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miércoles, 29 de febrero de 2012

EL SECRETO DE LA RATIFICACIÓN Y LA SUBORDINACIÓN COMO CONSIGNA: EL JUEZ FUNGIBLE

EL SECRETO DE LA RATIFICACIÓN Y LA SUBORDINACIÓN COMO CONSIGNA: EL JUEZ FUNGIBLE
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GORKI GONZÁLES MANTILLA(1)
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CONTENIDO: Presentación.- 1. La ratificación de magistrados en el Perú: la historia de una agenda política.- 2. El juez ordinario frente a la ratificación: desafíos e incertidumbres en una sentencia del Tribunal Constitucional.- 3. Un juez paradigmático y sus “poderes” frente a la Constitución.- 4. Los derechos y las razones: reforzando el espacio natural del juez ordinario.- 5. La unidad de la constitución o la vuelta al formalismo: la medida de la discrecionalidad.- 6. Contradicciones e incertezas del Tribunal Constitucional: el juez en la penumbra.- Reflexión final.
Presentación
La ratificación judicial, de acuerdo a lo previsto en la Constitución de 1993, es un mecanismo de control sobre el desempeño de la actividad judicial y la conducta de los magistrados. Su aplicación es periódica (cada 7 años), opera a través de un procedimiento célere y sin razones que justifiquen la resolución final. La falta de ratificación, implica la separación definitiva del cargo y aunque no esté escrito que se trata de una sanción -ni que prive al magistrado de los derechos legalmente adquiridos-, en la práctica, el juez que no es ratificado, será cesado de modo definitivo de su función, sin posibilidad de reingreso.
El presente artículo tiene como propósito demostrar el impacto negativo de la ratificación sobre algunos principios básicos del sistema democrático. En efecto, la independencia judicial, la justificación de las decisiones públicas como argumento de su legitimidad y la propia consideración de la judicatura como pieza arquetípica del ordenamiento constitucional, resultan claramente debilitadas por el discurso que emerge de esta figura.
Se trata de un mecanismo cuya intensidad ha sido paradójicamente convalidada por una decisión del Tribunal Constitucional (EXP. N° 1941-2002-AA/TC). Y en este punto, radica el otro objetivo de este trabajo, pues se busca demostrar cómo las opciones interpretativas del Tribunal trazan el escenario que permite movilizar una tradición de vieja data, como si fuera un efecto reflejo del sistema, que reactualiza la subordinación de lo judicial como parte fundamental del mismo.
Para arribar a este objetivo será necesario escudriñar los componentes del escenario abierto por la sentencia del Tribunal Constitucional. Una primera pista a explorar es la relativa al sentido histórico-político de esta figura hasta arribar a la Constitución de 1993. Esto permitirá describir los elementos que concurren en la idea de la ratificación y su estrecho vínculo con la agenda política.
En segundo lugar, se propone el análisis de los componentes que configuran la idea de “juez” derivada de la sentencia del Tribunal. Se busca construir la estructura que da soporte a las oportunidades y posibilidades interpretativas del juez ordinario para controlar, inclusive los actos del CNM en esta materia. Una posibilidad que, sin duda, puede ser extensiva hacia otros casos.
Y como resultado inevitable de lo anterior, el presente trabajo afronta el contraste interno del discurso desarrollado por el TC en la sentencia bajo análisis. Una perspectiva subordinada por un discurso formalista, abiertamente contradictoria con las virtudes argumentativas y de poder, atribuidas al juez emblemático de su propuesta inicial.
1. LA RATIFICACIÓN DE MAGISTRADOS EN EL PERÚ: LA HISTORIA DE UNA AGENDA POLÍTICA
Como reflejo del entorno político del que surge, esta figura se identifica por vez primera en la Constitución del autocrático régimen del presidente Leguía, allá en 1920[2]. Años más tarde, cuando el dictador es depuesto y se elabora la Constitución de 1933[3], sin embargo, la ratificación permanecerá intacta. Pero más allá de la novedad que implica su inclusión en una Carta Política, en realidad se trata de un mecanismo que se inserta en la lógica de legitimar el ejercicio de una voluntad política que sí tenía una consistente tradición: la subordinación a la que han estado expuestos los jueces desde los inicios de la república.
Conforme a la versión inaugurada por la Constitución de 1920, la ratificación parece sugerir la idea de un modelo destinado a organizar un sistema burocrático de carrera judicial[4], fortaleciendo la posición de la Corte Suprema a su interior, pues sus miembros son quienes que la aplican al resto del cuerpo. Se trata de un sistema clásico de cooptación, claramente jerarquizado, al punto que el control disciplinario de los jueces inferiores, también está en manos de la Suprema. En este modelo de organización, los Magistrados supremos ostentan un tipo de legitimación política en su origen, pues son propuestos por el ejecutivo y elegidos por el congreso, pudiendo ejercer eventualmente como Ministros de Estado.
Paradójicamente, este último extremo será el pretexto usado por la Junta de Gobierno que sucede al presidente Leguía, para efectuar una purga en el Poder Judicial. Es elocuente el manifiesto del régimen instaurado por el general Sánchez Cerro, en él se afirma que el gobierno del presidente Leguía privó al Poder Judicial de su independencia, “desacatando sus resoluciones y desprestigiándolo con la introducción de elementos políticos ineptos, sobornados o sobornables, socavándole por tanto su autoridad moral para amparar la libertad y hacer la justicia”[5]. El régimen de Sánchez Cerro se había propuesto, por ello, “devolver al Poder Judicial su excelsitud”[6]. Así, luego de promulgado el estatuto el 2 de septiembre de 1930, se declaró la incapacidad –se entiende moral- de todos los magistrados que desempeñaron funciones políticas, y de todos aquellos que cumplieron funciones de gobierno aún al interior del Poder Judicial, como presidentes de Corte a partir de 1922[7].
El sistema de ratificación precedente es visible en la Ley N.° 14605, LOPJ de 1963 donde, igualmente, tiene vocación de permanencia y periodicidad quinquenal, sin alcanzar a los magistrados de la Corte Suprema[8]. Posteriormente, reaparece como parte del programa político del gobierno de facto del general Velasco, nuevamente para legitimar la intervención en el sistema judicial y el cese de todos los magistrados supremos.[9]
Y como antídoto de sí misma, la ratificación será usada en forma temporal, en el marco del restablecimiento del sistema democrático con la Carta del 79. La Decimotercera Disposición General y Transitoria, prevé este mecanismo en un proceso de dos tiempos. Primero, para los magistrados de la Corte Suprema, bajo la responsabilidad del Senado, previa cita y audiencia de los interesados. Y a continuación, se atribuye a la Sala Plena de la Corte Suprema la competencia para que dentro de los ciento veinte días siguientes a su ratificación, proceda a su vez a “ratificar” a los magistrados de la República de todos los fueros.
El ritmo pendular del proceso político peruano lleva consigo la ratificación, en forma invariable. Con la ruptura del orden constitucional el 5 de abril de 1992, durante el régimen de Alberto Fujimori[10], y luego del cese abrupto de un gran número de magistrados, se dispuso la conformación de una comisión integrada por tres Vocales de la Corte Suprema, designados en acuerdo de Sala Plena, con la finalidad de evaluar la conducta funcional de los magistrados de todos los grados de la carrera judicial que continuaban en el ejercicio de sus funciones, para proceder a su “ratificación” o separación definitiva.[11]
Cabe recordar que el Decreto Legislativo N.° 767, LOPJ actualmente vigente -pese a todo-, no recogió esta figura; más bien, reconoció el derecho de los magistrados no ratificados en los procesos de los años 1980 a 1982, a participar en los futuros concursos para ocupar cargos judiciales.
Finalmente, la Carta del 93 atribuye, esta vez, al Consejo Nacional de la Magistratura, la competencia para ratificar a jueces y fiscales de todos los niveles cada 7 años (art, 154, inciso 2), para lo cual requiere el voto conforme de la mayoría simple de los consejeros asistentes al Pleno. El proceso implica una entrevista personal y la evaluación de la conducta e idoneidad en el desempeño del magistrado objeto de la ratificación.
Por expresa indicación del artículo 5 de la Ley N.° 27368, el plazo de 7 años para la realización del primer proceso de ratificación de magistrados se computa desde la fecha de entrada en vigencia de la Constitución.[12] Con posterioridad a su desarrollo, los plazos pasarán a calcularse de manera individual, a partir del momento en que el juez asuma su cargo. Completa el cuadro legal de la ratificación, la Resolución N.° 043-2000-CNM, por la cual se dicta el reglamento de ratificaciones vigente. El artículo decimotercero de dicha norma, establece que: «La votación de la ratificación se hará en “secreto”, por el sistema de papeleta a que se contrae el inciso c) del artículo 13° del Reglamento de Sesiones del Pleno del Consejo, a cuyo efecto, los señores Consejeros serán provistos de cédulas previamente impresas del mismo color y dimensión, que contengan unas la palabra “SI” y otras la palabra “NO”, expresando la primera, la ratificación del evaluado y la segunda su no ratificación».
Como parece evidente, la ratificación ha formado parte del ideario institucional de regímenes democráticos y también autoritarios. Su fuerte -y paradójico- vínculo con la lógica del modelo burocrático de carrera judicial, nunca madurado en el país, sin embargo, ha tenido una eficacia instrumental semejante, en la búsqueda de crear mecanismos oficiales de subordinación de los jueces hacia el gobierno, que es la forma como se ha tratado a la institucionalidad judicial en el Perú. En todo caso, es evidente, que la idea del juez que surge de un contexto como el de la ratificación, no corresponde a la que describe su presencia en un Estado democrático constitucional.
2. EL JUEZ ORDINARIO FRENTE A LA RATIFICACIÓN: DESAFÍOS E INCERTIDUMBRES EN UNA SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
Por todo ello, los problemas constitucionales de esta figura son notables y la sentencia del Tribunal Constitucional (EXP. N° 1941-2002-AA/TC), al confirmar la legitimidad del procedimiento a través del cual opera, ha puesto en evidencia su precariedad y la débil posición en la que se encuentran algunos principios básicos del sistema. En realidad de la respuesta del TC al caso concreto, surgen cuestionamientos vinculados precisamente al tema que forma el núcleo central del debate constitucional abierto, es decir, ¿cuál es el lugar que ocupa el juez en el sistema constitucional?. El discurso del TC, sobre este punto, propicia más incertidumbres que claridad, sus argumentos oscilantes, pasan de predicar la idea de un magistrado con mucho poder a otro más bien débil, casi fungible, con un estatuto equiparable al de funcionario público o de confianza.
