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miércoles, 29 de febrero de 2012

LA NUEVA NORMATIVA ESPAÑOLA SOBRE DERECHOS DE LOS PACIENTES: ACIERTOS Y DESACIERTOS

LA NUEVA NORMATIVA ESPAÑOLA SOBRE DERECHOS DE LOS PACIENTES: ACIERTOS Y DESACIERTOS





SERGIO ROMEO MALANDA(*)


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(*) Investigador de la Cátedra Interuniversitaria Fundación BBVA-Diputación Foral de Bizkaia de Derecho y Genoma Humano. Universidad de Deusto, Universidad del País Vasco/EHU.


CONTENIDO: I. Introducción.- II. La nueva LDP: Principales características y novedades con respecto a la legislación anterior.- A) Aspectos generales.- B) Derecho de información.- C) Características del consentimiento.- D) Voluntades anticipadas.- E) La historia clínica.- III. Excepciones al principio de consentimiento informado.- A) Consideraciones previas.- B) Supuestos de riesgo: salud pública y urgencia vital.- C) ¿Consentimiento por representación?.- D) Personas incapaces de hecho.- E) Incapacitados.- F) Menores de edad.- a. Principio general: valor jurídico del consentimiento prestado por el menor maduro.- b. Conflictos de intereses. Especial referencia a la negativa de un menor de edad a someterse a una transfusión de sangre por motivos religiosos.- c. Límites específicos al consentimiento de los menores de edad en la LDP.- d. Breve referencia a otros límites específicos al consentimiento de los menores de edad en el ámbito biomédico.- IV. Conclusión.

I. INTRODUCCIÓN


La aprobación por el parlamento español de la Ley básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (Ley 41/2002, de 14 de noviembre(1), en adelante Ley de Derechos de los Pacientes -LDP-), ha supuesto la modificación de algunas de las principales cuestiones de Derecho médico en España, creando así un nuevo marco jurídico en el ámbito biomédico. La reforma de la Ley General de Sanidad (LGS), de 25 de abril de 1986, era una necesidad que venía siendo exigida desde hace mucho tiempo por la doctrina y que se convirtió en un asunto de primera necesidad tras la ratificación por España del Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto de las aplicaciones de la biología y la medicina (Convenio sobre los derechos humanos y la biomedicina, en adelante CDHB), suscrito el día 4 de abril de 1997, el cual ha entrado en vigor en España el 1 de enero de 2002. Las aparentes contradicciones en algunos puntos y las novedades recogidas en este último texto legal con respecto a la LGS hacían imprescindible una reforma del ordenamiento jurídico previo al CDHB para adecuarlo al mismo. Los trabajos realizados en este sentido han conducido finalmente a la reciente aprobación de la mencionada LDP, que regula, entre otros aspectos, el derecho a la información sanitaria, el derecho a la intimidad en el ámbito médico, las distintas cuestiones referentes a la autonomía del paciente, así como las excepciones al principio general del consentimiento libre e informado, las voluntades anticipadas (aquí denominadas instrucciones previas), o la historia clínica.

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(1) Publicada en el B.O.E de 15 de noviembre de 2002.

Dada la importancia de todas estas cuestiones se hace necesario un estudio más detallado y detenido de todas ellas. En este trabajo nos limitaremos a realizar unas reflexiones sobre aquellos aspectos que consideramos especialmente relevantes, prestando especial atención a los avances que supone esta Ley en relación con la regulación previa, así como a destacar los problemas nuevos o no resueltos correctamente que presenta esta normativa. Por supuesto, estas primeras consideraciones deberán ser desarrolladas y quizás matizadas más adelante teniendo en cuenta las aportaciones doctrinales, resoluciones judiciales y la práctica médica en relación con las cuestiones aquí tratadas.

II.LA NUEVA LDP: PRINCIPALES CARACTERÍSTICAS Y NOVEDADES CON RESPECTO A LA LEGISLACIÓN ANTERIOR


A) Aspectos generales


Como ya hemos señalado en la introducción, esta Ley ha venido a completar, por un lado, las previsiones que la LGS enunció como principios generales, así como a recoger alguna de las disposiciones del CDHB que no se contenían en el mencionado texto legal o que eran contrarias al mismo. Igualmente, con relación a la información y documentación clínica se han tenido también muy en cuenta los resultados derivados del seminario conjunto entre el Consejo General del Poder Judicial y el Ministerio de Sanidad y Consumo, celebrado en septiembre de 1997, en el que se debatieron los principales aspectos normativos y judiciales en la materia, así como el dictamen que, con fecha de 26 de noviembre de 1997, emitió un grupo de expertos designado igualmente por el Ministerio de Sanidad y Consumo, a quienes se encargó la elaboración de unas directrices para el desarrollo futuro de este tema.


Con todos estos antecedentes, era necesario la adaptación de la LGS con el objetivo de aclarar la situación jurídica y los derechos y obligaciones de los profesionales sanitarios, de los ciudadanos y de las instituciones sanitarias.


Por otro lado, el hecho de que se trate de una Ley básica reduce la capacidad de actuación de las Comunidades Autónomas, algunas de las cuales (como Cataluña, Extremadura, Galicia, Aragón, La Rioja o Navarra) ya habían regulado la materia. Ahora bien, el hecho de tratarse de una Ley básica asegura a todos los ciudadanos del Estado las mismas garantías, especialmente en el terreno de la información y documentación clínicas, lo cual debe ser valorado de forma positiva, evitando así un sinfín de legislaciones divergentes en una cuestión de tanta trascendencia como esta. En consecuencia, las autonomías podrán desarrollar aquellos ámbitos que señala la norma básica y completar y completar, de acuerdo con ella, los que no tengan una regulación específica, pero no podrán legislar en contra de la legislación del Estado, que se impone en todo el territorio para garantizar la igualdad del servicio sanitario a todos los ciudadanos, cualquiera que sea su residencia.


En cualquier caso, debe señalarse que esta ley no es aplicable directamente a todos los ámbitos de la biomedicina sino que, de acuerdo con lo dispuesto en la Disposición Adicional Segunda, las normas de esta Ley relativas a la información asistencial, la información para el ejercicio de la libertad de elección de médico y de centro, el consentimiento informado del paciente y la documentación clínica, serán de aplicación supletoria en aquellos casos en los que exista una regulación especial al respecto.


En último lugar, esta Ley prevé una vacatio legis de seis meses, por lo que su entrada en vigor se producirá el 15 de mayo de 2003 y conlleva la derogación de los apartados 5, 6, 8, 9 y 11 del artículo 10, el apartado 4 del artículo 11 y el art. 67 de la LGS, además de todas las disposiciones de igual o inferior rango que se opongan a lo dispuesto en ella.

A continuación nos referiremos a algunos de los principales aspectos de esta normativa.

B) Derecho de información(2)

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(2) Sobre esta cuestión se ha ocupado recientemente en relación con esta Ley, Abel Lluch, Xavier. “El derecho de información sanitaria”, Diario La Ley, 16 de enero de 2003, pp. 1-6.

