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jueves, 1 de marzo de 2012

TRANSICIONES CONSTITUCIONALES Y CONSILIDACION DE LA DEMOCRACIA A ALBORES DEL SIGLO XXI*

TRANSICIONES CONSTITUCIONALES Y CONSILIDACION DE LA DEMOCRACIA A ALBORES DEL SIGLO XXI*


Luca MEZZETTI**
Italia
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* Ponencia presentada al VII Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, a desarrollarse durante los días 12 al 15 de febrero de 2002, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.Tradución del italiano por Claudia Herrera.
** Catedrático de Derecho Constitucional Comparado en la Faculdad de Derecho de la Universidad de Udine (Italia).
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SUMARIO : Introducción. I. Las perspectivas de consolidación democrática resultan por lo general condicionadas por la naturaleza del régimen anteriormente vigente.-II. Las modalidades de transición hacia la democracia influencian la consolidación sucesiva.- III. La economía de mercado es una condición necesaria, pero no suficiente, de la democracia.- IV. Las oportunidades de consolidación democrática resultan correlacionadas, aunque solo de manera tendencial, al desarrollo económico.- V. Determinadas religiones son incompatibles con una sostenibilidad democrática plena.- VI. La consolidación democrática encuentra serias dificultades en presencia de sociedades articuladas y divididas en grupos culturales bien definidos y que son históricamente antagonistas.- VII. La forma de gobierno presidencial denota, con respecto a la forma de gobierno parlamentaria, una funcionalidad menor para la consolidación democrática.- VIII. La sostenibilidad democrática aparece favorecida de manera tendencial en los sistemas que adoptan un modelo federal o regional de repartición de poderes entre el ente soberano y los entes autónomos.- IX. El modelo constitucional de derivación liberal ha registrado una afirmación solamente parcial.
Introducción
En los albores del siglo XXI se le debe reconocer al constitucionalismo liberal, un éxito múltiple sobre diversos aspectos. En efecto, por una parte, el modelo liberal ha cumplido en modo pleno (o está a punto de cumplir) la misión histórica que se le ha confiado con el fin de lograr una consolidación definitiva de la democracia en un número de ordenamientos que no es irrelevante, que coincide con las experiencias constitucionales de Europa occidental y de los países de matriz anglosajona del área de norteamérica (Estados Unidos y Canadá) y del área pacífica (Australia y Nueva Zelanda ), incluyendo también en esta última, el caso de Japón. Se puede decir que el éxito del constitucionalismo liberal, en los ordenamientos mencionados, es pleno.
De todas formas, por otra parte, no se puede dejar de observar que el modelo liberal haya representado, en el contexto de las diversas oleadas de democratización que han tenido lugar después del año 1945, un punto de referencia para un número elevado de ordenamientos afectados por el proceso de descolonización y, en modo más reciente, afectados por el cambio de la forma de estado y de gobierno debido a la caída de los regímenes comunistas (es el caso de los países de Europa centro-oriental y del área ex-soviética) o bien, afectados por el tentativo de democratización y modernización de las estructuras constitucionales y de los sistemas políticos que proceden de una experiencia pos-colonial (es el caso de los países africanos y asiáticos). En este segundo grupo de ordenamientos, el éxito del constitucionalismo liberal se evidencia en forma parcial.
En realidad, con relación a las funciones y a las tendencias del modelo constitucional liberal, se puede identificar un denominador común en los dos grupos anteriormente mencionados: la capacidad del modelo mismo de actuar como instrumento de resistencia y de reacción en las fases de deslegitimación política de los mitos antidemocráticos (Habermas), e igualmente como instrumento de consolidación de las conquistas democráticas en las fases sucesivas. En las experiencias constitucionales del mundo occidental, tales fases coincidieron por una parte, con la derrota de los regímenes autoritarios en 1945, y por otra, con la creación del Estado social de Derecho; en las experiencias constitucionales de los países recién independizados (o que la hayan readquirido) o en vía de desarrollo (incluyendo en esta categoría a los ordenamientos de Europa centro-oriental), con la descolonización y con el comienzo de la modernización del orden institucional y económico, o bien al refundar el mismo, en el caso de los ordenamientos ex-socialistas. En tal sentido, el “siglo breve”, expuesto por la doctrina prestigiosa del historicismo (Hobsbawm) como trayectoria que se despliega sin solución de continuidad desde 1914 a 1989, se manifiesta en realidad caracterizada por una censura profunda y positiva –la victoria de las democracias contra las autocracias– capaz de configurarse como acontecimiento que puede privar de “cualquier legitimación quien desde entonces no hubiera rendido homenaje (si bien sólo de manera oral, si bien sólo con referencia a la forma literal) al espíritu universal de la ilustración política (Habermas).
