solidificaciones transitorias, prontamente cuestionadas, reinterpretadas y utilizadas sea como arma, sea como blanco, en esa dialéctica de intereses y poderes que no termina nunca.
IX. Inexistencia del Derecho.
Esto nos lleva a plantearnos que el Derecho como tal no existe; no hay algo ahí afuera, frente a nosotros, ya hecho, que se llame Derecho. Hay leyes, hay doctrinas, hay jurisprudencia; pero todo ello no es todavía Derecho sino elementos para construir el Derecho, entendido éste como una concepción siempre nueva, constantemente en proceso de renovación, cada vez como una invención para el caso específico.
Estamos, pues, siempre ante un Derecho por hacerse. Y esto obliga al jurista a innovar: el buen jurista no se acoge a dogmas sino trata siempre de encontrar una solución original, una solución creativa, que se adapte más adecuadamente a la peculiaridad de cada situación. El jurista tiene que intentar y tiene que tentar.
El Derecho, por consiguiente, no es un ser sino un devenir, no es algo hecho sino algo haciéndose permanentemente; y eso implica que es también algo deshaciéndose permanentemente. Y así, dado que no se puede aspirar a una sociedad sin conflicto, tampoco se puede aspirar a un Derecho sencillo, limpio, transparente, sin cortinas ni pliegues, perfectamente concordado y sistematizado, absolutamente claro y deducible, duradero, del cual haya desaparecido toda dificultad interpretativa; en realidad, el conflicto social y la dificultad interpretativa tienen un mismo origen: la libertad y la capacidad creativa del hombre.
Quizá debiéramos ser más radicales en el planteamiento: si el Derecho no existe ya hecho, no podemos hablar de interpretación porque no hay nada que interpretar. Tenemos que hablar de construcción: el juez, el abogado, no interpretan las leyes sino que las usan para organizar soluciones; no hay simplemente intelección sino creación. El Derecho no es, entonces, ante todo, una forma de conocimiento sino una voluntad de administración, una voluntad de poder. Pero, ¿voluntad de quién? De todos y de nadie: el Derecho resulta del choque de voluntades. Entendido así, el Derecho es un tejido de confrontaciones; pero la trama de este tejido, los nódulos que lo constituyen, al igual que la tela de Penélope, se tejen y se destejen continuamente, se forman y se deforman, de acuerdo a las dinámicas individuales y sociales.
El jurista no persigue, entonces, conocer un supra-orden --que pudiera encontrarse en la mente del legislador o en la naturaleza o en la mente de Dios-- sino organizar adecuadamente los poderes dentro de una sociedad, para que no se inutilicen unos a otros: tiene que convertir un conflicto destructivo en un conflicto productivo.
X. El orden y el desorden.
¿Es que no hay, entonces, orden alguno? ¿Es que no tenemos ningún cimiento, es que en materia de Derecho no existe ningún motor inmóvil que permita fundar el movimiento valorativo y hablar objetivamente de justicia en tanto que orden moralmente correcto? La inoperancia del concepto de verdad en el fenómeno jurídico, la falta de un criterio fijo y seguro, la ausencia de una cosa en-sí que nos permita apreciar la corrección de nuestra representación jurídica, ¿hace imposible todo orden?
Pienso que el desorden y el orden se implican recíprocamente: uno produce al otro; y el sistema de relaciones sociales no es un desesperanzado desorden donde cada individuo pelea por lo suyo sin que de ello surja ninguna visión de conjunto; pero tampoco es un orden perfectamente establecido, como lo hubiera querido el Derecho tradicional.
El orden resulta de un movimiento centrípeta que busca unificar, que pretende totalizar significativamente la diversidad. Pero si el orden fuera pleno, la diversidad desaparecería y el sistema perdería su dinamismo interno. Por ello, esas fuerzas centrípetas presuponen, coexisten y generan fuerzas centrífugas que tienden a cuestionar el orden, a fragmentar la unidad y a desarrollar la multiplicidad. Y esta es la respiración de la historia; y quizá la respiración de la vida en todas sus dimensiones: una constante aspiración y expiración, una implosión y una explosión. La razón concentra mientras que la libertad desparrama. Pero si la razón concentra demasiado, mata la libertad y se vuelve totalitaria; y si la libertad desborda a la razón, el cosmos se disuelve en el caos y la propia libertad se pierde.