1. A diferencia de lo establecido en la LGS, según la cual la información deberá ser “completa y continuada, verbal y escrita” (art. 10.5), y teniendo en cuenta lo dispuesto en el art. 5 CDHB, que establece que la “persona deberá recibir previamente una información adecuada”, la nueva LDP señala en su art. 2.3 que el paciente tiene derecho a decidir libremente entre las distintas opciones clínicas disponibles “después de recibir la información adecuada”, con lo cual se modifica una de las cuestiones más criticadas por la doctrina en relación con la LGS(3). Esto significa que debe aportarse únicamente aquella información que sea relevante para prestar un consentimiento libre y consciente por parte del interesado: características y naturaleza de la intervención, fines que se persiguen con ella, efectos inmediatos de segura aparición, efectos colaterales o secundarios probables o posibles, consecuencias que tendrá para la forma de vida del paciente, riesgos de la misma, posibles alternativas a la intervención, etc(4). Esta información deberá prestarse en términos comprensibles para el paciente o para las terceras personas que accedan a la misma (bien porque deban consentir en su lugar, bien porque el paciente lo ha permitido de manera expresa o tácita), lo que significa que deberá adaptarse a su nivel intelectual y cultural respectivo, evitando en lo posible el recurso al lenguaje técnico (cfr. arts. 4.2 y 5.1 y 2 LDP). Una información “completa”, en los términos exigidos por la LGS, además de tratarse de una imposición legal de imposible cumplimiento, podría ser contraproducente para el paciente(5), pudiendo ser, incluso, fuente de responsabilidad jurídica(6).


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(3) En efecto, el art. 10.5 LGS ha generado múltiples discusiones y discrepancias, tanto en el ámbito jurídico como médico, sobre el alcance de la información que el facultativo debe suministrar al enfermo, si bien la jurisprudencia ha ido matizando dicha cuestión. Así, por ejemplo, la STS de 3 de octubre de 2000 señala que “es menester interpretar en términos razonables un precepto legal que, aplicado con rigidez, dificultaría el ejercicio de la función médica”. Vid. en este sentido, Galán Cortés, Julio César. Responsabilidad médica y consentimiento informado, Civitas, Madrid, 2001, pp. 178 y s.; Nicolás Jiménez, Pilar. “Consentimiento informado del paciente: algunos casos específicos”, en Juan Ignacio Echano Basaldúa (coord.), Estudios Jurídicos en Memoria de José María Lidón, Universidad de Deusto, Bilbao, 2002, pp. 1192 y s.

(4) Según el art. 10.1 LDP, “El facultativo proporcionará al paciente, antes de recabar su consentimiento escrito, la información básica siguiente: a. Las consecuencias relevantes o de importancia que la intervención origina con seguridad; b. Los riesgos relacionados con las circunstancias personales o profesionales del paciente; c. Los riesgos probables en condiciones normales, conforme a la experiencia y al estado de la ciencia o directamente relacionados con el tipo de intervención; y d. Las contraindicaciones”. En cualquier caso, sobre este precepto hay que tener en cuenta dos consideraciones: en primer lugar, que únicamente se refiere a aquellas intervenciones en las cuales el consentimiento deba ser prestado por escrito (por lo cual, la información sobre dichos aspectos deberá constar igualmente por escrito junto al consentimiento); y por otro lado, que se trata, tal y como se indica en el propio artículo, de una información básica, la cual deberá ser completada (al menos verbalmente) con otro otro tipo de información que sea igualmente relevante para el caso concreto.

(5) Romeo Casabona, Carlos María. “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, en Problemas prácticos del consentimiento informado, Fundación Víctor Grífols i Lucas, Barcelona, 2002, pág. 94.

(6) Blanco Cordero, Isidoro. “Relevancia penal de la omisión o del exceso de información médica terapéutica”, Actualidad Penal, nº 26 (1997), pp. 575 y ss.

Según viene manteniendo la doctrina, la información se transmitirá, como regla general, de forma verbal, de lo cual habrá que dejar constancia en la historia clínica, debiendo comprender, como mínimo, la finalidad y la naturaleza de cada intervención, sus riesgos y sus consecuencias. Así se establece también el art. 8.2 LDP, según el cual el consentimiento prestado por el paciente será verbal con carácter general, si bien deberá prestarse por escrito en los supuestos legalmente previstos. De este modo, debería bastar la transmisión de información de forma verbal cuando el paciente pueda consentir también oralmente, y será necesaria la acreditación por escrito de la información para los casos en los que la Ley establece que el consentimiento deba ser prestado por este mismo medio(7), pues si se consiente por escrito deberá quedar también acreditado qué es lo que se está consintiendo, que será lo que el médico ha informado al paciente. En cualquier caso, habrá que estar a cada caso concreto para tomar la decisión más conveniente.

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(7) En este mismo sentido, Abel Lluch, “El derecho de información sanitaria”, cit., pág. 3.

Hay que tener, no obstante, presente que cuando la información se recoja por escrito, ello no es sinónimo de exhaustividad, pues debe entenderse que esa información esencial ha sido completada verbalmente por el médico(8).

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(8) Romeo Casabona, “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, cit., pág. 99.

2. En el art. 4 LDP se recoge el derecho a la información asistencial en términos similares a los establecidos en el art. 10.2 CDHB. En este sentido reconoce el derecho de los pacientes a conocer, con motivo de cualquier actuación en el ámbito de su salud, toda la información disponible sobre la misma. Además, reconoce igualmente como parte integrante de este derecho, el derecho a que se respete la voluntad del paciente de no ser informado. De este modo, se recoge expresamente el denominado “derecho a no saber”.


Ahora bien, haciendo uso de la facultad que le otorga el art. 10.3 CDHB, según el cual “de modo excepcional, la ley podrá establecer restricciones, en interés del paciente, con respecto al ejercicio de los derechos mencionados en el apartado 2”, el art. 5.4 LDP establece que el derecho a la información sanitaria de los pacientes puede limitarse por la existencia acreditada de un estado de necesidad terapéutica, esto es, cuando el médico considere, basándose en datos objetivos, que el conocimiento por parte del paciente de su propia situación pueda perjudicar su salud de manera grave. Así pues, puede darse una situación en la que el daño que se prevé que cause la información a la persona sea de tal envergadura que claramente ello justifique la retención de la información. Es el denominado “privilegio terapéutico” o “excepción terapéutica”, lo cual únicamente está justificado en circunstancias muy excepcionales(9). En el caso de que se tome esta decisión, el médico deberá dejar constancia razonada de las circunstancias en la historia clínica y comunicará su decisión a las personas vinculadas al paciente por razones familiares o de hecho (art. 5.4 in fine), tal y como venía sugiriendo la doctrina(10).


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(9) Blanco Cordero, “Relevancia penal de la omisión o del exceso de información médica terapéutica”, cit., pp. 591 y ss; Romeo Casabona, “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, cit., pág. 95; Galán Cortés, Responsabilidad médica y consentimiento informado, cit., pp. 194 y ss .

(10) Por todos, de Lorenzo y Montero, Ricardo / Sánchez Caro, Javier. “El consentimiento informado”, en Ricardo de Lorenzo y Montero (coord.), Responsabilidad legal del profesional sanitario, Asociación Española de Derecho Sanitario, Madrid, 2000, pág. 80.