La difusión sólo parcial que el constitucionalismo liberal ha registrado en el contexto europeo-oriental, africano, latinoamericano y asiático se puede explicar por una serie de razones, que no se atribuyen de manera restrictiva a la dificultad de implantar y trasladar el modelo liberal en el seno de los ordenamientos que se encuentren preparados para acoger sólo algunos contenidos y principios esenciales, rechazando por el contrario a otros. En efecto, al lado de los motivos o las causas de orden jurídico y cultural, surgen otras de tipo económico y estructural; o que derivan de factores de matriz exógena y endógena; o que proceden de las diversas peculiaridades de la sociedad civil; o que se identifican con razones de tipo religioso; o que son atribuibles a la función de los militares y de las fuerzas armadas. A la luz de tales consideraciones se puede comprender el hecho que un gran número de ordenamientos todavía sea llamado a medirse con un desafío doble: la solución de los problemas de desarrollo, la modernización de la propia estructura institucional y los asuntos generados a raíz de la globalización y de la internacionalización.
En un gran número de hipótesis, las tareas conexas a estos asuntos con frecuencia se han mostrado (y se muestran todavía), como una carga de alcance cualitativo y cuantitativo excesivamente onerosa para las gráciles estructuras de los ordenamientos que, con fatiga una vez superada la fase de transición constitucional, se hallan en la fase de consolidación democrática que no es menos delicada de afrontar. En tal sentido resulta de particular interés evocar, la imagen delineada por la acreditada doctrina política de Huntington, para subrayar la naturaleza (al menos de manera potencial) anfidroma de los procesos de democratización: a cada oleada de democratizaciones –que representa para algunas experiencias constitucionales el momento de atraco de una nave después de una navegación peligrosa en las aguas de la transición institucional– corresponde una oleada de regreso (reverse wave) que arrastra a otras, extenuadas y agotadas en el intento por llevar a cabo tal tarea doble (enorme), hacia el limbo, jurídico y político, de las democracias inciertas o hacia el abismo del regreso autoritario.
Por lo tanto, surge como una tarea fundamental de la doctrina constitucional, frente al actual y difuso interés por los temas de globalización y de la necesidad de suministrar respuestas adecuadas a los desafíos planteados al constitucionalismo en el contexto internacional en su complejo (definición de funciones nuevas y actualización de las funciones del constitucionalismo; reformulación del ordenamiento y de las funciones del Estado nacional; definición de nuevos y diversos alcances del concepto y el contenido de la soberanía popular), preguntarse sobre la funcionalidad del constitucionalismo durante la consolidación democrática en un gran número de ordenamientos y de experiencias constitucionales que se hallan todavía a mitad del paso de la misma transición y que muestran índices de incertidumbre y de no cumplimiento en cuanto a la realización plena de la acción de convergencia entre el dato constitucional formal y la garantía de efectividad de los principios y de los instrumentos codificados en seno al mismo.
Afrontar las problemáticas mencionadas significa revelar los paralelismos y las asimetrías en el ámbito de los itinerarios seguidos por los diferentes conjuntos de ordenamientos durante la evolución y/o regresión de los procesos de transición constitucional y de consolidación de la democracia, tratando de delinear una serie de factores que, en cuanto dotados de una aptitud positiva o negativa, se han revelado en grado, respectivamente, según un nivel de gravedad decreciente; de impedir el proceso de transición hacia la democracia y el pasaje sucesivo a la fase de consolidación institucional; de volver al proceso mismo extremamente viscoso y particularmente incierta en sus éxitos finales la fase de consolidación democrática, en fin de influir, según un grado de intensidad diverso, sobre el cumplimiento de la segunda fase y, en particular, sobre el éxito de las intervenciones de la ingeniería constitucional y de la reforma estructural realizadas al interior de cada uno de los ordenamientos.
Prescindiendo de los factores exógenos, de orden internacional o regional, los factores endógenos capaces de condicionar el perfeccionamiento de la fase de transición constitucional, y además los requisitos para consolidar la democracia, son atribuibles de manera esencial a cuatro contextos de referencia (relativos en forma respectiva); a la naturaleza del proceso de transición constitucional ; al carácter del sistema económico adoptado por el ordenamiento en particular; a la cultura política del mismo; en fin, al tipo de estructura constitucional escogida.