Más aún, de la respuesta que el Tribunal produce en el caso en cuestión, surgen dudas sobre la propia vigencia de uno de los principios básicos del sistema constitucional: la independencia; y es posible, a partir de esa sentencia, afirmar que tal principio sólo es predicable en un cuadro de baja intensidad que, además, es intermitente, pues las garantías que la sostienen, por ejemplo, el derecho a permanecer en el servicio judicial, mientras se observe la conducta e idoneidad propias de la función, se extinguen cuando llega el momento de la ratificación. El impacto que esta decisión tiene, va más allá, por supuesto, de la institucionalidad judicial, es la ciudadanía -la razón por la cual se gesta un sistema de justicia con independencia e imparcialidad-, la que en este caso debe quedar advertida de lo que ocurre con el sistema de justicia.
Lo dicho adquiere enorme gravedad, en la medida que las decisiones del Tribunal Constitucional ostentan fuerza jurídica, no sólo por lo que dice el fallo. En realidad lo que vincula a los operadores jurídicos respecto de sus decisiones, proviene, además, de los argumentos que la justifican -y de las diferentes estrategias de interpretación asumidas-, que es de donde finalmente se desprenden las normas jurídicas propiamente dichas[13]. Todo este conjunto racional forma parte de un solo discurso predicado al interior o como parte de un mismo objeto. La fuerza expansiva de las sentencias del Tribunal, se vincula de este modo, en su carácter de supremo intérprete, a la función unificadora del sistema que cumple la Constitución[14].
3. UN JUEZ PARADIGMÁTICO Y SUS “PODERES” FRENTE A LA CONSTITUCIÓN
En la actualidad, el Estado democrático constitucional se presenta como un orden articulado y coordinado de competencias básicas[15] que tiene como origen la Constitución. La división de poderes en este escenario, se manifiesta entonces no como tripartición subjetiva de los mismos, sino como distribución de “competencias” entre los distintos órganos atribuidos de tal poder por la Constitución[16], que operan en un complejo y orgánico equilibrio de concurrencias, colaboraciones recíprocas y control(17)[17]. En esta línea de razonamiento, no existen órganos, cualquiera sea su rol, nivel o jerarquía que no puedan ser situados al interior del ordenamiento constitucional[18]. Por ello, como bien afirma el TC, si “el Consejo Nacional de la Magistratura es un órgano constitucional más del Estado y, en esa condición, se trata de un poder constituido dotado de competencias –como la ratificación y de los jueces y miembros del Ministerio Público- que deben ejercerse dentro del marco de la Constitución y su Ley Orgánica, entonces, no es admisible que se pueda postular que su ejercicio antijurídico no pueda ser objeto de control jurisdiccional” (Fundamento 6)[19].
En este esquema ya el Tribunal Constitucional había sostenido en el amparo promovido por Diodoro Antonio Gonzales Ríos (EXP. N.° 2409-2002-AA/TC.)[20], que en calidad de supremo intérprete de la Constitución y garante de los derechos fundamentales, estaba premunido para controlar las decisiones del Consejo de la Magistratura en esta materia, no obstante la previsión del artículo 142° de la Constitución, que prohibe la revisión judicial de las resoluciones del Consejo de la Magistratura. Esta línea de razonamiento, es decir, la relativa a los límites del 142°, ha sido reforzada en la última sentencia (EXP. N° 1941-2002-AA/TC).
La sentencia del TC puede ser leída en función de su crítica y del paradigma sobre el cual construye esa misma perspectiva. En esta doble dimensión, una primera línea del discurso aparece representada en el segundo fundamento de la resolución. El TC advierte de las serias limitaciones de la interpretación judicial en un caso de envergadura, por los bienes constitucionales que implica, y cuestiona la posición asumida por la judicatura ordinaria, pues afirma que contra la previsión del artículo 142° de la Constitución, en materia de derechos fundamentales, el operador judicial “no puede sustentar sus decisiones amparándose únicamente en una interpretación literal de uno o más preceptos constitucionales(...)”, pues al resolver el caso en cuestión, no reparó en la existencia del derecho a recurrir ante un “tribunal de justicia competente que ampare a las personas contra todo tipo de actos que violen sus derechos fundamentales”, argumento que, por lo demás, admite el mayor consenso y respecto del cual existen normas y decisiones en el ámbito del Derecho Internacional de los Derechos Humanos[21].
En la segunda dimensión de su discurso, el Tribunal parece abrir un espacio en blanco, pues de su razonamiento emerge el paradigma de un juez que, frente a ese tipo de casos, debe realizar “ (...) un esfuerzo de comprensión del contenido constitucionalmente protegido de cada uno de los derechos, principios o bienes constitucionales comprometidos, para después de ello, realizar una ponderación de bienes”. Pues bien, lo que el Tribunal parece postular es la idea de un juez ordinario con poder suficiente para controlar las decisiones del Consejo de la Magistratura, cuando estas «[...] contravengan el conjunto de valores, principios y derechos fundamentales de la persona contenidos en la Constitución», conforme a una línea de razonamiento que sigue la formulada en la sentencia antes citada (EXP. N.° 2409-2002-AA/TC.).
Este juez, como sobra decirlo, debe poseer un vasto poder, es decir, independencia e imparcialidad, para actuar con creatividad y compromiso hacia los valores del sistema democrático. Un juez capaz de conectar la esfera privada de los conflictos con la dimensión pública de los valores y principios constitucionales[22]. Este paradigma de juez es el que parece estar presente en el discurso “implícito” de la resolución del TC; y se plantea entonces, una primera cuestión sobre los arribos de esta perspectiva en el sistema constitucional. En otras palabras, cuáles son los elementos del ordenamiento que atribuyen al juez ordinario de una posición semejante.
En general, el poder de interpretación del juez ordinario es la expresión del difícil papel que debe cumplir la magistratura en el Estado Constitucional, -que al decir de Zagrebelsky- “se trata de una especialísima y dificilísima posición de intermediación entre el Estado (como poder político-legislativo) y la sociedad (como sede de los casos que plantean pretensiones en nombre de los principios constitucionales), que no tiene paralelo en ningún otro tipo de funcionarios públicos”[23]. Sin embargo, las piezas de este modelo para armar se perciben al interior de nuestro ordenamiento, en tres situaciones diferenciadas pero estrechamente vinculadas[24]: a) la interpretación de la ley conforme a la Constitución; b) la inaplicación de la ley considerada inconstitucional; c) la aplicación directa de la Constitución.
Nótese que en los tres supuestos, el magistrado al que se hace referencia, puede actuar con el máximo de libertad posible –léase independencia- de la que se puede gozar en un sistema democrático constitucional. Una independencia legitimada directamente por el principio de constitucionalidad (art.51°) y por el poder que fluye de su capacidad para ejercer el control difuso (138°). En otras palabras, el juez tiene competencia para decir que una norma se inaplica al caso concreto, para desprender una lectura constitucional de la misma o bien, compelido a impartir justicia, -en caso de ausencia de disposición escrita-, para recurrir a los principios constitucionales (139°, inc 8).
Esta facultad interpretativa del juez parte de considerar que el ordenamiento constitucional, no se presenta como un sistema dividido en bloques de órganos o competencias. La constitución vive y opera como equilibro general gracias a la existencia efectiva de una red de equilibrios particulares, entre los derechos y competencias, que se vinculan en un proceso permanente de líneas de demarcación[25]. Y este carácter es el resultado de asumir que la unidad del ordenamiento ya no es un dato previo, sino más bien un resultado, que se busca alcanzar a través de la interpretación, en un contexto de pluralidad de principios[26], cuya combinación, en contextos históricos concretos, es lo que produce la idea y el sentido de unidad del ordenamiento constitucional[27].
La interpretación de la constitución, se convierte, entonces, en un instrumento que responde a la posición y al rol unificador que ésta tiene en el sistema. Asumiendo esta premisa, es posible distinguir entre la disposición escrita y la norma propiamente dicha, es decir, entre el enunciado que forma parte del documento normativo y el sentido que se le atribuye[28]. “La primera, radica en las fórmulas lingüísticas de carácter textual, que son un resultado de la deliberación y vienen emanadas conforme a los procedimientos previstos en el ordenamiento para la producción del derecho. Mientras que la segunda, expresada en las disposiciones, es obtenida a través de su interpretación”[29], y constituye el significado adscrito a la disposición legal, es decir, la norma propiamente dicha. Con la interpretación constitucional se busca dotar de “sentido” a los contenidos y límites de los derechos y competencias, atribuyendo un significado normativo al texto o disposición constitucional, que responda al mismo tiempo, al caso concreto y a los principios y derechos de la Constitución como conjunto.
En primer lugar, la interpretación “conforme” a la Constitución, alude a la capacidad de atribuir un significado normativo de tipo constitucional, al enunciado legislativo objeto de interpretación. Aquí, lo que se espera del juez común, es que actúe sus propios poderes interpretativos con el objetivo de valorar la posibilidad de superar las dudas de inconstitucionalidad, a través de una interpretación adecuada de la disposición legal, que le adscriba un significado conforme a los principios constitucionales, pues es necesario tener presente que “una ley es declarada inconstitucional no porque sea posible interpretarla inconstitucionalmente sino porque resulta imposible atribuirle en sentido alguno, una interpretación constitucional”[30].
Por otro lado, con la “inaplicación” de la ley considerada inconstitucional, se abre un escenario en el que el juez refuerza sus poderes interpretativos. Éste asume una condición radicalmente creativa para dar la respuesta al caso concreto -una vez inaplicada la disposición legal-, atribuido, además, de un tipo de independencia de dimensiones políticas, por la posición que adquiere frente a cualquiera de las entidades premunidas de competencias constitucionales, y en particular por el rol crítico que le toca desempeñar frente a la ley y al parlamento.[31]
El juez ordinario puede, además, aplicar la Constitución “directamente”. En efecto, un presupuesto de la fuerza normativa de la Constitución es que ésta se aplica en forma inmediata y directa (art. 51° y el artículo 138°) de modo tal que jueces y tribunales están vinculados –pues se deben a él- a este precepto del sistema político. Porque los principios constitucionales “no agotan su eficacia como apoyo de las reglas jurídicas, sino que poseen autónoma razón de ser frente a la realidad”[32]. Esta condición, característica de una democracia constitucional, hace de la Carta Política un instrumento no sólo para enfrentar las intervenciones del legislativo que pueden afectar los principios constitucionales, sino además para ser utilizado en los casos de omisión de aquél (art. 139° inciso 8), e incluso en las relaciones entre particulares[33].