Por otra parte, en relación con el derecho a no saber, el art. 9.1 LDP señala que “la renuncia del paciente a recibir información está limitada por el interés de la salud del propio paciente, de terceros, de la colectividad y por las exigencias terapéuticas del caso”. Así pues, puede obtenerse información que sea considerada de tal importancia para la persona afectada que el médico se crea en la obligación de informar al individuo aunque este se haya desentendido de los resultados de los análisis o haya mostrado su voluntad de no conocerlos (por ejemplo, se detecta una enfermedad grave pero que tiene tratamiento). Esta posibilidad está igualmente permitida por el art. 10.3 CDHB. En los demás casos, esto es, las excepciones a favor de terceros y la colectividad no tienen su fundamento en el mencionado precepto sino en el art. 26 del mismo texto legal, que faculta al Estado a restringir por Ley el ejercicio de los derechos y las disposiciones de protección contenidas en el Convenio (por tanto, y en combinación con el segundo apartado de este mismo precepto, los derechos reconocidos en el art. 10.2 CDHB y, en consecuencia, en su homólogo 4.1 LDP), cuando se trate de la protección de la salud pública o la protección de los derechos y libertades de las demás personas.


De esta forma pueden apreciarse fácilmente las importantes restricciones con que cuenta el derecho a la información del paciente en la nueva legislación sanitaria española.


C) Características del consentimiento


La cuestión de la oralidad vuelve a ponerse de manifiesto, como ya hemos apuntado anteriormente, en el momento de prestar el consentimiento por parte del paciente. A diferencia de la LGS, que exigía el previo consentimiento escrito del usuario para la realización de cualquier intervención (art. 6), obligación totalmente inviable en la práctica(11), el nuevo art. 8.2 LDP establece que el consentimiento será verbal por regla general, si bien éste será prestado por escrito en los casos siguientes: intervención quirúrgica, procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasores y, en general, aplicación de procedimientos que suponen riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la salud del paciente.


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(11) La jurisprudencia ha venido admitiendo, pese al tenor literal de la Ley, que el consentimiento informado no es necesario que sea prestado por escrito, si bien su prueba recaerá, en tal caso, en la Administración, siendo el rigor probatorio mayor. Cfr. Nicolás Jiménez, “Consentimiento informado del paciente: algunos casos específicos”, cit., pp. 1194 y ss.



A pesar del principio general de la necesariedad del consentimiento, la nueva LDP, como ya establecía también la LGS, prevé una serie de excepciones a la autonomía del paciente. En concreto, el art. 9.2 LDP se refiere al riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias establecidas por la Ley, y al riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo, siempre que no sea posible conseguir su autorización, artículo redactado de forma más clara que su precedente en la LGS. Además, y en consonancia con el art. 6 CDHB, se hace referencia expresa al supuesto de los incapaces y menores de edad (art. 9.3 LDP), cuestión sobre la que volveremos más abajo.


Pese a las críticas que pueden hacerse a la redacción de estas excepciones (sobre lo que no podemos detenernos en estos momentos), sí que debe valorarse muy positivamente la desaparición de la referencia contenida en la LGS a los “allegados” o “personas allegadas” en los casos en los que el paciente no pueda prestar el consentimiento por sí mismo(12). La clara indeterminación del concepto de allegado ha dado paso a la referencia a “familiares o a las personas vinculadas de hecho” (se entiende que no a cualesquiera familiares o personas vinculadas de hecho al paciente, sino que habrá que atender a su proximidad con el mismo(13)). Además, con relación a los incapacitados y a los menores de edad, se hace referencia expresa a los “representantes legales” de los mismos (cfr. art. 9.3 LDP), tal y como venía reclamando la doctrina(14).


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(12) También valora esta circunstancia positivamente Corbella, Josep. “Una nueva norma que perfecciona el sistema sanitario y el concepto de consentimiento informado”, Diario Médico, 3 de enero de 2003, pág. 9.

(13) Sobre esta cuestión, el Grupo Parlamentario Socialista pretendió, mediante trámite enmiendas, introducir una prelación en orden al otorgamiento del consentimiento por sustitución, enmienda que no fue aceptada. Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados. VII Legislatura. Serie B: Proposiciones de Ley, 27 de septiembre de 2001, enmienda número 43, pág. 45. En concreto su propuesta era la siguiente: “Se dará preferencia al cónyuge o persona vinculada al enfermo por análoga relación de afectividad y, en su defecto, a los familiares de grado más próximo y dentro del mismo grado a los de mayor edad”. Sí es cierto que dicha propuesta adolece de cierto rigorismo y formalismo que en el caso concreto puede no estar indicado atendiendo a las circunstancias personales y familiares propias de cada paciente.

(14) Vid. Romeo Malanda, Sergio. “El valor jurídico del consentimiento prestado por los menores de edad en el ámbito sanitario (I)”, La Ley, 16 de noviembre de 2000, pág. 3.



Por otro lado, se sigue manteniendo, como no podía ser de otro modo, la capacidad del paciente, recogida en el art. 9 LGS y ahora en el art. 21 LDP, de negarse a la intervención, en cuyo caso deberá firmar el alta voluntaria.


Finalmente, debemos hacer referencia al art. 8.5 LDP, precepto que no tiene un equivalente en la LGS pero sí en el CDHB, en concreto en su art. 5.III, y que se refiere a la facultad del paciente de revocar libremente su consentimiento en cualquier momento. En efecto, la posibilidad de la revocación del consentimiento ya otorgado no es sino una consecuencia obligada del principio de autonomía ampliamente reconocido al paciente, y con mayor motivo si se trata de rectificar o modificar la decisión ya tomada.


Ahora bien, de forma incomprensible la voluntad de revocación debe ser emitida, a tenor de la redacción del mencionado precepto, en todo caso por escrito, lo cual no tiene mucho sentido en aquellos casos en los que la información se transmitió oralmente y el consentimiento se prestó del mismo modo(15). Cuestión distinta es que sí tenga que quedar registrada por escrito el alta voluntaria derivada de dicha negativa en los casos en los que proceda.


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(15) Con anterioridad a la aprobación de esta ley, Romeo Casabona, “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, cit., pág. 101, decía lo siguiente: “La revocación puede producirse en cualquier momento, sin formalidades especiales (aunque es aconsejable que quede constancia de la misma por escrito, si también por ese medio se registró en su momento el consentimiento otorgado)”.

D) Voluntades anticipadas

Otra de las cuestiones novedosas de la LDP es la relativa a las voluntades anticipadas, cuestión regulada en el art. 11 bajo el nombre de “instrucciones previas(16)”, y que trae causa directa del art. 9 CDHB, referido a los “deseos expresados anteriormente”. Según el apartado primero del mencionado art. 11 LDP, “por el documento de instrucciones previas, una persona mayor de edad(17), capaz y libre, manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se cumpla en el momento en el que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de los órganos del mismo”. De esta forma, el paciente no sólo ha podido emitir su voluntad en relación con la práctica o no de un tratamiento médico determinado, sino que ha podido emitir una voluntad relativa, por ejemplo, a la donación de órganos. Su fundamento es prácticamente el mismo que el del consentimiento informado pues, al fin y al cabo, no deja de ser sino la plasmación de la voluntad del paciente en los casos en los cuales deba someterse a una intervención sin que goce de una capacidad suficiente para otorgar un consentimiento válido. Por esta razón, no debe excluirse la posibilidad de responsabilidad patrimonial cuando se haya desatendido una instrucción previa o se haya hecho una indebida interpretación(18).