. Las perspectivas de consolidación democrática resultan por lo general condicionadas por la naturaleza del régimen anteriormente vigente
Aunque no resulta posible configurar una relación causa–efecto que sea mecánica y automática, entre la forma del régimen precedente y la forma de Estado y de gobierno en vía de instauración-consolidación (Beetham D., Conditions for Democratic Consolidation, en Review of African Political Economy, 1994, pág. 162). Por una parte, es plausible en modo intuitivo, que una experiencia democrática previa haya dejado sedimentos positivos para el sostenimiento de la democracia por el pueblo, y constituya una oportunidad válida con el objeto de no repetir los errores o causar las desviaciones ocurridas en el pasado. Por otra parte, es posible que se verifiquen una serie de turbulencias durante el proceso de democratización, que tienden a traducirse, en algunos casos significativos, en actos de intento por debilitar el proceso mismo en sus fundamentos (es el caso de Rusia durante el período que sigue al año 1990), o bien se genera una alternancia entre períodos de gobierno democrático y períodos de gobierno autoritario (es el caso del “péndulo” que ha caracterizado a la mayoría de los ordenamientos del continente latinoamericano, al menos hasta la mitad de los años ochenta), o provoquen una sensación de desafección y de escepticismo en cuanto a las perspectivas de consolidación democrática a largo plazo.
Si bien no es posible, de manera general, instaurar una conexión sistemática entre el tipo de régimen precedente y las perspectivas democráticas futuras, dos categorías de regímenes diferentes se han revelado en grado de dejar a sus sucesores una herencia particularmente pesada y penetrante, capaz de condicionar de manera profunda las trayectorias evolutivas y los contenidos de las reformas que se adopten por parte del nuevo régimen: regímenes militares y regímenes comunistas.
En particular, la superación de los regímenes militares implica la difícil tarea de despolitizar las fuerzas armadas y su propia organización con el fin de impedir en un futuro la intervención en política y de definir las esferas de separación entre el poder civil y el poder militar. Sin embargo sobre la base de la subordinación del segundo al primero como supuesto imprescindible. Tal tarea resulta más fácil cuando el régimen militar que se pretende superar termina por ser desacreditado o cae a consecuencia de una derrota militar (son los casos de Grecia, después de 1975, y de Argentina, después de 1983); se vuelve más complejo e incierto en su éxito final cuando el gobierno militar negocia a su propio favor un papel garantizado o un poder de veto frente al sucesor democrático (es el caso chileno posterior a 1990).
Por otra parte, el ocaso de los regímenes comunistas ha implicado la tarea -de enormes proporciones- de introducir en modo paralelo y simultáneo una economía de mercado y estructuras e instituciones democráticas. La simultaneidad descrita ha enseñado en múltiples casos concretos (en tal sentido constituyen un caso emblemático las experiencias de los países de Europa centro–oriental) los peligros inherentes en la operación de amplia escala consistente en la introducción de un nuevo sistema estructural (de mercado) en lugar de una economía planificada y de un nuevo ordenamiento institucional (democrático) en lugar de un ordenamiento autocrático–burocrático–centralista. Tales peligros residen, de manera particular, en los “costos” sociales y humanos que tal obra de reestructuración implica y en el consecuente escepticismo destinado a apoderarse de los sujetos afectados por este cambio doble: esto ha generado, como consecuencia extrema, unos reflujos políticos que se han traducido, en algunos casos significativos (Países Bálticos, Polonia, Bulgaria, Hungría), en el regreso al poder, aunque sea momentáneo, de la clase política socialista (depurada y reciclada), que de todos modos resulta dotada en los casos mencionados de un notable poder de negociación, de los contenidos de las reformas y de los tiempos y de las modalidades de realización de las mismas, con las fuerzas políticas que han desarrollado un papel crucial en la fase de transición constitucional.
En estas hipótesis el proceso de consolidación democrático inevitablemente se vuelve más lento y articulado y menos evidente aparece la solución de continuidad, por el contrario en otra parte más marcada y profunda, que separa el régimen pre-democrático del democrático.