Entonces, el juez ordinario, tiene la posibilidad de actuar la Constitución adelgazando toda posible reminiscencia programática de la misma, abriendo sus conexiones básicas[34], pues los derechos constitucionales, desde el punto de vista del propio sistema político, no pueden quedar librados en su otorgamiento o denegación al simple cálculo de mayorías parlamentarias[35]. La aplicación directa de la Constitución por el juez ordinario implica, entre otras posibilidades, el reto de responder en el contexto preciso, cuando se trate de la judicialización de demandas sociales, para controlar las manifestaciones de poder e inclusive para juzgar el ejercicio de la autonomía individual[36], esfera que, por otra parte, se diluye si implica la vulneración de derechos fundamentales.
Todo indica que el TC no se equivoca cuando cuestiona la falta de protagonismo constitucional del juez ordinario. Éste bien pudo asumir un papel activo y atento a los principios involucrados en el caso, que constituyen - y no sobra decirlo- un asunto clave no sólo para la institucionalidad judicial; el juez en síntesis, pudo asumir un punto de vista no fragmentado de los derechos, evitando así el fácil recurso de la evasión formalista. El juez ordinario, tenía consigo un arsenal listo para ser usado en forma selectiva frente a cada una de las emergencias de tipo constitucional, derivadas del caso concreto; pero este juez no estuvo presente en el caso.
4. LOS DERECHOS Y LAS RAZONES: REFORZANDO EL ESPACIO NATURAL DEL JUEZ ORDINARIO
Con todos estos elementos de juicio a la vista, cómo debió haber actuado el juez, caracterizado, implícitamente, por el TC como radicalmente creativo, independiente e imparcial. Parece que luego de reconocer la competencia del Consejo de la Magistratura para ratificar a los magistrados –dato presente en el ordenamiento-, debió preguntarse, entonces, por las condiciones básicas –de orden constitucional- que debieron estar presentes para que esta competencia fuera ejercida sin el menoscabo de algún derecho constitucional. Determinar el contenido de los derechos o bienes constitucionales en cuestión, era pues indispensable –como el propio TC lo advierte- para luego verificar las condiciones en las que se produjo el proceso de ratificación.
El juez tuvo que haber percibido la doble dimensión del derecho a la permanencia en el servicio[37]; y, en función de ello, pudo haber apreciado que -en forma concurrente con la inamovilidad-, antes que un privilegio o derecho atribuible a la persona del juez o a la propia corporación de magistrados, es una garantía básica para la función judicial, que busca impedir que se propicien (de modo directo o indirecto) extrañas o ilícitas influencias sobre su ejercicio[38]. Por su trascendencia, opera como garantía constitucional contra el acto de cualquier entidad investida de una determinada competencia. Y es que se trata de un derecho que contribuye a garantizar el principio de la independencia, por lo tanto, debe ser valorado más aún por la protección de las garantías y derechos que el ordenamiento constitucional confía a la propia magistratura[39].
El examen previo define una parte del escenario. El derecho a permanecer en el cargo como ámbito protegido de carácter constitucional, tiene un reconocimiento que importa la protección de un haz de derechos y principios más allá del juez -quizás podría llamársele titular directo- pero, sin embargo, no es un derecho absoluto. Los derechos constitucionales exigen una protección lo más amplia posible de los bienes protegidos, es decir, una protección lo más amplia de la libertad general[40] que se desprende del derecho, pero sólo eso. Es parte de su racionalidad aceptar que tienen límites o restricciones.
Y las restricciones a los derechos –en los términos de Alexy[41]- son también normas que inciden sobre derechos fundamentales, siempre que sean constitucionales: bien sea desde el punto de vista externo, como el derecho en cuanto tal, cuya relación con la restricción surge de la necesidad de compatibilizar los derechos entre los sujetos o entre los derechos individuales con los bienes públicos; o bien, desde el punto de vista interno, en la perspectiva de determinar el contenido del derecho –ámbito protegido-, para fijar el límite del mismo; pero en ambos casos las restricciones y los límites son consustanciales a un ordenamiento constitucional[42].
El derecho en cuestión, tiene límites como garantía de su dimensión pública. En otras palabras, la observancia de los deberes de función, forma parte del modo de ser de la independencia y la imparcialidad[43]. Sin embargo, la amplitud y generalidad de su contenido, la ubican en un escenario susceptible de manipulación[44]. Esta, podría decirse, es la difícil situación que enfrenta el ejercicio de este derecho, no sólo por la dificultad de reconducir todos los posibles supuestos a una regla general (como se verá con detenimiento más adelante), sino por la exigencia inevitable del órgano competente de mantener una actitud siempre cuidadosa y atenta, hacia el caso concreto, precisamente para cautelar el principio de la independencia.
El ámbito interno, es decir, el contenido de la norma comparte, entonces, el influjo de las exigencias institucionales más allá del derecho, pues es a través del ejercicio idóneo de la judicatura que se realiza en parte el principio de la independencia. Se dice en parte, porque la independencia consiste en el desarrollo de la función judicial sin más límites que los que provengan del mandato constitucional. El derecho a permanecer en el servicio es un componente de ese sistema, pues actúa de modo concurrente junto a otros factores. Y si bien es verdad que la dimensión ética que involucra puede no necesariamente impactar de modo claro en la independencia[45], sin embargo, cuando de ella se derivan consecuencias hacia el quehacer profesional del juez, es decir, cuando por su conducta o sus prácticas se establece que no garantiza, antes bien cuestiona el principio, entonces es cuando el límite previsto para el ejercicio del derecho se quiebra. Es en este momento que la restricción, al margen del ámbito protegido por el derecho, puede ser impuesta de modo expreso, precisamente para salvaguardar los bienes y principios constitucionales que se verían lesionados con la permanencia en el cargo de modo no legítimo.
Esta es la estructura que la Constitución configura para la protección del derecho a permanecer en el cargo (art.146°, inciso 3), se entiende, por ello, que ese es el mecanismo de control para el ejercicio de la competencia asignada al Consejo de la Magistratura, como condición para que ésta pueda ser constitucionalmente aceptable; en otras palabras, que la incuestionable capacidad del CNM para ratificar a los magistrados cada 7 años, no constituye una restricción como tal –a secas, temporal o cronológica[46]-, es únicamente el mecanismo a través del cual opera -se entiende, tal restricción-. Y que la esfera de su competencia no puede, entonces, estar orientada sino a controlar el desempeño del magistrado como garantía del principio independencia de la función judicial.
La determinación de los límites como estrategia de argumentación, puede verse aún más fortalecida en el curso de la propuesta del TC, con la ponderación de los “bienes constitucionalmente comprometidos”. En otras palabras, frente a la obligación de mantener el mayor grado posible de aplicación de la competencia del CNM y, por otra parte, de afectar lo menos posible el derecho del magistrado –que es una de las garantías que concurren a la salvaguarda del principio de la independencia-, la solución, como bien dice Alexy[47], no se produce eliminando uno de los extremos del conflicto, tampoco definiendo una excepción permanente o adelgazando uno de los bienes constitucionales como regla hacia el futuro. Puesto que ninguna de las salidas corresponde a la idea de un Estado Constitucional donde los derechos constitucionales no se distinguen por su jerarquía, lo que procede es determinar “cuál es la relación de precedencia condicionada”, es decir, identificar las condiciones bajo las cuales un derecho constitucional puede preceder a otro.
La pregunta no está hecha en el vacío, pues ya se tienen los elementos de juicio a la vista. El punto, ahora, es saber si los intereses del demandante, en este caso concreto, tienen un peso esencial mayor, respecto de los intereses que provienen de la necesidad de aplicar la medida de ratificación negativa. La relación de precedencia condicionada no puede perder de vista el enfoque constitucional del problema, y en esa dirección se puede asumir que si en el caso concreto, la competencia del CNM se mantiene orientada por el principio de la independencia, entonces, el derecho a permanecer en el cargo también se mantendrá vigente, a menos que se trate de un supuesto de ejercicio no legítimo, es decir, donde el juez haya incurrido en una causa verificada de ejercicio no idóneo de la función, entrando en conflicto con la independencia de la función.
Puesta en un escenario visible, la relación de precedencia de un bien respecto del otro, ocurre sólo como resultado de la ponderación en el caso concreto y en el marco de un razonamiento que agrega derechos y poderes al sistema[48]. El juez ordinario tiene presente que, además de incidir en el caso concreto, este procedimiento otorga un sentido de coherencia y unidad a los derechos y principios constitucionales, los cuales resultan cada vez menos un dato a priori y por el contrario, se “convierten en una tarea de fundación y refundación para obtener un resultado a posteriori, gracias al esfuerzo de interpretación de los principios”[49] y derechos.
5. LA UNIDAD DE LA CONSTITUCIÓN O LA VUELTA AL FORMALISMO: LA MEDIDA DE LA DISCRECIONALIDAD
Ya es posible afirmar que la ratificación, en términos constitucionales, puede ser admitida dentro de condiciones precisas para salvaguardar la independencia de la función judicial, a la que debe su existencia. Sin embargo, surge la pregunta en torno al silencio que la Carta política mantiene respecto de la motivación de las resoluciones del CNM en esta materia (art. 154°, inciso 3). En verdad, la agenda del caso, en este punto, se extiende hacia el contenido de las competencias del CNM, pues el silencio anterior es aprovechado precisamente por la Resolución N.° 043-2000-CNM, a través de la cual se dicta el reglamento de ratificaciones actualmente vigente. En él –como ya se dijo- se establece que las decisiones del CNM en este tópico no se motivan y se construyen sobre la base del secreto.
a) La motivación más allá de la norma escrita: la interpretación unitaria y dinámica de la Constitución
El problema que aquí se plantea, tiene un contenido complejo. El juez ordinario, tenía al frente una pregunta relativa a la legitimidad para decidir sobre bienes constitucionales sin justificación. Pero como el cuestionamiento, surge, debido a la ausencia de una disposición que la ordene en forma expresa, es necesario, entonces, establecer el alcance que tiene este supuesto en particular, en el contexto de la interpretación y la relación que guarda con la discrecionalidad en el ámbito de un Estado Constitucional.
Los argumentos relativos al carácter unificador que la Constitución tiene en la actualidad, permiten afirmar que la Interpretación de cualquier disposición constitucional debe efectuarse, valorando el sentido que adquiere en el conjunto. Por ello, la adscripción de un significado normativo no será válida, sin leer la disposición de modo articulado al texto íntegro de la Constitución. Es así como la unidad de la Constitución surge ex post, es decir, en tanto resultado jurisprudencial, en particular, como resultado de la jurisprudencia constitucional[50]. Y se advierte, igualmente, la enorme responsabilidad que adquiere la función del juzgador que realiza este proceso de valoración. Este es un primer punto que el juez ordinario debía tener a la vista.