En consecuencia, esta dialéctica de la razón y de la libertad genera un orden dinámico en el que la razón disciplina y hace coherente a la libertad; y la libertad flexibiliza e impide el anquilosamiento de las estructuras racionales.
La seguridad jurídica no se logra, entonces, convirtiendo las leyes en dogmas y canonizando interpretaciones y doctrinas. Por el contrario, ese camino no conduce sino a mayor inseguridad porque, teniendo siempre la norma una textura abierta e incompleta, su dogmatización se niega a afrontar racionalmente el problema de la creación de Derecho implicado en toda aplicación de una regla; y así esta tarea inevitable es realizada de manera inconsciente, con grave riesgo de arbitrariedad y de prejuicio.
La razón, con su exigencia de coherencia y rigor, organiza la libertad, le otorga una estructura que puede plasmarse en una ley, en un acuerdo o en una doctrina. Esa misma coherencia racional obliga a quienes usan posteriormente el Derecho a tomar en cuenta esas estructuras: es un principio del sistema el que la ley no pueda ser desconocida; y, aunque la jurisprudencia y la doctrina no son obligatorias, no sería tampoco racional apartarse de ellas sin una buena justificación. Pero la libertad de esos actores jurídicos que se encuentran dentro de un mundo de normas y doctrinas hace que puedan completar creativamente la norma, colocarla dentro de nuevos contextos de manera que adquiera nuevos sentidos; y esa misma libertad los lleva a cuestionar las doctrinas establecidas con la esperanza de persuadir a los demás de que una perspectiva distinta es mejor, para así establecer nuevas formas de regular una determinada situación, aun sin cambiar las leyes mismas.
La seguridad jurídica no es, entonces, producto del dogmatismo ni de la rigidez sino de una creatividad coincidente, una libertad creadora organizada socialmente por la razón. Y esta razón que organiza no es un obstáculo ni una restricción de la libertad sino una forma de hacerla más eficiente y productiva, una forma de evitar que se consuma demasiado rápidamente en una orgía de auto-afirmación agresiva y que dirija más bien su energía hacia su despliegue a niveles superiores de expresión de lo humano. Como dice Kant, toda oposición o restricción a la acción del hombre que contrarresta un obstáculo a la libertad, no es un recorte de la libertad sino una forma de promoverla y realizarla(18). Y el Derecho no es así una represión de los apetitos del hombre sino una forma de realizar el apetito más importante, aquél que funda los demás apetitos, que es la libertad.
XI. Etica y racionalidad libertaria.
Pero si asumimos una posición perspectivista y construccionista, ¿es posible todavía hablar de una ética? ¿Qué es lo que hace que, entre una gama de interpretaciones --o de construcciones-- posibles, se escoja una y no la otra? Parecería que cada persona intentará hacer pasar la interpretación que más le conviene a su propia posición; y aquélla que logre persuadir a las otras será la que prime. De esta manera, las interpretaciones se estarían confrontando permanentemente entre sí y la que tenga más fuerza --es decir, aquélla que sea más aceptable por quien debe imponerla-- será la que salga adelante. La confrontación de fuerzas --y cuando hablamos de fuerzas incluimos las espirituales-- va a ser resuelta por el peso específico de cada una de ellas; lo que puede resultar equivalente a decir que aquellas posiciones respaldadas por una mayor fuerza física o aquéllas que sean presentadas con mayor habilidad, con mayor capacidad de persuasión, serán las que resulten valederas.
¿Significa esto eliminar la ética, la objetividad y la justicia del campo del Derecho? ¿Significa esto reducir el Derecho a una física que debe ser estudiada simplemente de acuerdo a la teoría de la composición de fuerzas? ¿Quiere decir que no hay un orden moral posible y que todo se limita a un simple enfrentamiento de poderes, como toros salvajes que se dan de golpes con el testuz? ¿No queda otra cosa que la anarquía moral más absoluta y la ley del más fuerte (aunque lo fuerte no debe entenderse simplemente como represión o fuerza física o económica sino también como fuerza de convicción)? ¿Caemos de esta forma en un nihilismo o en la apología del sofisma?