II. Las modalidades de TRANSICIÓN hacia la democracia influencian la consolidaciÓn sucesiva
La doctrina ha experimentado por mucho tiempo, y en modo diverso, múltiples intentos para elaborar las tipologías de los procesos de transición, que no son fáciles de sintetizar. Por ejemplo, es de recordar, como Huntington (en su ensayo Democracy’s third wave, en Journal of Democracy, 1991, pág. 12 y sgts.) identifica un proceso que combina transformación (transformation), ya iniciado en el ámbito de un régimen autoritario, y sustitución (replacement), puesto en marcha por la sociedad civil y por la oposición, que el autor define con un neologismo como transplacement. Del mismo modo encontramos otra tentativa de síntesis conceptual en la obra de Linz (Transitions to Democracy, en The Washington Quarterly, 1990, pág. 143 y sgts.) en la cual combina reforma (reforma), proceso de cambio gradual y negociado, y ruptura (ruptura), proceso de cambio de naturaleza rápida y radical, identificando una trayectoria evolutiva de tipo transactivo (transaction). En realidad estas y otras categorías son susceptibles de un gran número (tal vez infinito) de entrelazamientos y sus diferentes intersecciones permiten formular la hipótesis de varias tipologías, todas adherentes en cierta medida a experiencias concretas y no obstante desprovistas de una capacidad plena para suministrar una explicación satisfactoria de los procesos de transición constitucional y de consolidación democrática que han afectado las experiencias mismas.
En este sentido, es probable que resulte más conveniente la utilización, al lado de tales categorías tipológicas y de manera subsidiaria –que no significa residual– de otro criterio para identificar la naturaleza de los procesos de democratización: el alcance cualitativo y cuantitativo del consenso que acompaña a los procesos mismos, su difusión y capilaridad en el seno de la colectividad y de los grupos de interés que la caracterizan, así como la identidad de los sujetos protagonistas de los procesos de transición.
Por otra parte, la función de tal criterio ha sido asumida de manera implícita por la doctrina que, con respecto a la naturaleza incluyente o excluyente de los procesos de transición, ha desarrollado la teoría de los “pactos entre las élites” (ver O'donnell-Schmitter-Whitehead, Transitions from Authoritarian Rule, Baltimore, 1986, passim; Przeworski, Democracy and the Market, Cambridge, 1991, passim) y ha subrayado que las perspectivas futuras de consolidación de la democracia sean incrementadas no sólo a partir de un acuerdo formal sobre reglas de competición política entre los diferentes sectores de la élite política, sino también a partir de acuerdos informales que se estipulen con el fin de limitar la agenda de competición política, en modo tal que ninguno de los grupos se sienta amenazado en sus propios intereses que perciben como vitales.
La difusión del consenso representa una ventaja clara para la consolidación democrática. Sin embargo, los “pactos entre las élites” pueden resultar vulnerables bajo dos aspectos bien diversos. En efecto, si hay la participación de fuerzas que en modo irreducible resultan ser de naturaleza antidemocrática, por ejemplo los militares, en este evento las modalidades de transición pueden convertirse en objeto de compromisos bien amplios. De otra parte, si los pactos mismos producen consenso, por lo menos temporal y de manera transitoria, excluyendo a las instancias populares o a las fuerzas populares (hipótesis de “democracia a través de medios no democráticos” - democracy through undemocratic means - enunciada por O'Donnell), resultarán vulnerables frente al planteamiento de tales instancias en un futuro.
Dicho de otro modo, es oportuno tomar en consideración –como se había mencionado con antelación­– el criterio de profundidad y de difusión y extensión del proceso de transición, y del consenso que lo acompaña, es decir en qué medida éste se introduce en la sociedad y no sólo en las élites políticas. En tal sentido se yuxtaponen dos casos paradigmáticos, que es del caso aducir a modo de ejemplo: por una parte la praxis de la “convención nacional” desarrollada en muchos Estados africanos, tiende a incluir en el proceso de democratización a los grupos de la sociedad civil en la medida más amplia posible; por otra, en cambio, los actos entre las élites se repiten con mayor frecuencia en las experiencias de los países latinoamericanos.
En fin, con respecto a los sujetos protagonistas del proceso de transición y a la capacidad relativa para guiarlo o bien para participar en el mismo, un factor-clave debe identificarse en las modalidades seguidas por el proceso de formación de una nueva Constitución, que se puede configurar como producto y patrimonio de un sector de las fuerzas políticas o bien como resultado de un debate genuino nacional y como patrimonio del país en su conjunto. Ejemplos de los dos extremos de tal espectro nos lo ofrece la experiencia rusa (la Constitución de 1993 fue elaborada al interior del gabinete presidencial y después fue sometida a referéndum popular) y la experiencia de Uganda (la Constitución de 1996 fue objeto de debate y consulta entre los sectores de la población).