Quizás valga la pena mencionar, además, que las normas constitucionales -como el derecho en general-, son un resultado complejo y plural de tensiones de poder, articulado desde distintos espacios sociales, pero, además, son un reflejo de la forma que adquiere el ejercicio efectivo[51] de los derechos y libertades. En este último extremo es cuando la interpretación adquiere sentido y permite que la Constitución se expanda de modo sostenido en la vida social y política más allá del caso concreto. La interpretación surge como respuesta a la necesidad de enfrentar circunstancias del presente y hacia el futuro.
No hay duda, entonces, que la ausencia de una disposición expresa relativa a la motivación de resoluciones derivadas del proceso de ratificación ( artículo 154°, 3), no tiene porqué ser objeto de una interpretación que no sea la que resulta del texto en su integridad. En otras palabras, no existe un argumento consistente con todo lo dicho que permita aceptar una interpretación literal y aislada de las disposiciones de la Constitución.[52] Al contrario, la ausencia de una disposición de esta naturaleza, bien puede suscitar una acción del juez del caso –a través de los mecanismos previstos en el ordenamiento, la LOPJ, por ejemplo- para promover un acuerdo político en el Congreso orientado a la dación de una norma legal que desarrolle este tópico, sin perjuicio de su actuación directa a través de la interpretación unitaria de la Constitución en el caso concreto[53].
En esa dirección, las razones del legislador, presentes en la exposición de motivos del artículo constitucional, sólo están circunscritas al proceso deliberativo que dio como resultado la disposición; precisamente, una característica esencial de la deliberación en un sistema democrático, es que ella implica un proceso abierto y dinámico que encuentra arribos coyunturales, únicamente como consecuencia de las razones justificativas que se expresan, por ejemplo, en las sentencias judiciales. Éstas, surgen como la expresión de estrategias lideradas por los jueces y sobre la base de los principios del sistema, para producir acuerdos y estabilidad social en función de la dinámica de los casos, en medio de desacuerdos sociales y pluralismo[54]. Entonces, la voluntad del legislador tiene una importancia vinculada a su contexto histórico, que lo explica, pero nada más. Más aún, como resulta lógico, una vez producida la norma escrita, deja librada su interpretación al significado atribuido por el intérprete en el caso concreto. Resulta insostenible –y contradictorio-, por todo lo dicho, el argumento relativo al “legislador histórico”, pues de asumirse tal perspectiva, la interpretación resultaría anacrónica[55].
A la interpretación unitaria de la Constitución se agrega entonces el carácter dinámico de la misma. El producto de ambos factores permite asumir una posición fuerte, respecto de la necesidad de motivar la decisión derivada de un órgano constitucional, competente para ejercer una función tan crucial, como la atribuida al CNM, con mayor razón si lo que se busca es cumplir con un mandato de optimización derivado de la independencia, en tanto principio constitucional[56], que se verifica en el marco de una relación razonable de precedencia condicionada.
b) La justificación como límite al libre arbitrio
Como se desprende del discurso previo, la motivación aparece como el límite de lo que podría resultar el puro arbitrio. Hay en el origen de esta relación un factor desencadenante, claramente expresado en la facultad de optar entre varias “alternativas legítimas”. Una posición -léase discrecionalidad- inherente a la hipótesis que se configura en el juez al momento de decidir[57].
En realidad el razonamiento decisorio, se inicia con el proceso mental (de descubrimiento o decisión) que el juzgador desarrolla para lograr el fallo. Entran en juego, en esta fase, criterios lógicos, jurídicos, cognoscitivos y valorativos “elegidos” para el caso en cuestión[58]. La segunda fase, luego de asumida la decisión como hipótesis, es la que corresponde a la justificación (o control), para lo cual se desarrollan argumentos de tipo racional, en busca de mostrar que la decisión previamente asumida se funda en “buenas razones”[59]. Habiendo asumido previamente la decisión como hipótesis, lo que se busca en esta segunda fase es hacerla racional y jurídicamente aceptable.
En este sentido, la ambigüedad que proyecta el término “motivación” –por su posible nexo con las “causas”, por ejemplo psicológicas de un acto o hecho-, empieza a encontrar un espacio que la sitúa y la define. Desde este punto de vista, motivar en derecho, quiere decir establecer de modo razonado el vínculo que existe entre los enunciados normativos y los juicios prácticos, es decir, justificar la elección interpretativa[60], o las premisas normativas de una inferencia práctica, (lo que se está ordenando, prohibiendo y permitiendo)[61], de un razonamiento cuya conclusión es una norma, frente a un caso concreto[62].
Es verdad que muchas veces la justificación tendrá que recurrir a juicios o razones no explícitas en el ordenamiento, pero esenciales para entender el sentido de la decisión. Este contexto difuso, también conocido como justificación externa hace referencia a las prácticas culturales, principios morales, juicios valorativos, que dan aún mayor consistencia a la denominada “discreción judicial”[63].
No es un asunto sencillo definir los límites de la justificación interna y la justificación externa de las decisiones, más aún, si ello pone en evidencia cierto disenso respecto de la definición del derecho, al margen de que sobre esto, exista o no plena consciencia entre los juzgadores. Por lo tanto, parece inevitable que desde ambas posiciones se produzcan respuestas diversas y contradictorias: una retracción hacia el formalismo, pues ante la incertidumbre o la dificultad el intérprete puede sentirse más seguro y cómodo moviéndose en el terreno de las coordenadas escritas (lo que tampoco implica una posición unívoca) o, por otro lado, la misma ambigüedad del escenario puede propiciar una apertura hacia la decisión del intérprete basada en su puro arbitrio.
Una observación detenida del cuadro anterior permite advertir que, sin embargo, la discrecionalidad siempre es un dato presente en el ordenamiento, pues en todos los casos se decide sobre la base de un procedimiento controlado por quien ejerce las veces de juzgador. El fundamento de esta afirmación, es que las disposiciones no admiten una aplicación mecánica, pues están sujetas a un proceso de permanente adscripción de significados, en función de los casos concretos. Esta sería la discrecionalidad, por llamarla de un modo coloquial, aceptable o débil en los términos de Dworkin(64)[64], pues ella reconoce la realidad del proceso cognoscitivo de toda decisión.
Pero al mismo tiempo, como parte del esquema previo, se tiene a la vista el caso de los vacíos legislativos, que es donde se abre un espacio mayor de discrecionalidad, hecho que también se manifiesta como producto del carácter abierto de los supuestos normativos que el CNM debe controlar, concretamente: la “idoneidad” y la “conducta” propia de la función jurisdiccional. Desde la ausencia de disposiciones escritas, pasando por la necesidad de interpretar principios para derivar normas hacia el caso concreto, e incluso arribando a la posibilidad de crear principios, la capacidad discrecional de la autoridad que debe decidir en el caso se hace más intensa. Es por ello que este tipo de discrecionalidad fuerte, debe ser objeto de un control más exhaustivo, pues su amplitud conspira con la posibilidad de que las decisiones provengan únicamente del criterio de quien la toma[65], -de la pura arbitrariedad- abriendo una brecha, por cierto, inaceptable con la lógica de un estado constitucional, pues ello implicaría la ruptura del principio democrático de gobierno[66].
c) El significado de la discrecionalidad del CNM y su posición institucional
Esta capacidad discrecional del CNM se explica en la concepción del Estado Constitucional, cuya presencia en la actualidad es el resultado articulado de una diversidad de órganos que desarrollan actividades o competencias, sin las cuales no es posible la vida institucional. No existe en esta realidad, una relación mecánica y recíproca entre la división de poderes del Estado y las funciones, porque éstas son distribuidas del modo más diverso, entre órganos diversos con competencias específicas, con el fin de lograr un equilibrio coordinado y armónico que asegure la subsistencia del ordenamiento.
Por esta razón, la competencia del CNM, reservada para resguardar la independencia judicial, así como el mecanismo de incorporación –además del tipo de formación profesional- de sus integrantes, impiden asimilarlo al carácter de una típica entidad administrativa en los términos de la clásica tripartición de poderes, de la cual se suele derivar igualmente una división de funciones cuyo carácter estático, impide definir la diversidad institucional que está en la base del Estado Constitucional.
No se trata objetivamente de una institución dependiente del ejecutivo ni sus miembros forman parte de la carrera pública, más allá de que algunas de sus principales decisiones tengan un carácter típicamente administrativo. Pero de otro lado, presenta también un escenario donde se debe discernir y emitir juicios en derecho, para tutelar por mandato Constitucional, el principio de la independencia judicial. En este ámbito, como se ha visto, sus decisiones no son susceptibles de revisión en sede judicial. Hay pues una dosis de discrecionalidad mayúscula en el desempeño de las funciones del CNM.
La discrecionalidad, como resulta de lo expuesto, es compatible con el derecho e inevitable con la posición de quien toma decisiones como autoridad, en un sistema democrático de organización política[67], siempre que ella forme parte de un modelo decisional, articulado a través de un proceso de justificación y control.
En efecto, si bien es posible reconocer que la justificación está sometida a un conjunto de sujeciones que pueden ser aprehendidas por un sistema de reglas específicas y racionales, éstas siempre serán objeto de un proceso de valoración y discernimiento. Por lo tanto, mientras más amplio es el poder de disposición y discrecionalidad –como ocurre con las ratificaciones del CNM-, mayor debe ser su control y autocontrol, para que las opciones o valoraciones “sean conscientes, explícitas e informadas, en lugar de acríticas, enmascaradas o en cualquier otra forma arbitrarias”[68], como condición primaria de la validez y consistencia del discurso jurídico[69]. Quizás, consciente de esta circunstancia el juzgador tendrá que verse obligado a desarrollar la mejor y más coherente justificación con el fin de satisfacer las exigencias que derivan del ordenamiento legal y constitucional frente al caso concreto.
Pues bien, como se ha dicho, en el escenario de la ratificación, el CNM debe no sólo discernir y valorar en forma exhaustiva –por su amplitud-, nociones jurídicas tales, como “conducta intachable” e “idoneidad en el desempeño del cargo”, sino que, además, debe tomar decisiones inapelables en sede judicial. No parece posible que el arribo a éstas se produzca sobre la base de la imaginación, de los sentimientos, del parecer basado en las apariencias, o de la suerte, como afirma el Tribunal Constitucional[70]. De hecho, el CNM construye su decisión teniendo a la vista información relativa al desempeño del magistrado, las declaraciones juradas de bienes y rentas y otros datos de carácter personal[71]. Por todo ello, la denominada “pérdida de confianza”, que es la expresión usada por el CNM –convalidada por el TC- no puede ser otra cosa que un resultado cognoscitivo orientado a imputar responsabilidades, esto es, incumplimiento de los deberes de función u otro tipo de situaciones que, en resguardo del principio de independencia judicial, hacen justificable la separación del ejercicio de la función.