De ninguna manera. Creo que es posible encontrar un fundamento racional que permita encauzar la libertad. Es más; creo que es indispensable reconstruir un sistema ético, es decir, una base para proponer conductas deseables. Pero esta ética no puede sostenerse en una escala cosificada de valores ni en una suerte de super-Derecho establecido de una vez para siempre sino en un criterio que pueda encarnar esa respiración de la razón y de la libertad, que pueda regular la libertad sin sofocarla por falta ni por exceso.
Para encontrar una palanca moral de ese tipo, tenemos que hallar un punto de apoyo que sea al mismo tiempo fijo y movible, estático y dinámico, que sea un soporte al pedido de orden pero que no ahogue la dinámica del desorden. Ese punto de apoyo es la idea misma de libertad, entendida no como ejercicio alocado sino como una actividad con un propósito: ese apoyo hay que buscarlo en una noción de poder que se reconoce como tal y que es consciente de sus exigencias en tanto que poder.
La libertad no es una "cosa" sino un proceso, un élan. El hombre está hecho para transcenderse, para superarse, para adquirir niveles cada vez superiores de consciencia y de relación con los demás hombres y con el mundo (tanto entendido en particular y como un todo); y la libertad es la condición de esa trascendencia. De ahí que la finalidad del Derecho no pueda ser simplemente conservacionista: no se trata meramente de preservar al individuo y de proteger sus derechos: el Derecho no es la garantía de una libertad muerta, ya adquirida, sino el establecimiento de las condiciones que posibilitan llevar esa libertad cada vez más lejos, que permiten darle vida disparándola hacia horizontes desconocidos.
Si el Derecho es una forma de vivir la libertad y si la libertad es permanente creación, es efervescencia, es invención de sí misma a cada instante, ningún elemento estático puede ser criterio de valor, ya que sería inmediatamente sobrepasado por la libertad desplegándose a sí misma. El valor más alto, el valor fundante, sólo puede estar en la libertad misma, en aquello que afirmando su permanencia es por naturaleza impermanente. El método para hallar, entonces, el criterio moral pasa por la siguiente pregunta: ¿cuál interpretación, qué actitud, qué conducta, lleva a un mayor desarrollo de la libertad?
No es posible plantear como criterio de valor y de orden un "así es" ni un "así debe ser" porque toda forma concreta de ser puede --y debe-- ser trascendida: el "así" constituiría una predeterminación y una rigidez inaceptable para el espíritu libre porque pretendería negar la inventiva de la propia libertad. No puede admitirse una ética de bienes y ni aún una ética de fines predefinidos: la ética sólo puede orientarse a un fin abierto, que se redefine continuamente.
Es en ese sentido que afirmamos que el hombre no tiene una naturaleza. Ni siquiera nos es permitido decir que la naturaleza del hombre es su libertad; porque la libertad no es, sino que se va haciendo: el hombre no es sino un proyecto, una actividad que nos impulsa hacia adelante, un arco tendido. Esa libertad creadora no se da contra la naturaleza, pero tampoco se somete a ella: el hombre ayuda a la naturaleza a superarse y va más allá de los límites naturales. Así, el hombre tiene que superarse permanentemente y superar la naturaleza. Pero esa superación no puede realizarse mediante la destrucción de su entorno, porque hombre y entorno forman un sistema de vida. Una superación que no conserve o supere su entorno es, en el fondo, una auto-destrucción.
Como lo enseña la ecología, la superación del hombre, la trascendencia de su "esencia", supone la superación del todo: el hombre sólo puede superarse --es decir, sobrepasarse, construirse por encima de su dato presente--haciendo que la naturaleza entera se sobrepase.
XII. El Derecho como arte.
La perspectiva heterodoxa que he intentado presentar nos lleva a una consecuencia igualmente heterodoxa respecto de las relaciones entre Derecho y ciencia.