III. La economía de mercado es una condición necesaria, pero no suficiente, de la democracia
A tal conclusión se puede llegar, en particular, como consecuencia del análisis de las trayectorias evolutivas seguidas por los países de Europa centro–oriental y de Asia. La relación de causalidad que con frecuencia se instaura entre capitalismo y democracia, además de la contribución indiscutible que la introducción de una economía de mercado ha sido capaz de explicar en modo paralelo a la refundación democrática de una multiplicidad de ordenamientos constitucionales. En efecto, no eximen para someter tal relación a una valoración más cuidadosa, con el fin de precisarla y de evidenciar, junto a las funciones positivas que se atribuyen a una economía de mercado, las potencialidades negativas de la misma capaces, por lo menos de manera tendencial, de minar el proceso de consolidación de la democracia.
Si se quiere individualizar los elementos positivos de la relación mencionada, se puede destacar, en primer lugar, el hecho que el mercado y la democracia parece que compartan la misma lógica antipaternalista, dejando al consumidor y al elector soberanos y jueces de sus propios intereses y haciendo que el éxito dependa, respectivamente, de las fuerzas políticas y de las empresas del número de sujetos que alcancen a atraer hacia el propio producto en condiciones de libre competencia.
En segundo lugar, la economía de mercado se muestra en grado de favorecer la asignación del poder decisional y de otras formas de poder en sedes y esferas diversas de la estatal. Tal factor resulta funcional a la democracia en una pluralidad de direcciones: facilita el desarrollo de una esfera autónoma de la “sociedad civil”, que no es deudora del Estado por cuanto concierne a la disponibilidad de recursos, de informaciones y de capacidades de organización; tiende a restringir el aparato burocrático estatal; favorece la separación en esferas diversas de la competición por el poder económico y político.
Por otra parte, la operatividad del segundo de los elementos positivos citados, debe referirse no sólo a economías planificadas de tipo soviético, sino también a formas de capitalismo controladas por el Estado. En efecto, si es evidente, el papel activo que el Estado posee en el ámbito del crecimiento económico en todas las fases del desarrollo capitalista, sin embargo es oportuno distinguir en tal contexto las hipótesis de intervención estatal de tipo simplemente complementario, de reglamentación y de manera eventual de corrección del mercado, de las hipótesis de intervención que llevan a que el Estado se sustituya al mercado y a que actúe como distribuidor principal de oportunidades económicas o bien como un sujeto que tiende a apropiarse en modo difuso del superávit económico. En efecto, las hipótesis planteadas por último producen –se nota tal fenómeno con referencia a los ordenamientos asiáticos– regímenes clientelistas y autoritarios, susceptibles de una democratización sólo superficial y vulnerables, en la mayoría de los casos, frente a la difusión de los fenómenos endémicos de la corrupción.
Por otra parte, se configuran en modo no menos importante, las desventajas que puede producir la incontrolada introducción de la economía de mercado en correspondencia a la experimentación de las instituciones democráticas.
Las desigualdades sociales que han acompañado la liberalización de los mercados y la instauración de la libertad de competencia, la existencia amplia y difusa de los fenómenos de desocupación, las rápidas y frecuentemente impredecibles fluctuaciones de las economías de mercado, han convertido en unos casos significativos a los electores extremamente vulnerables y súcubos de la movilización demagógica realizada, en los casos de especie, a favor y como soporte de las políticas autoritarias y de tipo exclusivista.
En los casos mencionados, el proceso de consolidación democrática aparece desprovisto de perspectivas de éxito positivo si no se encuentra acompañado de la creación de un sistema welfare y de democracia social capaz de proteger a las categorías más débiles o desfavorecidas de las vicisitudes del mercado y exige que las lógicas distintivas del Estado y el mercado sean reconocidas y preservadas de una erosión mutua.