El proceso a través del cual se produce el itinerario que concluye con la decisión final, sin embargo, pierde todo significado, en otras palabras, se evapora, cuando no aparecen expuestas las razones que vinculan los datos fácticos, los supuestos normativos derivados, la valoración efectuada y la decisión final. Ésta última, se convierte, en realidad, en un evento aislado y secreto[72], deja de ser discrecional y surge como ejercicio irracional, puramente arbitrario del poder.
La falta de justificación configura, por ello, un escenario unidimensional, donde el destinatario de la decisión deja ser un sujeto, para convertirse en un simple objeto de aprehensión[73], con el consecuente impacto que esto genera en el ámbito de los principios y derechos fundamentales. Y la obediencia, como parece obvio, deviene como resultado de la carencia absoluta de libertad para contestar la decisión, por la incertidumbre de la que ésta surge.
En este punto, la imposibilidad de verificar el sentido que adquieren las reglas que delimitan el funcionamiento de los mecanismos de control del sistema – cubierto, por ejemplo, por el debido proceso(74)[74]-, según el propio Tribunal Constitucional lo ha reconocido en otros casos[75], así como la falta de información acerca del discernimiento de los derechos y libertades en los casos concretos, restan legitimidad a las decisiones públicas sobre derechos, en tanto fuente de estabilidad social, e impiden la identificación de la ciudadanía con el sistema legal y la democracia como un todo,[76] pues nadie se identifica con lo que no conoce. Y como parece evidente, una decisión basada en el secreto se sitúa al margen del control institucional. Sin razones que justifiquen la decisión, no hay fuente a la que se pueda remitir el juicio de un órgano contralor.
Es verdad que existen espacios institucionales en los que se decide sobre bienes constitucionales sin que el órgano competente esté obligado a justificar en derecho. Al respecto, la sentencia del TC (Fundamento 20) menciona dos casos en un débil ejercicio demostrativo (impregnado de un enfoque formalista), pues pasa por alto la relación existente entre la justificación y el escenario institucional en el que ésta se desarrolla. En esa línea, el TC equipara el proceso de ratificación al caso de los funcionarios públicos nombrados por el congreso y a las decisiones de los jurados.
Los parlamentarios, según cualquier enfoque democrático, deciden porque están legitimados por su elección y la argumentación en que sostienen su discurso, es ante todo política. Incluso, más allá de las formas, la textura de las decisiones que se gestan en este tipo de escenario, depende del valor epistémico que de ellas se derive, es decir, que ellas provean razones para creer que a su vez existen razones para actuar o decidir[77]. Esto varía, por cierto, de acuerdo al grado de incorporación social que se logra en el proceso de discusión pública. Y de ello depende la calidad e intensidad democrática de la decisión.
La confusión puede surgir cuando se compara el caso del nombramiento de los funcionarios públicos o de confianza con el proceso de ratificación[78]. En el primero de los supuestos, las decisiones son un resultado político, que supone, inevitablemente, la necesidad de argumentar para persuadir y arribar a acuerdos en función de estrategias de poder; la ratificación, en cambio, es un proceso de discernimiento que, sobre la base de consideraciones fácticas, jurídicas y valorativas, imputa una responsabilidad que hace justificable la separación del magistrado. No corresponde a este escenario el ejercicio de una función de escrutinio político, es decir, de cálculo en función de estrategias políticas o utilitarias. Es más bien un espacio de desarrollo cognoscitivo para optimizar el principio de la independencia judicial, que, sin embargo, pierde legitimidad porque oculta todas las razones que harían justificable la decisión final.
Nada de esto es contrastable tampoco, con lo que ocurre en el ámbito de los jurados. Como cuestión básica, estos responden en su calidad de ciudadanos, es decir, en función de sus convicciones personales y no en función del derecho; su pronunciamiento, por ello, se basa únicamente en la apreciación de los hechos. El proceso de deliberación que articula su decisión se legitima en el valor de la participación y responsabilidad ciudadana, en la ética pública de la que sus propias convicciones forma parte en un sentido positivo o negativo. Sin embargo, aún en este caso, la decisión proviene como consecuencia de un proceso complejo y pletórico de razones argumentativas sólo respecto de los hechos. Y la posición del juez está destinada a conducir el debate, marcando las reglas del proceso y establecer la graduación de la sanción cuando ésta tenga lugar. No se trata, por tanto, de una realidad contrastable con la verificada en los procesos de ratificación a cargo del CNM.
Por todo lo señalado, cuando el derecho -premunido de un sentido unidimensional- se muestra como un instrumento que afirma la incongruencia[79], al juez ordinario, sin embargo, le será posible conectar sus poderes interpretativos con el propósito de organizar el escenario institucional y propiciar su coherencia. La interpretación unitaria del texto constitucional, tiene como base esta premisa y se abre al sistema de principios en busca de razonabilidad.
En consecuencia el punto de quiebre de la discrecionalidad, guarda relación con la ausencia de razones, es decir, con la falta de transparencia –y coherencia- del órgano que emite la decisión. En cualquier caso, esto tendrá mayor gravedad si por el carácter abierto de las disposiciones relativas a la ratificación, se requiere algo más que una exposición que vincule los hechos con las normas, pues resulta evidente la dosis valorativa que está en el fondo de la decisión.
Sancionar la invalidez de esta decisión es un resultado que se produce por el valor unificador, que adquiere la interpretación constitucional y por el sentido político -de directriz-, al que hace referencia la interpretación de los derechos fundamentales[80], que remite a los principios generales del sistema internacional de derechos humanos[81], como mecanismo de razonabilidad, es decir, de autocontrol del derecho al interior del Estado Constitucional contra los excesos del formalismo[82].
En suma, la discrecionalidad es aceptable en derecho hasta cuando el órgano que decide, es capaz de demostrar que su decisión se justifica con las reglas y principios del sistema. Más allá de ese límite, dinámico y versátil, pero identificable en el caso concreto, no será posible predicar razonabilidad ni probablemente juricidad -sino en un sentido aparente y formal- compatibles con los principios del Estado constitucional
6. CONTRADICCIONES E INCERTEZAS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL: EL JUEZ EN LA PENUMBRA
Según lo previsto por el artículo 154° inciso 2), al Magistrado no ratificado se le impide reingresar a la función. Esta es la consecuencia jurídica adicional y final que se deriva de la aplicación de este mecanismo. Sin embargo, llegado a este punto, el Tribunal Constitucional da marcha atrás, en pos de cautelar la coherencia formal de su discurso. Y de inmediato se desliza en una espiral ya preanunciada que de modo consciente e inevitable usa el derecho como instrumento para invisibilizar la realidad.
Como se ha dicho antes, para el Tribunal, la falta de ratificación, no constituye una sanción, sino únicamente la pérdida de “confianza” para continuar en el ejercicio de la función judicial. Sin embargo, como la prohibición del reingreso no puede ser sino, leída como una sanción, entonces, se ve obligado a “reajustar” su perspectiva inicial.
Para lograr esto, el TC intenta retomar la vía de la “razonabilidad”. A contracorriente de lo hecho anteriormente, busca interpretar la Constitución en forma unitaria, y afirma que la imposibilidad de reingresar a la función judicial, es incongruente con el ordinal “d”, inciso 24) del artículo 2° de la Constitución que dispone: “Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible; ni sancionado con pena no prevista en la ley”. Sin embargo, este es uno de los arribos más frágiles y contradictorios de la sentencia del TC.
Todo lo que el Tribunal tiene entre manos es un enunciado: la ratificación como un acto de confianza. Y nada es posible derivar de esta perspectiva, pues como ha sido demostrado, no corresponde a la realidad. Sin embargo, el Tribunal la usa como petición de principio. Es esta la premisa -más bien falacia-, que, luego le permite negar la prohibición del reingreso, pues ella se equipara a una sanción, que, desde su modo de ver las cosas, no existiría, pues, como sostiene, en la ratificación no hay falta que imputar.
En síntesis, el TC busca desvanecer la prohibición del reingreso, a través de una estrategia aparentemente sistemática, pero en realidad sumergida en una interpretación literalista, que no valora la motivación, y que, basada en una comprensión anacrónica del derecho, concede a la voluntad del legislador, la autoridad para preconstituir el mismo y proyectarlo por encima del tiempo histórico.
La red tejida por el TC, a través de su sentencia, termina por enredarlo. Y la exhortación al legislativo para que “defina mejor los contornos de esta institución”[83] es, finalmente, una fuerte evidencia de la consciente debilidad de su estrategia interpretativa que, buscando mantener la serenidad en medio de un naufragio anunciado, terminará por ahogar la posición del juez en el sistema institucional.
Reflexión final
La función jurisdiccional es la instancia del ordenamiento, destinada a garantizar los derechos ciudadanos. Nada más gráfico para afirmar que el poder de ahí derivado, esto es, discernir y decidir sobre el sentido que adquieren los derechos y libertades públicas, es una característica inherente a la función jurisdiccional, incomparable con la actividad de cualquier otro funcionario público. Y en este punto es donde converge el argumento que justifica el control sobre el ejercicio de la función jurisdiccional, en un Estado Constitucional.
En otras palabras, el valor institucional que adquiere la función de los jueces, exige las mayores garantías del sistema para su ejercicio y a la vez, los mayores márgenes posibles de control social y sistémico sobre su labor[84]. Esta doble exigencia del control sobre la actividad judicial, busca garantizar el desarrollo de los derechos y libertades ciudadanas, así como los principios del sistema constitucional.
Por esta razón, los procedimientos previstos para este control, deben estar siempre premunidos de los mismos valores que se pretende cautelar. En otras palabras, transparencia y razonabilidad como base de su estructura, escrupulosamente ordenados en un marco de garantías constitucionales.
Sin embargo, nada de lo dicho forma parte del discurso que está en la base de la ratificación a lo largo de la historia republicana. En la realidad, ésta se presenta como un instrumento más preciso de subordinación y resulta, por ello, incompatible, en los hechos, con la idea de un juez independiente. Sin embargo, si por algún momento, asomó su perfil en el discurso implícito del TC, éste no pasó de ser un destello simbólico.