Pienso que Kelsen tenía razón cuando decía que la ciencia del Derecho, la representación intelectual del Derecho, termina con el análisis teórico de las normas: no permite llegar hasta la solución de los casos concretos. Del análisis del material legal a la solución efectiva de las controversias, hay un salto enorme que, según Kelsen, no se puede dar sino por un acto de voluntad: la razón nos deja todavía en una abstracción y desde ahí tenemos que bajar a tierra mediante una decisión antes que a través de una intelección(19).
Pero pienso también que Kelsen se equivocó cuando renunció a comprender el Derecho más allá de ese análisis abstracto de las normas: para él, el abogado y el juez ya no son propiamente juristas porque tienen necesariamente que apartarse de la racionalidad pura para internarse en consideraciones que obedecen más bien a adhesiones, valores y convicciones no justificables por la coherencia misma del sistema normativo. A fin de mantener la cientificidad del Derecho como representación, redujo el Derecho en tanto que objeto de tal representación a la norma positiva, en vez de ver ese material normativo en operación. En otras palabras, intentó aprehender un objeto dinámico de conocimiento mediante una visión estática; de la misma manera como si se pretendiera reducir el estudio de la guerra al análisis tecnológico de las armas, considerando que el uso mismo de ellas resulta ininteligible racionalmente.
En cambio, si aceptamos la teoría dinámica del Derecho que he propuesto antes, las normas tienen interés solamente en tanto que punto de partida; pero no podemos limitar el estudio únicamente a ellas porque se nos habría escapado el Derecho como proceso vivo, dialéctico.
Paradójicamente, en un cierto sentido las normas positivas han dejado de ser Derecho porque no son sino el resultado ya fosilizado de un conflicto que se solucionó con la promulgación de la regla; y, en otro sentido, no son todavía Derecho mientras no se pongan en operación, mientras no sean utilizadas por los hombres. En otras palabras, las leyes participan de la ambigüedad de los murciélagos, que pueden ser vistos como ratones o como pájaros; igual podríamos decir que el mero texto legal es ya un cadáver o es todavía un feto. Por consiguiente, Kelsen, alucinado por su ideal de puridad científica, estableció una teoría que no es sino una ciencia cadavérica del Derecho o una ciencia fetal; pero no estudió el Derecho vivo, adulto, operando confusamente e impuramente en la realidad social. Y quizá lo más importante del Derecho está precisamente en la aplicación y uso efectivo de las normas y principios, en la guerra de los hombres dentro del campo de batalla jurídico, que Kelsen desprecia debido a que no puede ser manejada intelectualmente, debido a que no permite ser abordada científicamente porque no responde a una pureza racional: la aplicación y uso efectivo del Derecho, la guerra de los hombres dentro del campo de batalla del Derecho.
Ahora bien, si la aplicación del Derecho no es tanto una disciplina que descubre o que entiende, sino un obrar que crea y que transforma, el Derecho no es una ciencia: es un arte. Como la guerra.
Claro está que decir que el Derecho no es una ciencia no significa negar la utilidad del conocimiento científico para el jurista. No cabe duda de que las armas deben ser conocidas de manera rigurosa y completa por los combatientes; pero ese conocimiento no es todavía la práctica de la guerra, como el conocimiento científico de la normatividad no es todavía el ejercicio del Derecho. Apenas lo que hace es establecer los límites de la semiosis, a los que se refería Eco.
Pero el Derecho propiamente nace cuando a ese conocimiento riguroso de los textos legales se le da un uso creativo, cuando ese conocimiento colabora en la organización práctica de la vida social. El pintor persigue inventar un objeto nuevo; y, por tanto, cuando pinta un cuadro no está realizando un acto de conocimiento sino que está ejerciendo un poder. Pero ese pintor se vale sin duda de los resultados de la ciencia en materia de colores como instrumento para acrecentar y afirmar su poder creativo. Así el jurista requiere de un conocimiento profundo de las leyes. Pero no será jurista mientras no invente, mientras no cree soluciones siempre nuevas con esas leyes; de la misma forma que un químico experto en colores no es un pintor si no pinta un cuadro.