IV. Las oportunidades de consolidación democrática resultan correlacionadas, aunque sÓlo de manera tendencial, al desarrollo económico
La Ciencia Política cuantitativa ha elaborado índices numéricos y estadísticos relacionados, respectivamente, con el proceso de democratización y de desarrollo económico y en sede de análisis estadístico ha aplicado tales datos, entrecruzándolos, a un número de países bien amplio. Tal análisis, puesto en marcha desde hace tiempo por Lipset (en su ensayo Some social requisites of democracy, in American Political Science Review, 1959, págs. 69 y sgts.) y desarrollada en una pluralidad de contribuciones doctrinales sucesivas, entre las cuáles no se pueden dejar de mencionar las de Axel Hadenius (ver la obra monográfica Democracy and Development, Cambridge, 1992 y el ensayo The duration of Democracy: Institutional vs. Socioeconomic Factors, en Beetham D. (coordinado por), Defining and Measuring Democracy, Sage Publications, 1995), ha llegado a varias conclusiones que son compartidas sólo en parte: las perspectivas favorables para la consolidación democrática se sitúan en una relación directamente proporcional con relación al índice de desarrollo y al crecimiento de la economía.
Los motivos que inducen a observar una cierta cautela en relación al significado atribuido por los especialistas citados a los resultados de las propias investigaciones científicas coinciden en gran parte con los motivos de prudencia, que sirven para circunscribir en modo amplio la configuración mecánica de la relación directa entre la consolidación democrática y la introducción de una economía de mercado. Por una parte, en tal contexto se puede destacar la existencia, de democracias subdesarrolladas y, por otra parte, de ordenamientos dotados de economías desarrolladas, pero que se caracterizan por tener un nivel de democratización modesto, déficit éste que se puede notar, en particular, con referencia a la efectividad de las garantías de los derechos civiles y políticos (ejemplos de esto lo hallamos en un gran número de ordenamientos asiáticos).

V. Determinadas religiones son incompatibles con una sostenibilidad democrática plena
La relación de congruencia unívoca entre protestantismo y democracia había recibido –como es sabido– una enunciación definitiva por parte de Max Weber: según tal tesis, el protestantismo, al incentivar una ética de responsabilidad personal, una vida asociativa rica y democrática y, por lo menos en sus variantes no conformistas, una separación clara entre Estado e Iglesia, hubiera proporcionado un terreno particularmente fértil para la democracia política. La posición doctrinal aludida, que en tiempos recientes también ha encontrado otros seguidores respecto al momento de su enunciación (ver el ensayo de Lipset, The Centrality of Political Culture, en Journal of Democracy, 1990, págs. 80 y sgts.), es también destinada a una reexaminación profunda.
La naturaleza unidireccional y tendencialmente exclusivista de la posición misma, aparece en efecto circunstanciada en modo amplio por las transiciones democráticas que se verificaron en España y Portugal, países tradicionalmente católicos, por la experiencia de la teología de la liberación típica del catolicismo en América Latina, por la aptitud positiva de las jerarquías católicas eclesiásticas frente al proceso de consolidación democrática y del papel innegable que la iglesia católica (y protestante) ha desarrollado en las fases de despegue de las transiciones constitucionales en algunos ordenamientos importantes de Europa centro–oriental (los ejemplos más significativos son la experiencia polaca y de Alemania oriental), contribuyendo en modo determinante a la realización del conocido efecto‑dominó que se verificó con ocasión del desmantelamiento de los regímenes socialistas a partir de 1981, año del inicio de la lucha polaca por la libertad.
De otra parte, el credo ruso ortodoxo, el confucionismo y la fe islámica no parece que presenten características y contenidos que se encuentren en sintonía plena con las exigencias de desarrollo y consolidación de la democracia: el primero en cuanto privilegia una concepción de la voluntad popular trascendental más que empírica; el segundo en cuanto opta en favor de una subordinación clara del individuo al bien colectivo; la tercera en cuanto está caracterizada por una doctrina jurídica que no admite la separación entre el credo religioso y la política.
De todas formas en modo general, se muestra incompatible con la democracia cada forma de credo, de naturaleza espiritual o secular, que piense que tenga que reconducir la verdad final para la sociedad a un conocimiento superior y esotérico, al cual el no iniciado no puede tomar parte y al cual la autoridad política tiene que ser sujeta. Tal forma de credo parece constituir el presupuesto para la formación de derivas autoritarias y antidemocráticas, de entidad directamente proporcional con relación a los sectores de la sociedad que no comparten el mismo credo.