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(16) El Grupo Parlamentario Entesa Catalana de Progrés propuso su modificación por el de “voluntades anticipadas”, propuesta que no fue aceptada. Boletín Oficial de las Cortes Generales. Senado. VII Legislatura. Serie III A: Proposiciones de Ley del Senado, 19 de septiembre de 2002, enmienda número 21, pág. 31.

(17) El Grupo Parlamentario Socialista pretendió, sin éxito, incorporar expresamente que un menor emancipado pudiera otorgar también documento de instrucciones previas. Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados. VII Legislatura. Serie B: Proposiciones de Ley, 27 de septiembre de 2001, enmienda número 46, pág. 46.

(18) En este mismo sentido, Requero Ibañez, José Luis. “El testamento vital y las voluntades anticipadas: aproximación al ordenamiento español”, La Ley, 20 de junio de 2002, pág. 2.

Además, cuando se habla de circunstancias en las que no se sea capaz de expresar su voluntad personalmente, no debe pensarse única y exclusivamente en supuesto de inconsciencia o de enfermedad terminal, sino también, por ejemplo, en aquellos casos en los que una persona, por la razón que sea, no es capaz ya de emitir un consentimiento válido (enfermedad mental, demencia senil, etc.)(19).

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(19) Galán Cortés, Responsabilidad médica y consentimiento informado, cit., pág. 310.

Según el art. 11. 2 in fine, las instrucciones previas deberán constar siempre por escrito, pudiendo ser revocadas libremente y en cualquier momento dejando constancia de ello igualmente por escrito (art. 11. 4 LDP). También en este caso es criticable la decisión del legislador de que tanto la instrucción previa como la revocación consten por escrito, pues debe admitirse que la expresión de la voluntad, así como, en su caso, el cambio de opinión consten a través de otro medios tan o más seguros que el escrito (pensemos, por ejemplo, en una grabación de vídeo o de voz), o, incluso, que terceras personas puedan conocer mejor, y de primera mano, la voluntad real del paciente en los momentos anteriores a la intervención, pues no debe desconocerse que es frecuente que el enfermo vaya cambiando de opinión o criterio a lo largo de su vida, y especialmente a medida que su enfermedad evoluciona.

Además, a fin procurar el cumplimiento de las instrucciones previas, el art. 11. 1 in fine señala que “el otorgante del documento puede designar, además, un representante para que, llegado el caso, sirva como interlocutor suyo con el médico o el equipo sanitario”. Esta persona podrá ayudar al médico a suplir las carencias del documento al tiempo de hacerlo efectivo(20).

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(20) Vid. Requero Ibáñez, “El testamento vital y las voluntades anticipadas: aproximación al ordenamiento español”, cit., pág. 4.

Por lo que respecta a la forma, ésta corresponde fijarla a las Comunidades Autónomas, si bien la ley prevé la creación en el Ministerio de Sanidad y Consumo del Registro acional de Instrucciones Previas a fin de asegurar su eficacia en todo el territorio nacional (art. 11. 5 LDP). Las leyes autonómicas existentes hasta el momento (las cuales no serán válidas en aquellos aspectos que se contradigan con lo dispuesto en LDP, dado el carácter básico de ésta) coinciden básicamente todas en permitir la opción entre dos formas de otorgamiento(21): la primera, ante notario sin necesidad de testigos; la segunda, ante tres testigos mayores de edad y con plena capacidad. También existe legislación al respecto en la Comunidad de Madrid pero nada se dice respecto a la forma en que deben consignarse las instrucciones previas(22). Por su parte, La Comunidad de La Rioja exige que “la voluntad anticipada debe formalizarse mediante documento notarial, en presencia de tres testigos mayores de edad y con plena capacidad de obrar(23)”. Finalmente, En el País Vasco se permite también otorgar el documento ante el funcionario o empleado del registro Vasco de Voluntades Anticipadas.


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(21) Así, Cataluña (Ley 21/2000, de 29 de diciembre, sobre los derechos de información concerniente a la salud y la autonomía del paciente y a la documentación clínica, art. 8.2), Extremadura (Ley 10/2001, de 28 de junio, de Salud de Extremadura, art. 11. 5. c)), Galicia (Ley 3/2001, de 28 de mayo, reguladora del consentimiento informado y de la historia clínica de los pacientes, art. 5.2), Navarra (Ley Foral 11/2002, de 6 de mayo, sobre los derechos del paciente a las voluntades anticipadas, a la información y a la documentación clínica, art. 9.2), Cantabria (Ley 7/2002, de 10 de diciembre, de Ordenación Sanitaria de Cantabria, art. 34.s), País Vasco (Ley 7/2002, de 12 de diciembre, de voluntades anticipadas en el ámbito de la sanidad, art. 3.2).

(22) Art. 28 de la Ley 12/2001, de 21 de diciembre, de ordenación sanitaria de la Comunidad de Madrid.

(23) Art. 6. 5 de la Ley 2/2002, de 17 de abril, de Salud de La Rioja. Se exige, pues, la intervención conjunta de notario y testigos.



En nuestra opinión, habría sido conveniente establecer una regulación supletoria sobre la forma de otorgar las instrucciones previas para aquellas Comunidades Autónomas que carecen aún de dicha normativa, pues de esta forma sus ciudadanos se ven privados de facto de dicha posibilidad, al no estar fijado el procedimiento por el cual emitir su voluntad.


Dada la conveniencia de consignación de las instrucciones por escrito debe entenderse que en el caso de formalización mediante la intervención de testigos debe existir también un documento escrito (a ser posible manuscrito por quién realiza las instrucciones) y firmado por éste y por los tres testigos. Esta forma es mucho más flexible y tal vez sea la forma más cercana al entorno clínico y a los momentos decisivos en la vida del paciente, sobre todo a la hora de saber cuál ha sido la última determinación del mismo a los efectos de tenerla como una revocación de anteriores otorgamientos(24). Por esta razón, la constancia de estos documentos en el Registro Nacional de Instrucciones Previas no puede ser requisito necesario para la validez de las mismas.


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(24) Requero Ibáñez, “El testamento vital y las voluntades anticipadas: aproximación al ordenamiento español”, cit., pág. 3.