XIII. Conclusiones.
He perseguido en esta exposición hacer un experimento con la noción de Derecho, ponerla a prueba y observarla desde puntos de vista insólitos. No tengo la osadía de pretender redefinir el Derecho. Por el momento, me limito a un mero ejercicio de irreverencia: he querido hacer un esfuerzo de incomprehensión metódica que persigue volver inaceptable lo que es usualmente aceptable.
Y es un simple intento porque no sólo no está completo, no sólo no ha llegado a su fin, sino sobre todo porque procede de manera incierta y vacilante, como el ciego que va golpeando su bastón contra un mundo desconocido e inaprensible en su totalidad.
Quiero pedirles disculpas si quizá mi bastón ha tropezado con las ideas de algunos de los presentes esta noche, debido a mi ceguera intelectual.
Notas
(*) Discurso de incorporación como Miembro de número a la Academia Peruana de Derecho, 4 de Mayo de 1995.
(1) Roland BARTHES: La mort de l'auteur [1968], en Le bruissement de la langue. Essais critiques IV. Editions du Seuil. París, 1984, p. 69.
(2) Umberto ECO: Apostillas a "El Nombre de la Rosa". Editorial Lumen. Barcelona, 1985, p. 14.
(3) Cuando hablamos en este texto de la interpretación, nos referimos fundamentalmente a la interpretación de la ley (o de los textos normativos, en general). En cambio, las expresiones contenidas en esta exposición no serían igualmente válidas frente a la interpretación del contrato o de los tratados internacionales (que, si bien son leyes, participan de la naturaleza consensual del contrato).
(4) Gaston BACHELARD: La formación del espíritu científico. Contribuciones a un psicoanálisis del conocimiento objetivo. Siglo Veintiuno Editores. México, 1978, p. 16 et passim.
(5) In sola prudentium interpretatione consistit: Digestus, 1.2.2.
(6) Riccardo ORESTANO: Introduzione allo studio del diritto romano. Societa Editrice il Mulino. Bologna, 1987, p. 57.
(7) Riccardo ORESTANO: Op. cit., p. 63.
(8) Natura, id est Deus. Vide Francesco CALASSO: Introduzione al diritto comune. Dott. A. Giufre editore. Milan, 1970, p. 169.
(9) Henri BATIFFOL: Questions de I'interpretation juridique. Archives de Philosophie du Droit. T. XVII. L'interpretation dans le droit. Paris, 1972, p. 17.
(10) H.L.A. HART: The Concept of Law. At Clarendon Press. Oxford, Inglaterra, 1961.
(11) H.L.A. HART: Op. cit., p. 126.
(12) Hans KELSEN: Théorie Pure du Droit. Trad. française de la 2e. édition de la "Reine Rechtslehre" par Ch. Eisenmann. Dalloz. Paris, 1962, pp. 456-459.
(13) Hans KELSEN: Op. cit., pp. 459-462.
(14) Roland BARTHES:: La mort de l'auteur [1968], en Le bruissement de la langue. Essais critiques IV. Editions du Seuil. París, 1984, p. 67.
(15) Umberto ECO: Interpretation and overinterpretation. Cambridge University Press. Cambridge, Inglaterra, 1992, passim.
(16) Umberto ECO: Op. cit., p. 24.
(17) Una regulación jurídica del aire aparece como necesaria cuando algunos ponen en peligro este aprovechamiento libre y generalizado debido a que lo contaminan. Pero aquí, una vez más, el Derecho hace su aparición en el seno de una situación conflictiva: los intereses de los contaminadores se contraponen a los intereses de la humanidad.
(18) Immanuel KANT: The Methaphysical Elements of Justice [1797]. Parte I, § D. Bobbs-Merrill, U.S.A., 1965, pp. 35-36.
(19) Hans KELSEN: Théorie Pure du Droit. Trad. française de la 2e. édition de la "Reine Rechtslehre" par Ch. Eisenmann. Dalloz. Paris, 1962, pp. 459 y 462.

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