Pero de otro lado, el juez emblemático, capaz de controlar los actos del CNM, habilitado en su posición, para vincular sus decisiones directamente a la Constitución Política, tampoco estuvo presente en el despacho judicial que tuvo a su cargo el proceso de amparo del que deriva la decisión del TC. Es difícil saber si la carga procesal lo mantuvo completamente ocupado, o si quizás, se encontraba en la Academia de la Magistratura, asistiendo “diligentemente” a su “curso de razonamiento judicial”. Lo cierto es que su presencia imaginaria en la sentencia del TC, responde a una retórica deliberada, como lo ha sido a lo largo de la historia republicana, un reflejo calculado de la agenda política.
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[1] Profesor de Filosofía del Derecho e Introducción a las Ciencias Jurídicas y Coordinador de la Maestría en Derecho con mención en Política Jurisdiccional de la PUCP.
[2] El artículo 152° la Carta Política de 1920 establece: “La carrera judicial será determinada por una ley que fije las condiciones de los ascensos. Los nombramientos judiciales de Primera y Segunda Instancia serán ratificados por la Corte Suprema cada cinco años”. Nótese que ya la denominada Comisión Villarán, encargada de preparar el anteproyecto de Constitución se había mostrado opuesta al sistema de ratificaciones periódicas. Así lo recuerda Domingo García Rada cuando advierte: “se objeta esta institución por cuanto autoriza el juzgamiento de los jueces, sin oírlos, negándose así a los magistrados una garantía que es consustancial a todo proceso y de la cual gozan hasta los criminales convictos y confesos” En: GARCÍA RADA, Domingo, BUSTAMANTE y RIVERO, José Luis. “El poder judicial en el siglo XX” – “El proyecto de reforma del Poder Judicial”. Separata del Libro Visión del Perú en el Siglo XX, Lima, 1963, pp. 91-92. Se explica mejor este escenario cuando se tiene presente que la Constitución de 1920, es un resultado del golpe de Estado del 4 de julio de 1919, contra el gobierno del presidente José Pardo y Barreda, por Augusto Bernardino Leguía. Su elaboración en la Asamblea Nacional resultó una imposición del leguiísmo. Se trata de una Constitución que la propia mayoría gubernamental vulneró en forma permanente, convirtiéndola estrictamente en un instrumento destinado a legitimar el sistema político. En esa dirección, aunque en un tono sutil, Basadre ha dicho que la Carta Política de 1920, pese a su contenido normativo, no alteró la realidad tradicional de la vida peruana. Ver: BASADRE, Jörge. Historia de la República del Perú 1822- 1933. Tomo XIII, Sexta Edición aumentada y corregida. Lima: Editorial Universitaria, 1968, p.43.
[3] El texto del artículo 224 ° de la Constitución de 1933, señala: “Los nombramientos de los Vocales y Fiscales de las Cortes Superiores y de los Jueces y Agentes Fiscales, serán ratificados por la Corte Suprema en el tiempo y en la forma que determine la ley. La no ratificación no constituye pena, ni priva del derecho a los goces adquiridos conforme a la ley; pero sí impide el reingreso en el servicio judicial”. Aunque tuvo consensos importantes en su interior, la Constitución de 1933, fue elaborada por el Congreso Constituyente de 1931 bajo una situación de escisión nacional y polarización política, con declaración de emergencia y persecución a un partido acusado de conspirar, al extremo que se incorporó una norma constitucional contra la presencia de partidos de organización internacional. En cuanto a su vigencia, fue predominantemente nominal. El propio Congreso Constituyente resquebrajó su obra el mismo año de 1933 al elegir Presidente de la República a un inelegible como Benavides y luego al anular inconstitucionalmente las elecciones de 1936 y entregar poderes dictatoriales a Benavides hasta 1939. Esa situación de "guerra civil" determinó que la Constitución estuviese suspendida en grandes tramos y sólo dejase escasos intervalos normativos, durante los gobiernos de Bustamante (1945-48), Manuel Prado (1956-62) y Belaunde (1963-68);
[4] Esto no tendría nada de extraño, pues como se muestra en la historia, la organización burocrática de la carrera judicial ha servido, en ejemplos representativos, para convalidar la presencia de regímenes dictatoriales. En América Latina, Chile es el caso más vigente. Véase Peña, Carlos «Sobre la carrera judicial y el sistema de nombramientos». Revista de la Academia de la Magistratura, n.° 1, Lima, enero 1998. Véase también CORREA SUTIL, Jörge, “Cenicienta se queda en la fiesta. El Poder Judicial chileno en la década de los 90”. En: El modelo chileno. Democracia y desarrollo en los noventa. Paul Drake – Iván Jaksic (compiladores). Santiago de Chile: LOM Ediciones, Colección sin norte, 1999, pp. 281-315.
[5] Citado por BASADRE, Jörge. Historia de la República del Perú 1822- 1933. Tomo XIV, Sexta Edición aumentada y corregida. Lima: Editorial Universitaria, 1968, p.16.
[6] Loc. cit.
[7] Esta decisión fue materializada a través del Decreto Ley N° 6875 de 4 de septiembre de 1930.
[8] «La actuación y calidades de los Vocales y Fiscales de las Cortes Superiores y las de los Jueces de Primera Instancia y Agentes Fiscales, serán objeto de revisión cada cinco años, por la Corte Suprema, la cual actuando como Jurado y previas las indagaciones que estime convenientes, podrá separar definitivamente del servicio a aquellos que estime que no deben continuar en él. La separación el cargo no constituye pena ni priva del derecho a los goces adquiridos conforme a ley, pero sí impide el reingreso en el servicio judicial. La Corte Suprema se ajustará, en cuanto al modo y forma de ejercer la facultad que se le confiere, a las disposiciones de la presente ley y al Reglamento que ella dicte».
[9] Asimismo, se creó el Consejo Nacional de Justicia, compuesto de ocho miembros designados por dos años improrrogables, con competencia para la elección de los magistrados del Poder Judicial en toda la República. La composición del Consejo Nacional de Justicia fue la siguiente: dos delegados del Poder Ejecutivo, dos del Poder Legislativo, dos del Poder judicial, uno de la Federación Nacional de Colegios de Abogados, uno del Colegio de Abogados de Lima y uno por cada programa académico de Derecho de las dos universidades nacionales más antiguas. Para ser delegado ante el Consejo Nacional de Justicia se requería tener nacionalidad peruana por nacimiento, título de abogado y ejercicio profesional no menor de 20 años.
[10] Con motivo de la reorganización integral del Poder Judicial dispuesta por el Decreto Ley N.° 25418, de 6 de abril de 1992, Ley de Bases del Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional, se dispuso el cese de un gran número de magistrados. Decretos Leyes N.° 25423, 25437, 25442, 25446, 25492, 25529 y 26118 actualmente derogados.
[11] Como consecuencia de los ceses impuestos se hizo necesaria la recomposición del Poder Judicial. Mientras se aprobaba el proyecto de Constitución Política por el Congreso Constituyente Democrático y se sometía luego a referéndum, se arribó a un acuerdo político para el establecimiento de un Jurado de Honor de la Magistratura, que estuvo conformado por cinco juristas —designados por el Congreso Constituyente Democrático— y que se instaló el 26 de marzo de 1993. Durante su funcionamiento (que concluyó con la promulgación de la Constitución Política de 1993), dicho Jurado estuvo dedicado, principalmente, a la designación de los magistrados de la Corte Suprema, para lo cual resolvió las solicitudes de reincorporación de los magistrados supremos cesados y evaluó el desempeño de los vocales supremos provisionales. Sin perjuicio de ello, también pudo efectuar la selección y designación de algunos magistrados del distrito judicial de Lima. Sobre el particular, véase a Eguiguren, «Selección y formación de magistrados en el Perú…», pp. 27-28. Asimismo, Rubio Correa, Marcial. Quítate la venda para mirarme mejor. La reforma judicial en el Perú. Lima: Desco, 1999, p. 174.
[12] La Constitución Política de 1993 entró en vigencia el día 31 de diciembre de 1993, tras ser promulgada el día 29 y publicada en el diario oficial El Peruano el día 30 del mismo mes y año. Por consiguiente, el plazo de 7 años para la ratificación se cumplió el 31 de diciembre de 2000. Ello permitió que el Consejo Nacional de la Magistratura aprobara, mediante Resolución N.° 033-2000-CNM, un primer Reglamento de Evaluación y Ratificación de Jueces del Poder Judicial y Fiscales del Ministerio Público, el cual quedó sin efecto por mandato de la Resolución N.° 043-2000-CNM. De acuerdo al reglamento de esta última, el proceso de ratificación comprendió, inclusive, a los jueces que presentaron su renuncia al cargo hasta 30 días después de la fecha programada para su inicio, pero no alcanzaría a los jueces nombrados con posterioridad a la fecha de entrada en vigencia de la Constitución Política de 1993, los que serán ratificados en el momento en que cumplan 7 años como titulares en el cargo.
[13] Al respecto ver: GUASTINI, Riccardo. Dalle Fonti alle norme. Ob. Cit., pp. 16-18. En el mismo sentido ZAGREBELSKY, Gustavo. “Le decisione delle questione di legitimità sulle leggi”. En: La Regola del Caso. Ob. Cit. p. 432.
[14] ZAGREBELSKY, Gustavo. El derecho dúctil. Ob. Cit., pp. 39-41
[15] SILVESTRI, Gaetano. Giustizia e Giudici nel sistema constituzionale. Torino: Giappichelli Editore, 1997. pp. 20-21.
[16] Ib., p. 21
[17] De este modo la teoría de la división de poderes aparece como “ el principio ordenador de las relaciones entre una pluralidad de unidades sistémicas entre las cuales son diversamente distribuidas las tres funciones fundamentales del ordenamiento (legislación, actuación y control)”. En SILVESTRI. Gaetano, ob. Cit. p. 63.
[18] Ib. p. 183.
[19] Al respecto, se recuerda que ya en 1995, una Sentencia de la Corte Constitucional italiana había admitido como legítima la previsión de impugnabilidad de las decisiones administrativas del CSM ante el juez administrativo y ante la Corte de Casación de las decisiones disciplinarias. La Corte expresa que la sujeción al control jurisdiccional implica sujeción a la ejecución coactiva de las resoluciones jurisdiccionales, sin que pueda invocarse la naturaleza particular del órgano (en este caso del CSM). En este sentido, la Corte ha sostenido, más aún, que “debe entenderse como algo intrínseco de la misma función jurisdiccional, tanto como de la imprescindible exigencia de credibilidad ligada a su ejercicio, el poder de imponer también coactivamente en caso de necesidad, el respeto de lo estatuido en la resolución y, por tanto, en definitiva, el respeto de la ley misma”. Sentencia del 8 de setiembre de 1995 n° 419, in Giurisprudenza Costitutizonale, con nota de M. Branca, Sull’ esecuzione delle pronunce del giudice amministrativo, ivi, p. 3171 ss. Citado por SILVESTRI. Gaetano, Ob. Cit. pp. 181-182.