Por otra parte, de acuerdo con lo establecido en el art. 11. 3 LDP, no serán aplicadas las instrucciones previas contrarias al ordenamiento jurídico (por ejemplo, los casos de cooperación al suicidio previstos en el art. 143.4 del Código penal –CP-)(25), a la lex artis, ni las que no se correspondan con el supuesto de hecho que el interesado haya previsto en el momento de manifestarlas; cuestión obvia, por otro lado, esta última, pues es claro que si no hay una correspondencia entre el supuesto de hecho previsto por el sujeto y la situación real, no existe ninguna instrucción previa al respecto. Se trata, en definitiva, de prohibir la analogia contra vita. Ahora bien, no debe obviarse la posibilidad de problemas de interpretación de la voluntad del paciente y su adecuación a la situación actual, lo cual puede llevar igualmente a supuestos de responsabilidad.


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(25) En cuyo caso, como pone de manifiesto Plaza Penadés, Javier. El nuevo marco de la responsabilidad médica y hospitalaria, Aranzadi, Pamplona, 2002, pág. 100, “ello no debe suponer, como puede observarse, la nulidad absoluta del documento (la cual podría darse por graves defectos no subsanados de forma), sino la nulidad relativa del documento, valiendo el resto de disposiciones, a no ser que la única cláusula o contenido de esa voluntad anticipada fuese ilícito, lo que determinaría la nulidad del mismo, en el sentido de imposibilidad de que dicha voluntad pueda desarrollarse”.



La inaplicación de las instrucciones previas contrarias a la lex artis se justifica(26) debido a la posibilidad de que tales deseos se hayan expresado mucho tiempo antes de la intervención y la ciencia haya avanzado desde entonces. En efecto, puede existir un desfase entre la voluntad plasmada en el documento y las posibilidades que pueda ofrecer la medicina debido a que en el momento en el que se realizaron las instrucciones previas no existieran o no se hubiera tenido noticia de las posibilidades de la ciencia médica para afrontar la patología o dolencia. En tal caso estaría justificado que no se respetara la voluntad del paciente, si bien no cabe duda de que se trata de una decisión delicada(27).


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(26) Pese a la opinión del Grupo Parlamentario de Senadores Nacionalistas Vascos, que por medio de una enmienda pretendieron suprimir la referencia a la lex artis, alegando que “la lex artis sólo opera como límite en la petición de tratamientos y no en la negativa a recibirlos”. Boletín Oficial de las Cortes Generales. Senado. VII Legislatura. Serie III A: Proposiciones de Ley del Senado, 19 de septiembre de 2002, enmienda número 2, pág. 26. También García Rivas, Nicolás. “Despenalización de la eutanasia en la Unión Europea: autonomía e interés del paciente”, Revista Penal, nº 11 (2003), pág. 20, entiende que se trata de una mención redundante “ya que no sería correcta ninguna práctica médica contraria a las normas jurídicas positivas”.

(27) De la misma opinión, Galán Cortés, Responsabilidad médica y consentimiento informado, cit., pág. 311; Requero Ibáñez, “El testamento vital y las voluntades anticipadas: aproximación al ordenamiento español”, cit., pág. 4.



E) La historia clínica


Por primera vez se regula de una forma específica en España la historia clínica. A esta cuestión se refiere el Capítulo V LDP. La historia clínica comprende el conjunto de los documentos relativos a los procesos asistenciales de cada paciente, con la identificación de los métodos y de los demás profesionales que han intervenido en ellos, con objeto de obtener la máxima integración posible de la documentación clínica de cada paciente.


La falta de una legislación uniforme sobre la materia en el ámbito estatal ha propiciado la proliferación de normativas autonómicas que han venido construyendo un sistema de documentación clínica con criterio no siempre homogéneos. Con la aprobación definitiva de la LDP, España cuenta ya con una legislación básica sobre esta materia, lo cual debe conllevar la adecuación legislativa de la normativa autonómica existente al respecto a esta nueva regulación básica. De esta forma, la regulación jurídica de la historia clínica a partir de este momento se configura en torno a tres instrumentos: la Ley básica estatal, el desarrollo reglamentario autonómico, y los protocolos pormenorizados en los hospitales.


La historia clínica tiene como fin principal facilitar la asistencia sanitaria, dejando constancia de todos aquellos datos que, bajo criterio médico, permitan el conocimiento veraz y actualizado del estado de salud. En el art. 15. 2 LDP se recoge el contenido mínimo de esta.


Algunos de las principales dudas que pueden surgir en torno a la historia clínica en dicha regulación giran en torno al acceso a la misma. En efecto, sigue sin quedar claro hasta donde puede acceder el paciente en la misma(28). Como principio general, el paciente tiene el derecho de acceso a la documentación de la historia clínica y a obtener copia de los datos que figuran en ella. Ahora bien, este derecho no puede ejercitarse en perjuicio del derecho de terceras personas a la confidencialidad de los datos que constan en ella recogidos en interés terapéutico del paciente, ni en perjuicio del derecho de los profesionales participantes en su elaboración, los cuales pueden oponer al derecho de acceso la reserva de sus anotaciones subjetivas (art. 18. 1 y 3 LDP). Junto a estas dos limitaciones expresamente recogidas en la ley (esto es, anotaciones personales del médico y confidencialidad de los datos de terceras personas), debe mencionarse igualmente, en consonancia con lo dicho más arriba en relación con el derecho de información, el interés terapéutico del propio paciente (cuando el médico considere que el conocimiento por parte del paciente de su propia situación pueda perjudicar su salud de manera grave).


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(28) Así, Mejica, Juan .“Hacia un estatuto jurídico desarrollado de la historia clínica”, La Ley, 22 octubre de 2002, pág. 6.



Por otro lado, nada dice la Ley acerca del requerimiento judicial de la historia clínica, perdiéndose así la oportunidad de sentar las bases de uno de lo principales problemas relativos al acceso a misma(29).


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(29) Sobre esta cuestión, Mejica, “Hacia un estatuto jurídico desarrollado de la historia clínica”, cit., pág. 5; Aulló Chaves, Manuel / Pelayo Pardos, Santiago. “La historia clínica”, en Ricardo de Lorenzo y Montero (coord.), Responsabilidad legal del profesional sanitario, Asociación Española de Derecho Sanitario, Madrid, 2000, pp. 28 y ss. No obstante, debe señalarse que este aspecto sí que fue advertido en la elaboración parlamentaria de la Ley, manifestado a través de la enmienda presentada por el Grupo Parlamentario de Coalición Canaria, que proponía la inclusión del siguiente nuevo apartado al artículo correspondiente: “También accederán a la historia clínica el Defensor del Pueblo o puestos que de similar naturaleza existan en las Comunidades Autónomas, el Ministerio Fiscal, Jueces y Tribunales, en el ejercicio de las funciones que tienen atribuidas”. Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados. VII Legislatura. Serie B: Proposiciones de Ley, 27 de septiembre de 2001, enmienda número 19, pág. 39.




III. EXCEPCIONES AL PRINCIPIO DE CONSENTIMIENTO INFORMADO


A) Consideraciones previas


En el art. 9 LDP se recogen los supuestos en los que se exime al médico de recabar el consentimiento del paciente (apartado 2º) así como aquellos otros casos en los que, aun siendo necesario el mismo, éste no provendrá de la persona que se somete a la intervención médica de que se trate, sino una tercera persona (apartados 3º, 4º y 5º)(30). Se trata de lo que el legislador ha denominado, con gran desacierto como se verá más abajo, “consentimiento por representación”. En el primero de los casos (falta de consentimiento absoluta) se incluyen aquellos supuestos en los que la Ley prevé como obligatoria la intervención, independientemente de la voluntad del sujeto, así como los casos en los que la persona, atendiendo a las condiciones en las que se encuentra (por ejemplo, en estado de inconsciencia) y a la urgencia del caso, no puede esperarse a recabar el consentimiento, bien del paciente, bien de una tercera persona.