VI. La consolidación democrática encuentra serias dificultades en presencia de sociedades articuladas y divididas en grupos culturales bien definidos y que son históricamente antagonistas
A mediados del siglo XIX John Stuart Mill había observado que las “instituciones libres son casi imposibles en un país compuesto por diferentes nacionalidades”, en cuanto cada persona teme más en las violaciones que se puedan causar por parte de las otras nacionalidades que aquellas causadas por parte del árbitro común, el Estado (en On Representative Government, cap. 16). El requisito de la unidad nacional, o bien la condición de una codivisión que sea pacífica y no conflictual –si bien en presencia de sociedades articuladas y complejas– de un común denominador mínimo de principios y valores fundamentales sobre los cuales se apoya cada ordenamiento y la observancia de reglas institucionales creadas, en primer lugar en sede constitucional, como criterio de ordenación de tal diversidad, representan efectivamente un background esencial en el ámbito del proceso de consolidación democrática.
Los ejemplos que pueden corroborar tal conclusión surgen copiosos: el proceso de transición constitucional y/o la fase sucesiva de consolidación democrática, en efecto, se han revelado particularmente arduos en las experiencias de los ordenamientos sub-saharianos, caracterizados por una fragmentación étnica-lingüística extrema, a la cual se añade y se superpone la definición artificial de confines y territorios que se verificó con el ocaso del colonialismo; en algunas experiencias, con contornos a veces dramáticos, vividas en Europa centro-oriental y en los Balcanes (la referencia es, de manera obvia, a las transiciones ocurridas en el contexto de la ex-Yugoslavia, pero también a las perturbaciones que han afectado y que todavía sacuden al “universo” que antes fue soviético, y que hoy es ruso y caucásico); en algunas experiencias asiáticas (conflictos étnicos y religiosos que han afectado a Indonesia, en particular en 1997) y, también latinoamericanas (un ejemplo, entre otros, nos lo ofrece el proceso de consolidación de la democracia en Guatemala, igualmente por la dificultad que muestran las minorías presentes en el territorio en aceptar los proyectos de reforma puestos en marcha).
VII. La forma de gobierno presidencial denota, con respecto a la forma de gobierno parlamentariO, una funcionalidad menor para la consolidación democrática
En las fases de transición constitucional y de consolidación democrática, el “rendimiento” de las formas de gobierno parlamentarias, por lo general, se revela cualitativa y cuantitativamente mejor con relación a las formas de gobierno presidenciales. El número de poderes y de funciones de gran peso específico que se atribuyen normalmente al Jefe de Estado en las formas de gobierno presidenciales, factor al cual con frecuencia se acompaña un sistema político–partidista frágil o bien fragmentado, ha ocasionado derivas autoritarias de tipo presidencialista (de Vergottini) sobre todo en las Repúblicas islámicas de la ex–URSS, en algunos ordenamientos Latinoamericanos y en África, o bien de tipo populista en Asia y en otros ordenamientos latinoamericanos. Aparece radical el desvío del prototipo ofrecido por el modelo presidencial norteamericano, que en este sentido ha representado una imagen falsa y desorientante de fácil y automática reproducción del modelo mismo en contextos que de manera evidente se encuentran impreparados para acogerlo.
Las formas de gobierno parlamentarias, por el contrario, han reflejado una ductilidad y flexibilidad mayor, así como la capacidad de evitar o bien de amortiguar los conflictos que posiblemente surjan entre Legislativo y Ejecutivo: ejemplos de esto, los tenemos en modo particular, en algunas experiencias significativas de transición constitucional y de consolidación de la democracia (ya ocurrida) en los países de Europa centro–oriental (República Checa, Hungría), pero también en varios ordenamientos asiáticos (Tailandia, Malasia).
En tal contexto, los sistemas electorales de tipo proporcional desarrollan una función política menos divisible con respecto a los sistemas “pluraliy”, evidenciando así la propia capacidad para incentivar el compromiso entre los partidos y para la formación de un consenso, así como la creación de coaliciones de gobierno de gran alcance hasta lograr una unidad nacional. Factor este determinante en situaciones que vuelven implícita la aceptación en modo amplio de los procesos de cambio en acto, además de fluidas e inciertas en sus éxitos finales como son las de transición y de consolidación democrática.
VIII. La sostenibilidad democrática aparece favorecida de manera tendencial en los sistemas que adoptan un modelo federal o regional de repartición de poderes entre el ente soberano y los entes autónomos
Se trata de conclusiones a las cuales se puede llegar con referencia, en particular, a los ordenamientos en vía de Transición/consolidación que se caracterizan por tener una división étnico-lingüística, racial y cultural evidente. En ese sentido, los sistemas que reconocen y garantizan, de acuerdo al modelo federal o regional, la existencia y el funcionamiento de las autonomías territoriales –constituyen ejemplos significativos, en el continente africano, el ordenamiento sudafricano, Nigeria y Etiopía; en el continente asiático, Malasia; en el continente latinoamericano, Brasil, Argentina y Venezuela– favorecen una multiplicación positiva y, en cierta medida, diferenciación a nivel local de los circuitos de dirección política que, al descentralizar el poder decisional y al adelgazar el polo central, previenen o atenúan los impulsos y derivas autoritarias y centralistas y valorizan las peculiaridades locales.