[20] En este caso el Tribunal, se pronunció declarando fundado el amparo al no haber transcurrido el plazo que debe mediar, como condición del proceso de ratificación al que fue sometido el afectado.
[21] Así está reconocido por diversos instrumentos internacionales que comprometen al Estado peruano, entre ellos, el la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 8° ). En sentido semejante, la Opinión Consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (O/C-9/87) al referirse a los artículos 25.1, 25 y 8.1 de la Convención (casos Velásquez Rodríguez, Fiaren Garbi y Solis Corrales y Godínez Cruz, Excepciones Preliminares, Sentencias del 26 de junio de 1987, párrafos 90 y 92 respectivamente. Citada por la propia Sentencia del Tribunal Constitucional (Fundamentos 1,2,3 y 4).
[22] Al respecto, véase: SUNSTEIN, Cass R. Legal reasoning and political conflict. New York: Oxford University Press, 1998, pp. 4-6. En el mismo sentido ZAGREBELSKY, Gustavo. La giustizia costituzionale. Bologna: 1977, p. 505.
[23] ZAGREBELSKY, Gustavo. El derecho dúctil. Ob. Cit., pp. 39-41
[24] Se asume la perspectiva propuesta por el profesor Roberto Romboli, con una variante, la que proviene de la inaplicación directa (control difuso), por lo demás, no prevista en el ordenamiento constitucional italiano que sirve de referencia al citado jurista. Actualizado, así, el esquema, responde a la estructura que explica el tipo de relación entre el juez ordinario y la interpretación de la Constitución en el caso peruano. En: ROMBOLI, Roberto. “L’applicazione della costituzione da parte del giudice comune”. En: Ordinamento Giudiziario e forense. Ob. Cit. p. 258.
[25] SILVESTRI, Gaetano. Ob. Cit., p. 62.
[26] ZAGREBELSKY, Gustavo. El Derecho dúctil. Ob. Cit. p. 152.
[27] LUTHER, Jörg. “Ragionevolezza (delle leggi). En: Digesto delle Discipline Pubblicistiche. Vol XII, Torino: UTET, 1997, p. 347. Anótese que “La constitución como proceso de integración vive por la prudencia de todos sus órganos. Por lo tanto el derecho constitucional prescribe razonabilidad a todos los sujetos públicos y codifica un mínimo de ética civil y política.”.
[28] GUASTINI, Riccardo. Dalle Fonti alle Norme. Ob. Cit. pp 15-16
[29] ZAGREBELSKY, Gustavo. “Le decisione delle questione di legitimità costituzionale sulle leggi”. Ob. Cit. p.432.
[30] ROMBOLI, Roberto. “L’applicazione della costituzione da parte del giudice comune”, ob. Cit. p. 261.
[31] Ib., pp. 262-263.
[32] ZAGREBELSKY, Gustavo. El derecho dúctil. Ob. Cit., p. 118.
[33] ROMBOLI, Roberto. “L’applicazione della costituzione da parte del giudice comune”, ob. Cit. pp. 264-265.
[34] Como observa ZAGREBELSKY, en presencia de textos constitucionales como los actuales, ricos, por lo demás, en principios, la valoración judicial restringida al derecho positivo puede terminar devaluada sino evaporada. Por ello, las prácticas jurisprudenciales deben estar premunidas de responsabilidad, en este sentido, para no encerrar el razonamiento jurídico en los textos legales, como quizás se pensaba razonable cuando el derecho aparecía elaborado prevalentemente por reglas. “Quizás porque estamos aquí en el límite, donde el ordenamiento jurídico no se puede fundar sobre sí mismo, sino que resulta tributario respecto de los ámbitos de la experiencia humana, dentro de los cuales se encuentra inserto y de los cuales resulta, al fin, condicionado”. En ZAGREBELSKY, Gustavo. “Su tre aspetti della ragionevolezza”. En: Il Principio di ragionevolezza nella giurisprudenza della Corte Costituzionale. Riferimenti Comparatistici. Atti del Seminario svoltosi in Roma Palazzo della Consulta, nei giorni 13 e 14 ottobre 1992. Milano: Dott. A. Giuffrè Editore, 1994, pp. 190-191.
[35] ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002, p. 432.
[36] ROMBOLI, Roberto. “L’applicazione della costituzione da parte del giudice comune”, ob. Cit. pp. 264-265.
[37] Artículo 146, tercer párrafo, inciso 3 de la Constitución Política de 1993.
[38] ROMBOLI, Roberto y PANIZZA, Saulle. “Principi Costituzionali relativi all’Ordinamento Giudiziario”. En: Ordinamento Giudiziario e Forense. Ob. Cit. ps. 49-50.
[39] SILVESTRI, Gaetano. Ob. Cit., pp. 208-209. En lo que se refiere al enfoque de este particular tópico en el ámbito del Estado Constitucional, el mismo autor sostiene que “el respeto de la deontología profesional del juez corresponde a un interés público que sobrepasa, por lo tanto, la barrera del orden interno del cuerpo de magistrados, pues hace referencia inmediata a la esfera de relevancia pública o comunitaria de la solicitud y de la aplicación de la sanción al magistrado”.
[40] ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. Ob. Cit, pp. 272
[41] Ib., pp. 272-273.
[42] Ib. pp. 268-269.
[43] SILVESTRI, Gaetano., Ob. Cit. p. 208.
[44] No en vano la estabilidad laboral absoluta del juez se adquiere a partir del nombramiento, sin que exista periodo de prueba: Artículo 24 literal b) del Decreto Legislativo N.° 276, Ley de Bases para la Carrera Administrativa y de Remuneraciones del Sector Público, en consonancia con el artículo 34 del Decreto Supremo N.° 005-90-PCM, Reglamento de la Carrera Administrativa, aplicables supletoriamente al régimen de la magistratura.
[45] Como acertadamente advierte Rogelio Pérez Perdomo, existen un conjunto de comportamientos identificables en la esfera deontológica del juez, que no guarda relación necesaria con el problema de la independencia. Situaciones que atañen más bien al ámbito personal y ético del sujeto, en cuanto tal, es decir, su responsabilidad. Sin embargo, esta misma dificultad hace indispensable la valoración efectiva y razonada por la autoridad competente desde el punto de vista constitucional, para verificar en cada caso el vínculo necesario entre el ejercicio el comportamiento de que se trate y el derecho a permanecer en el cargo. Ver: PÉREZ PERDOMO, Rogelio. “Independencia y responsabilidad de los jueces”. Ponencia preparada para la reunión: Comprehensive Legal and Judicial Development: Toward an Agenda for a Just an Equitable Society in the 21st Century. Banco Mundial. Washington, 5-7 de junio, 2000.
[46] Esta es la expresión usada por la sentencia del TC al afirmar que se trata de un límite de “carácter temporal, en razón de que el derecho de permanecer en el servicio no es cronológicamente infinito o hasta que se cumpla una determinada edad, sino que está prefijado en el tiempo” (Fundamento 10).
[47] ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. Ob. Cit, pp. 91-92.
[48] LUTHER, Jörg. Ob. cit, p. 347.
[49] Loc. Cit.
[50] En BALDASARRE, A. Fonti Normative, legalità e legittimità della ragionevolezza. Citado por LUTHER, Jörg. Ob. Cit. p. 347.
[51] Véase: FRIEDMAN, Lawrence. The Legal System. A Social Science Perspective, New York: Russell Sage Foundation, 1975, p. 4 y sgtes.
[52] No es sostenible, por ello, afirmar que se ha “constitucionalizado la no motivación”, como parece ser la creencia del CNM, asumida en esos términos –y convalidada- por la sentencia del TC (fundamento 20).
[53] Sobre el particular, véase: NINO, Carlos Santiago. La Constitución de la democracia deliberativa. Barcelona: Editorial Gedisa, 1997, pp. 292-293.
[54] SUNSTEIN, Cass. Ob. cit., pp.4-5.
[55] A modo de ilustración “El Tribunal Constitucional Federal [alemán] ha formulado reiteradamente la tesis de que ‘la génesis no puede tener una importancia decisiva para la interpretación de las diferentes disposiciones de la Ley Fundamental’ ”. En el mejor de los escenarios, la interpretación histórica servirá únicamente como un argumento, pero no para seguirlo, pues para ello deberán formularse igualmente razones justificantes. ALEXY, Robert. Ob. Cit., p. 535.
[56] Los Principios definidos como mandatos de optimización, “se caracterizan por el hecho que pueden ser cumplidos en diferente grado y que la medida de su cumplimiento no sólo depende de las posibilidades reales sino también de las jurídicas. A su vez el ámbito de las posibilidades jurídicas está determinado por los principios y reglas opuestos“. Ver ALEXY, Op. Cit., p. 86.
[57] BARAK, Aharon. La discrezionalità del giudice. Milano: Doot. A. Giuffrè Editore, 1995, pp. 16-17.
[58] TARUFFO, Michelle. Il vertice ambiguo. Saggi sulla cassazione civile. Bologna: Il Mulino, 1991, p. 136.
[59] Ib., pp. 138-139.
[60] GUASTINI, Riccardo. Dalle Fonti alle norme. Ob. Cit., p.94. De otra parte, la justificación en estos casos se convierte en condición de racionalidad y validez de la sentencia judicial. En: TARUFFO, Michele. “La giustificazione delle decisione fondate su standars”. En: La Regola del Caso. Materiali sul ragionamento giuridico. A cura di Mario Bessone e Ricardo Guastini, Padova: CEDAM, 1995.
[61] Ib, pp. 529-530.
[62] La interpretación puede ser asumida como un juego estratégico de posiciones, muchas veces controvertidas, en pos de arribar a un fin. Es debido a este cuadro variable y heterogéneo que se precisa la justificación, es decir, en razón del fin que se persigue. Ver: MONATERI, Pier Giuseppe. “Correct our watches by the public clocks. La assenza di fondamento dell’interpretazione del diritto”. En: Diritto, Giustizia e Interpretazione. Anuario Filosófico Europeo. A cura di Jacques Derrida e Gianni Vattimo. Roma-Bari: Biblioteca di Cultura Moderna Laterza, 1998, p. 206.
[63] En esa dirección se ha sostenido, por ejemplo, que la Corte de justicia es “una institución encargada del desarrollo y aplicación de los principios fundamentales de la sociedad y su función constitucional, por lo tanto, es definir valores y proclamar principios”. En: ELY, John H. Democracia y desconfianza: una teoría del control constitucional. Santafé de Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Magdalena Holguín (trad.), 1997, p. 64.