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(30) En estos casos, como pone de manifiesto Romeo Casabona, “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, cit., pág. 96, “no desaparece en realidad la obligación de informar, sino que se produce un desplazamiento de los destinatarios de la misma, pues corresponderá transmitir la información a quienes están llamados a prestar el consentimiento en lugar o representación del paciente”.



Por otro lado, bajo el término de “consentimiento por representación” (falta de consentimiento relativa, pues consentimiento existirá, aunque no provenga del paciente) se hace alusión a aquellas supuestos en los que la persona objeto de la intervención médica no puede consentir porque no tiene la capacidad suficiente para comprender el acto al que va a ser sometido, por lo cual debe prestar el consentimiento para validar el acto médico una tercera persona. Aquí incluye la LDP, en el apartado 3º del art. 9, a las personas (se supone, mayores de edad, pues posteriormente se refiere expresamente a los menores) incapaces de hecho (por ejemplo, un anciano con la capacidad mental disminuida), a los incapacitados y a los menores de edad sin suficiente capacidad de juicio, si bien, en este último caso, el legislador prevé ciertas limitaciones también en el caso de los menores maduros.


Al margen de otras consideraciones, que se harán en lugar oportuno, en relación con estos supuestos de “consentimiento por representación” debemos decir que el legislador ha perdido una oportunidad de oro para regular el régimen jurídico del consentimiento de los menores de edad y de los incapacitado legalmente en el ámbito biomédico. En efecto, en este precepto el legislador hace referencia al alcance del consentimiento de dichos sujetos señalando cuándo debe consentir una tercera persona en su nombre, lo que exige una interpretación a sensu contrario para determinar los casos en los que dichas personas pueden consentir por sí mismos. La especial relevancia de estos supuestos, tal y como viene poniendo de manifiesto la doctrina de forma constante, requería un tratamiento especial y “positivo” de los mismos, es decir, era (y sigue siendo) necesario dedicar al menos un precepto legal a fijar qué tipo de intervención y bajo qué requisitos puede consentir un menor de edad, resolviendo los casos de conflicto posibles (sobre la capacidad natural del menor, decisiones que puedan poner en peligro la vida del mismo, etc.), y regulando claramente, incluso, el papel de la autoridad judicial (competencia y jurisdicción) en la resolución de dichos conflictos.


Como decimos, esto no se ha hecho en el caso que nos ocupa, y con ello se ha conseguido empeorar la situación existente hasta el momento. Bajo la vigencia de la LGS, el hecho de que la Ley nada dijera al respecto permitía a la doctrina, al menos, elaborar un régimen general coherente del consentimiento de los menores de edad (lo mismo cabe decir para los incapaces o incapacitados) en el ámbito sanitario, acudiendo a las distintas legislaciones aplicables al efecto y a los principios generales del derecho. El hecho de que en la LDP se haga referencia expresa, y de un modo parcial, tan sólo a alguno de los problemas existentes, haciendo alusión, además, a supuestos especiales que ya estaban regulados en otras normas y sobre los que nadie había mostrado su disconformidad, introduciendo elementos de compleja interpretación, complica muy mucho la situación preexistente a la entrada en vigor de la ley, por lo cual (y salvando pequeñas mejoras respecto a la legislación anterior) esta regulación sólo puede conducir a una valoración claramente negativa.


B) Supuestos de riesgo: salud pública y urgencia vital.


1. El art. 9.2 LDP recoge dos supuestos en los que el facultativo correspondiente podrá llevar a cabo las intervenciones clínicas sin necesidad de contar con el consentimiento del paciente. Se refiere, en concreto, a los casos de riesgo para la salud pública (apartado a) y al supuesto de urgencia vital (apartado b).

2. En efecto, determinadas razones superiores de protección de la salud pública pueden llegar a imponer ciertas medidas restrictivas no sólo para la autonomía de decisión de los ciudadanos potencialmente transmisores de una enfermedad, sino, incluso, para la libertad ambulatoria de los mismos o de determinados sectores sociales o, incluso, del conjunto de la ciudadanía(31).


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(31) Romeo Casabona, “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, cit., pág. 103.


El punto 150 del Informe Explicativo del CDHB señala como ejemplo típico de excepción por razones de salud pública “el aislamiento obligatorio, cuando sea necesario, del paciente que sufre una enfermedad infecciosa grave”. Por supuesto, el aislamiento es una medida que puede imponerse pero no la única. Para tales fines la autoridad podrá acordar igualmente medidas preventivas (como imponer campañas de vacunación obligatoria o impedir el acceso a determinados lugares) o tratamientos obligatorios, incluyendo la monitorización y el internamiento temporales. Los tratamientos obligatorios en los casos de enfermedades infecto-contagiosas suponen una restricción permitida, de acuerdo con el art. 26.1 CDHB, del art. 5 CDHB en aras a la protección de la salud pública(32).


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(32) Según el art. 5.1 CEDH, “nadie podrá ser privado de libertad, salvo en los casos siguientes y con arreglo al procedimiento determinado por la ley: (...) e) si se trata de la detención legal de una persona susceptible de propagar una enfermedad contagiosa (...)”. En el mismo sentido, Herman Nys, “La Convención Europea de Bioética. Objetivos, principios rectores y posibles limitaciones”, Revista de Derecho y Genoma Humano, nº 12 (2000), pág. 82.



En este sentido, el art. 9.2.a) LDP exceptúa la necesidad de consentimiento del paciente para la realización de cualquier intervención “cuando existe riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias establecidas por la Ley”. Este precepto supone, en el sentido expuesto, la admisión de tratamientos obligatorios o coactivos impuestos por la Ley, pues se otorga prioridad a los intereses colectivos frente a los individuales(33). A ellos se refiere la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública (LMEMSP), cuyo contenido potencialmente restrictivo de determinados derechos fundamentales y libertades públicas explica su carácter de ley orgánica(34).


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(33) Cfr. Romeo Casabona, Carlos María. El Derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1994, pág. 433, en relación con la LGS.

(34) Cobreros Mendazona, Edorta. Los tratamientos sanitarios obligatorios y el Derecho a la salud (estudio sistemático de los ordenamientos italiano y español), Instituto Vasco de Administración Pública, Oñati, 1988, pp. 334 y 221 y ss.; Romeo Casabona, El Derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, cit., pág. 433.