IX. El modelo constitucional de derivación liberal ha registrado una afirmación solamente parcial
La exportación del modelo del constitucionalismo liberal en diversas partes del globo con relación a la realidad histórica-ideológica (Europa occidental y América del norte) que sirvió de cuna –prescindiendo de variantes a las cuales el constitucionalismo ha dado lugar desde el punto de vista histórico– ha encontrado dificultad y obstáculos en relación con los perfiles funcionales y procedimentales, así como en lo que concierne a los contenidos axiológicos del constitucionalismo mismo.
A pesar que nos limitamos a considerar la adopción de los perfiles meramente funcionales/procedimentales del constitucionalismo –principio de la soberanía popular, principio de mayorías para adoptar decisiones políticas, principio de separación de poderes, control de constitucionalidad de las leyes, etc.–; semejante adopción se ha manifestado en muchos de los ordenamientos examinados, de acuerdo a la evaluación de los hechos, únicamente formal, superficial o bien priva de efectividad, en cuanto se ha concebido como un fenómeno de implantación de procedimientos e instrumentos en contextos culturales e institucionales que aún no están preparados para garantizar un funcionamiento adecuado. Si la investigación se extiende a la adopción de contenidos axiológicos del constitucionalismo liberal, nos percatamos del hecho que la consolidación parcial del mismo deriva también de la incapacidad de asegurar, manifestada en algunos ordenamientos, más allá de la adopción del modelo liberal, la garantía de los derechos de la persona, valores esenciales en la concepción liberal del Estado y de la Constitución. De otra parte, los tentativos por trasplantar el modelo constitucional de derivación liberal han dado lugar, en un gran número de hipótesis, a fenómenos de rechazo en cuanto son efectuados en presencia de valores constitucionales que son incompatibles con los liberales, que han llevado al fracaso de los tentativos mismos.
“Esto significa que ciertas aserciones sobre el éxito de la democratización, que hacen parte de los perfiles del gran fenómeno de la globalización, tienden a revelarse fruto de observaciones superficiales, que son desmentidas por los hechos (de Vergottini). El constitucionalismo que, si bien referido a aquellos ordenamientos que habían sido la sede de elaboración y formación, aparece cercano al cumplimiento de la misión histórica que le ha sido asignada y que es llamado a medirse de acuerdo a los nuevos desafíos impuestos por el proceso de globalización, todavía parece que se mueve y opera, en primer lugar bajo el aspecto instrumental–procedimental, a un nivel embrionario y primordial para la mayoría de los ordenamientos que experimentan procesos de transición, y aún es largo y lleno de trampas e incertidumbres el camino que le queda por recorrer.
De otra parte, bajo el aspecto de contenido y axiológico, si es fácil suponer la imposibilidad de remover, a corto y mediano plazo, los obstáculos de naturaleza cultural y político–institucional que hasta ahora se han interpuesto a la adopción de una mesa de valores liberal–democráticos por las experiencias tomadas en consideración, también a largo plazo es inevitable que estas experiencias se conviertan en la sede de aplicación, que a esta altura se difunde a nivel global como expresión de aceptación de los valores que son comunes a la humanidad entera, de los mismos principios constitucionales que se encuentran vigentes en las viejas democracias nacionales (derechos del hombre –internacionalizados y globalizados– y soberanía popular), en la conciencia plena que la universalización de los derechos fundamentales no impide la expresión de las diferentes culturas, sino que constituye una condición imprescindible para su legitimación, equiparación y protección jurídica.
La instauración de «un orden mundial nuevo» de acuerdo a las crismas de la democracia liberal y a la realización de una República universal fundada sobre los principios de justicia, de subsidiaridad y del federalismo, y afirmada por una teoría de las virtudes civiles universales, enunciada a finales del siglo XX por una doctrina filosófica acreditada (Höffe), aparecen –al alba del siglo XXI– objetivos que aún no se encuentran en el horizonte; la actualidad de las funciones explicables por el constitucionalismo todavía aparece en su evidencia plena.

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