[64] DWORKIN, Ronald. Los derechos en serio. Barcelona: Ariel, 1984, p. 84.
[65] Ib., p. 150.
[66] Profundamente contradictoria con el principio de la teoría democrática, por su falta de legitimidad. La posibilidad de crear un derecho, ex post, podría situar a esta postura en un plano en el que los derechos pueden ser “inventados”, en el sentido más puro de la expresión, por la voluntad de los jueces. Véase: ELY, John H. Democracia y desconfianza: una teoría del control constitucional. Ob. Cit., p. 63 y sgtes.
[67] DWORKIN, Ronald. Ob. Cit., p. 84.
[68] FERRAJOLI, Luigi. Diritto e Ragione. Teoria del garantismo penale. Bari: Laterza, seconda edizione riveduta. 1990, p. 156. Es esta la perspectiva que pone en cuestión, en los términos del propio autor, la idea de un tipo de “neutralidad perfecta” del juez y del propio jurista, formulada por la ciertos sectores de la cultura jurídica. Por cuanto, en la actuación de sus opciones , el juez no es neutral, si por neutralidad no se entiende únicamente su honestidad intelectual y su desinterés personal respecto del caso concreto, dejando de lado los componentes valorativos y políticos de las opciones, en busca de una ilusoria objetividad de los juicios de valor. De todas formas, esta perspectiva no hará sino favorecer la irresponsabilidad política y moral del juez. Ob. Cit., pp. 156-157.
[69] ALEXY, Robert. Ob. Cit., p. 530.
[70] Curiosamente, para el Tribunal Constitucional, este parece ser el mecanismo que sustenta válidamente la decisión del CNM. Se afirma, al respecto, que: “culminados los siete años, el derecho de permanecer en el cargo se relativiza, pues a lo sumo, el magistrado o miembro del Ministerio Público sólo tiene el derecho expectativo de poder continuar en el ejercicio del cargo, siempre que logre sortear satisfactoriamente el proceso de ratificación. (Fundamento 11). Pero como puede colegirse de las propias palabras del TC, en realidad, el magistrado no tiene derecho a nada, pues nada hay jurídicamente que se pueda exigir de un “derecho expectativo”, es ésta, en todo caso, una expresión coloquial, sin valor en el ámbito jurídico, coherente sin duda con la idea de someter no a un juicio, sino a una especie de lotería, el derecho a permanecer en el cargo.
[71] Así está previsto en su Reglamento aprobado por Resolución N.° 043-2000-CNM.
[72] Ello se desprende nítidamente del artículo decimotercero del Reglamento aprobado por Resolución N.° 043-2000-CNM. «La votación de la ratificación se hará en secreto, por el sistema de papeleta a que se contrae el inciso c) del artículo 13° del Reglamento de Sesiones del Pleno del Consejo, a cuyo efecto, los señores Consejeros serán provistos de cédulas previamente impresas del mismo color y dimensión, que contengan unas la palabra “SI” y otras la palabra “NO”, expresando la primera, la ratificación del evaluado y la segunda su no ratificación».
[73] GARCIA VILLEGAS, Mauricio. La eficacia simbólica del derecho. Examen de situaciones colombianas. Ediciones Uniandes, Santafé de Bogota, D.C. Colombia, 1997, p.69.
[74] Como ha sido debidamente advertido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos: “De conformidad con la separación de los poderes públicos que existe en el Estado de Derecho, si bien la función jurisdiccional compete eminentemente al Poder Judicial, otros órganos o autoridades públicas pueden ejercer funciones del mismo tipo. Es decir, que cuando la Convención se refiere al derecho de toda persona a ser oída por un “juez o tribunal competente” para la “determinación de sus derechos”, esta expresión se refiere a cualquier autoridad pública, sea administrativa, legislativa o judicial, que a través de sus resoluciones determine derechos y obligaciones de las personas. Por la razón mencionada, esta Corte considera que cualquier órgano del Estado que ejerza funciones de carácter materialmente jurisdiccional, tiene la obligación de adoptar resoluciones apegadas a las garantías del debido proceso legal en los términos del artículo 8 de la Convención Americana”. CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS. Caso Del Tribunal Constitucional (Aguirre Roca, Rey Terry y Revoredo Marsano Vs. Perú). Sentencia de 31 de enero de 2001. En una argumentación semejante, Marcial Rubio ha dicho que frente a las resoluciones derivadas de las ratificaciones, la Constitución debió señalar que había derecho de defensa y que las resoluciones deben ser motivadas. «Ahora ello solo puede ser aplicado por interpretación ya que, en materia de ratificaciones, el Consejo Nacional de la Magistratura tiene jurisdicción, es decir, que dicta resolución que no puede ser impugnada ante el Poder Judicial [...]. Por tanto, al ejercerse la función jurisdiccional, son aplicables todos los principios y derechos relativos a ella, contenidos en el artículo 139°». En Estudio de la Constitución Política de 1993. Tomo 5, Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 1999, p. 248.
[75] En efecto, confirmando esta posición, el Tribunal Constitucional peruano ha admitido que: “Desde luego, no sólo los principios materiales del derecho sancionador del Estado son aplicables al ámbito del derecho administrativo sancionador y disciplinario. También lo son las garantías adjetivas que en aquél se deben de respetar. En efecto, es doctrina consolidada de este Colegiado que el derecho reconocido en el inciso 3) del artículo 139° de la Constitución no sólo tiene una dimensión, por así decirlo, "judicial", sino que se extiende también a sede "administrativa" y, en general, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos lo ha sostenido, a
“cualquier órgano del Estado que ejerza funciones de carácter materialmente jurisdiccional, (la que) tiene la obligación de adoptar resoluciones apegadas a las garantías del debido proceso legal, en los términos del artículo 8° de la Convención Americana." (Caso Tribunal Constitucional del Perú, párrafo 71).
Y es que, sostiene la Corte Interamericana, en doctrina que hace suya este Tribunal Constitucional:
"si bien el artículo 8° de la Convención Americana se titula ´Garantías Judiciales´, su aplicación no se limita a los recursos judiciales en sentido estricto, sino al conjunto de requisitos que deben observarse en las instancias procesales, a efectos de que las personas puedan defenderse adecuadamente ante cualquier tipo de acto emanado del Estado que pueda afectar sus derechos."(párrafo 69). "(...) Cuando la Convención se refiere al derecho de toda persona a ser oída por un "juez o tribunal competente" para la "determinación de sus derechos", esta expresión se refiere a cualquier autoridad pública, sea administrativa, legislativa o judicial, que a través de sus resoluciones determine derechos y obligaciones de las personas." (Párrafo 71) [La Corte ha insistido en estos postulados en los Casos Baena Ricardo, del 2 de febrero de 2001 (Párrafos 124-127), e Ivcher Bronstein, del 6 de febrero de 2001 (Párrafo 105)].
Entre estos derechos constitucionales, especial relevancia tienen los derechos de defensa y de prohibición de ser sancionado dos veces por el mismo hecho”. EXP. N.° 2050-2002-AA/TC, del 16 días del mes de abril de 2003. (Fundamento 12)
[76] Véase: SUNSTEIN, Cass. R. Ob. Cit., p 6.
[77] NINO, Carlos Santiago. La Constitución de la democracia deliberativa. Op. Cit. p. 188.
[78] La sentencia del TC intenta establecer un tipo analogía entre la ratificación y el nombramiento de funcionarios a cargo del Congreso de la República. Al respecto, afirma: “no todo acto administrativo expedido al amparo de una potestad discrecional, siempre y en todos los casos, debe estar motivado. Así sucede, por ejemplo, con la elección o designación de los funcionarios públicos (Defensores del Pueblo, miembros del Tribunal Constitucional, Presidente y Directores del Banco Central de Reserva, Contralor de la República, pase a retiro de Oficiales Generales y Almirantes de las Fuerzas Armadas, y otros) cuya validez, como es obvio, no depende de que sean motivadas. En idéntica situación se encuentran actualmente las ratificaciones judiciales que, como antes se ha afirmado, cuando se introdujo esta institución en la Constitución de 1993, fue prevista como mecanismo que únicamente, expresara el voto de confianza de la mayoría o de la totalidad de los miembros del Consejo Nacional de la Magistratura acerca de la manera como se había ejercido la función jurisdiccional” (Fundamento 20, segundo párrafo).
[79] Bourdieu, Pierre. «The Force of Law: Toward a Sociology of the Juridical Field». Hastings Law Review, n.° 38, 1987, p. 38.
[80] Sobre el particular, ténganse presentes la Cuarta Disposición Final y Transitoria y, en especial, el artículo 3° de la Constitución de 1993.
[81] Además del artículo 3° y la disposición final cuarta de la Constitución, el propio Tribunal Constitucional, ha reafirmado que: “De conformidad con la IV Disposición Final y Transitoria de la Constitución Política del Estado, los derechos y libertades reconocidos en la Constitución deben interpretarse de conformidad con los tratados internacionales en materia de derechos humanos suscritos por el Estado Peruano. Tal interpretación, conforme con los tratados sobre derechos humanos, contiene, implícitamente, una adhesión a la interpretación que, de los mismos, hayan realizado los órganos supranacionales de protección de los atributos inherentes al ser humano y, en particular, el realizado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, guardián último de los derechos en la Región”. ( EXP. N°. 0217-2002-HC/TC - Fundamento 2, publicada el 20 de septiembre del 2002).
En realidad, se trata de una posición consolidada en la jurisprudencia del propio Tribunal Constitucional: “Esta condición de contenido implícito de un derecho expreso, se debe a que, de acuerdo con la IV Disposición Final y Transitoria de la Constitución, los derechos y libertades fundamentales se aplican e interpretan conforme a los tratados sobre derechos humanos en los que el Estado peruano sea parte” (EXP. N.° 2050-2002-AA/TC del 16 de abril de 2003)
[82] LUTHER, Jörg. Ob. Cit., p. 347
[83] Al respecto, el Tribunal afirma que: “(...), sin perjuicio de exhortar al órgano de la reforma constitucional para que sea éste el que, en ejercicio de sus labores extraordinarias, defina mejor los contornos de la institución, este Colegiado considera que los magistrados no ratificados no están impedidos de postular nuevamente al Poder Judicial o al Ministerio Público”. (EXP. N° 1941-2002-AA/TC)
[84] SILVESTRI, Gaetano. Giustizia e giudici nel sistema costituzionale. Ob. Cit., p. 214.

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