Con esta ley, como decimos, se pretenden arbitrar las medidas necesarias en los casos de riesgo para la salud pública. Se trata de dar la cobertura normativa necesaria a las intervenciones administrativas destinadas a proteger o restablecer la salud de los ciudadanos ante situaciones excepcionales o extraordinarias. No se trata de medidas directamente destinadas a la atención de la salud individual, sino a la de la colectividad, por lo que, en consecuencia, sólo entrarían dentro del ámbito de aplicación de la ley determinados supuestos de enfermedades de los ciudadanos, en concreto aquéllas que pueden repercutir en la salud de las otras personas y, obviamente, cuando no lo sea de una manera leve (por ejemplo, un proceso gripal benigno(35)). En consecuencia, debe guardarse la necesaria proporcionalidad entre la situación de riesgo o peligro y la medida subsiguiente(36).


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(35) Cfr. Miralles Martín, Pilar. “La voluntariedad de los tratamientos sanitarios y su posible excepción por riesgo para la salud pública. Especial consideración al caso de la enfermedad tuberculosa”, en Internamientos involuntarios, intervenciones corporales y tratamientos sanitarios obligatorios, Ministerio de Sanidad y Consumo-Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2000, pp. 187 y ss.

(36) Cobreros Mendazona, Los tratamientos sanitarios obligatorios y el Derecho a la salud (estudio sistemático de los ordenamientos italiano y español), cit., pág. 336, nota 551; de Lorenzo y Montero/Sánchez Caro, “El consentimiento informado”, cit., pág. 86.



En el sentido anteriormente expuesto, la ley otorga amplias facultades a las autoridades sanitarias en orden a la preservación de la salud pública en su vertiente de incidencia directa sobre las personas. Así, el art. 2 LMEMSP establece que “las autoridades sanitarias competentes podrán adoptar medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o por las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad”.


Por otro lado, siempre que el interés sanitario conlleve un internamiento obligatorio y urgente de alguna persona, deberá comunicarse tal hecho en el plazo máximo de 24 horas a la autoridad judicial.


3. Respecto a los casos de urgencia vital, el art. 9.2.b) LDP faculta al personal sanitario a realizar las intervenciones indispensables a favor de la salud del paciente, sin necesidad de contar con su consentimiento, “cuando existe riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo y no es posible conseguir su autorización”. Así ocurrirá, por ejemplo, cuando el paciente esté inconsciente, por lo que no puede prestar el consentimiento, y no es posible esperar a que recupere la consciencia para realizar la intervención médicamente indicada. Este supuesto de justificación está expresamente previsto en el art. 8 CDHB, según el cual, “cuando, debido a una situación de urgencia, no pueda obtenerse el consentimiento adecuado, podrá procederse inmediatamente a cualquier intervención indispensable desde el punto de vista médico a favor de la salud de la persona afectada”.


Así pues, únicamente podrá actuarse sobre personas capaces en casos de urgencia cuando, por las razones que sean, no haya podido obtenerse su consentimiento. Este artículo es mucho más claro que su equivalente en la Ley General de Sanidad. En efecto, el art. 10.6 LGS establece que es “(...) preciso el consentimiento escrito del usuario para la realización de cualquier intervención, excepto en los siguientes casos: (...) c) Cuando la urgencia no permita demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento”.


Esta redacción daba lugar a dos posibles interpretaciones: 1ª. Pese a la negativa al tratamiento del paciente capaz, ésta no es admitida cuando la falta de intervención pueda ocasionarle lesiones irreversibles o la muerte; y 2ª. El precepto se refiere únicamente al caso de que se halle inconsciente o cuando no esté en condiciones de poder consentir. Por supuesto, únicamente la segunda interpretación es constitucionalmente admisible pero es clara la defectuosa técnica legislativa(37).


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(37) Cfr. Romeo Casabona, El Derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, cit., pp. 434 y ss.; Flores Mendoza, Fátima. La objeción de conciencia en derecho penal, Comares, Granada, 2001, pp. 335 y ss.



En nuestra opinión, pueden incluirse también en este grupo los supuestos de conocimientos inesperados en el curso de una intervención quirúrgica, en la que el paciente está anestesiado y no puede demorarse la decisión sobre la nueva medida que debe adoptarse(38).


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(38) Vid. más ampliamente, Romeo Casabona, “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, cit., pp. 106 y ss.

Por otro lado, de acuerdo con el precepto analizado, cuando las circunstancias lo permitan deberá consultarse a los familiares del paciente o a las personas vinculadas de hecho a él (por ejemplo a su pareja o a la persona con la que conviva). En caso de una negativa de éstos a la intervención, a pesar del grave peligro existente para la vida del afectado, el médico deberá acudir a la autoridad judicial si ello fuere viable médicamente; y si no hubiere tiempo para ello, podrá actuar inmediatamente en beneficio del paciente(39).

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(39) Galán Cortés, Responsabilidad médica y consentimiento informado, cit., pág. 104.

Finalmente, como ocurre en el supuesto anterior, siempre que la urgencia haga necesario un internamiento psiquiátrico de alguna persona, “el responsable del centro en que se hubiere producido el internamiento deberá dar cuenta de éste al tribunal competente lo antes posible y, en todo caso, dentro del plazo de veinticuatro horas, a los efectos de que se proceda a la preceptiva ratificación de dicha medida, que deberá efectuarse en el plazo máximo de setenta y dos horas desde que el internamiento llegue a conocimiento del tribunal. En los casos de internamientos urgentes, la competencia para la ratificación de la medida corresponderá al tribunal del lugar en que radique el centro donde se haya producido el internamiento” (art. 763 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil –LEC-).

C) ¿Consentimiento por representación?

Sin embargo, el art. 9 LDP, en su apartado 3º se refiere a ciertas situaciones en las cuales se otorgará el “consentimiento por representación” (se trata de los supuestos del menor inmaduro, incapaz de hecho o incapacitado legalmente). Esta disposición demuestra un desconocimiento absoluto por parte del legislador de la teoría de los derechos de la personalidad, pues como ha venido manifestando ampliamente la doctrina, en el caso de que falte dicha capacidad y deban intervenir los representantes legales del sujeto en el ámbito de la salud, éstos prestarán el necesario consentimiento pero no porque recuperen sus facultades de representación legal en el ámbito de los derechos de la personalidad, sino en cumplimiento de su deber de velar y cuidar del menor (o del incapacitado sometido a su tutela) y sus intereses (art. 39. 3 de la Constitución Española (CE) y arts. 110 y 154. II. 1º del Código civil –CC-), pues en relación con los derechos de la personalidad no cabe representación en cuanto son derechos personalísimos(40).

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(40) Cfr. Delgado Echeverría, Jesús. En: José Luis Lacruz Berdejo y otros, Elementos de Derecho civil. Parte General. Volumen II. Personas, Dykinson, Madrid, 1999, pág. 127; Díez Picazo, Luís /Gullón Ballesteros, Antonio. Sistema de Derecho Civil, Vol. IV, 7ª edición, Tecnos, Madrid, 1998, pág. 295; Lete del Río, José María. Derecho de la Persona, 3ª edición, Tecnos, Madrid, 1996, pp. 70 y ss.; Gil Rodríguez, Jacinto. “Instituciones tuitivas”, en Lluis Puig i Ferriol/María del Carmen Gete-Alonso y Calera/Jacinto Gil Rodríguez/José Javier Hualde Sánchez, Manual de Derecho Civil. I. Introducción y derecho de la persona, Marcial Pons, Madrid, 1997, pág. 236; Romeo Casabona, Carlos María. “El diagnóstico antenatal y sus implicaciones jurídico penales”, La Ley, 1987 (3), pág. 806. Así lo reconoce también expresamente la sentencia del Tribunal Constitucional 154/2002, de 18 de julio, en su Fundamento Jurídico 10.

Por esta razón, es más correcto técnicamente hablar de “sustitución” del consentimiento, tal y como se preveía en la Proposición de Ley(41), modificación que se produjo posteriormente durante la tramitación parlamentaria(42).

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(41) Proposición de Ley sobre “Derechos de información concernientes a la salud y a la autonomía el paciente, y a la documentación clínica”. Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados. VII Legislatura. Serie B: Proposiciones de Ley, 27 de abril de 2001.

(42) Enmienda presentada por el Grupo Parlamentario Popular en el Congreso, curiosamente para “acomodar la palabra al Derecho español”. Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados. VII Legislatura. Serie B: Proposiciones de Ley, 27 de septiembre de 2001, enmienda número 81, pág. 57.

D) Personas incapaces de hecho


El art. 9.3.a) LDP hace referencia a aquellas personas que, sin estar inconscientes ni tratarse de menores de edad o personas incapacitadas, no se encuentran con plenas facultades para emitir un consentimiento válido. En este grupo se encontraría, por ejemplo, aquellos sujetos que padecen una enfermedad que les produce una disminución de su capacidad intelectiva, personas que sufren un trastorno mental transitorio, o personas de edad avanzada cuya capacidad de comprensión se ha visto disminuida.


En tales casos el consentimiento será sustituido por el de su representante legal, si lo tuviera (lo cual es ciertamente dudoso, pues se trata, como decimos, de personas adultas y, en principio, capaces), y en su defecto, las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho. Por supuesto, la intervención de un tercero en la toma de decisión no impide que sea tenida en cuenta la opinión del paciente, tal y como establece el art. 6.3.II CDHB (“La persona afectada deberá intervenir, en la medida de los posible, en el procedimiento de autorización”).

Como es lógico, la persona a quien le corresponde decidir si el paciente tiene la capacidad suficiente para tomar decisiones será el médico que lo esté tratando, sin perjuicio de que, en caso de desacuerdo con la decisión médica sobre la capacidad, pueda acudirse a la autoridad judicial a fin de que se establezca la existencia o no de la misma.

Por supuesto, en caso de urgencia vital, el médico podrá intervenir sin necesidad de consultar a las personas anteriormente señaladas, de acuerdo con lo señalado anteriormente.

Por otro lado, dados los intereses que pueden estar en juego en algunas intervenciones o actuaciones médicas, no bastará con el consentimiento prestado por los representantes legales del paciente o terceras personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho, sino que será precisa la autorización del juez, junto con otras garantías. Así ocurre con el internamiento de enfermos mentales para su tratamiento (art. 763 LEC).

E) Incapacitados

Según el art. 162.II.1 CC, “los padres que ostenten la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos menores no emancipados. Se exceptúan: 1.º Los actos relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las Leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo”. Aunque este precepto se refiere a los menores sujetos a patria potestad, la doctrina lo considera aplicable, por analogía o por interpretación extensiva, también a los menores sujetos a tutela y a los incapacitados(43). De este modo, si aplicamos este precepto también a los incapacitados, la conclusión a la que se llega es que corresponde al propio incapacitado, si tiene suficientes condiciones de madurez, ejercitar sus derechos de la personalidad, de forma que sólo en ausencia de las indicadas condiciones el tutor del incapacitado o, eventualmente, su curador, podrán intervenir en este ámbito. Lo decisivo, pues, para el ejercicio de estos derechos es la posesión de ciertas condiciones de madurez, que es una situación fáctica y no depende de la condición de menor o incapacitado.

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(43) Santos Morón, María José. Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, Escuela Libre Editorial, Madrid, 2000, pág. 35; Rivero Hernández, Francisco. “Los derechos humanos del incapacitado”, en Derechos Humanos del incapaz, del extranjero, del delincuente y complejidad del sujeto, Barcelona, 1997, p. 33; Gil Rodríguez, “Instituciones tuitivas”, cit., pág. 236.

Así pues, en principio, la prestación del necesario consentimiento para someterse a cualquier tipo de acto médico debería corresponder exclusivamente al incapacitado si reúne las condiciones de madurez suficientes, pues no cabe duda alguna que la salud, la vida o la integridad personal entran en el campo de los derechos de la personalidad y éstos no son transferibles ni representables, siempre que se esté en posesión de un grado de madurez suficiente como para resolver la situación (44). Además, hay que tener en cuenta que la incapacitación por sí misma, aunque conlleve el sometimiento a tutela, no afecta a la esfera personal del incapacitado(45).

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(44) Romeo Casabona, Carlos María. El médico y el Derecho penal. I. La actividad curativa (licitud y responsabilidad penal), Bosch, Barcelona, 1981, pág. 316.

(45) Santos Morón, Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, cit., pp. 39 y ss.Ahora bien, de acuerdo con el art. 9.3 b) LDP parece que cuando se trate de incapacitados legalmente, el consentimiento deberán prestarlo, en todo caso, sus representantes legales (aunque el precepto no se refiera expresamente a ellos). En nuestra opinión esta posible interpretación carece de todo fundamento, siendo necesaria una interpretación a la luz del art. 162 CC, de tal forma que se respete los derechos de la personalidad de las personas incapacitadas. Además, deberá tenerse en cuenta, en todo caso, el alcance de la sentencia de incapacitación, esto es, no cabe entender que la incapacitación con sometimiento a tutela implica la pérdida de la posibilidad de ejercicio de los derechos de la personalidad del incapacitado salvo que la sentencia de incapacitación diga lo contrario(46).

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(46) Santos Morón, Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, cit., pág. 43.

Así pues, será el médico que atiende al paciente incapacitado en cada caso concreto quién deberá determinar si éste reúne las condiciones de madurez para aceptar su decisión o, por el contrario, si deberá pedir el consentimiento de sus representantes legales. Como en el caso anterior, en caso de desacuerdo con la decisión del médico sobre este extremo, tanto por los representantes legales del incapacitado como por éste, queda abierta la vía judicial para que se fije correctamente, a través de los medios oportunos, la madurez o no del paciente incapacitado.


Esta misma vía puede ser utilizada por el médico en aquellos casos en los que siendo evidente la inmadurez del incapacitado se entiende que la intervención a la que los representantes legales se oponen es necesaria para la protección de la salud de aquél(47). Si además de necesario, el tratamiento es urgente, el facultativo podrá actuar incluso contra la voluntad de éstos, siempre y cuando pruebe la necesidad y la urgencia, amparado por el estado de necesidad, ya que la intervención formaría parte de su deber de asistencia(48).

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(47) Aunque debe partirse de la idea de que el tutor debe adoptar la decisión médica que sea más beneficiosa para el incapacitado, ello no significa, como oportunamente indica Santos Morón, Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, cit., pág. 84, que deba atenderse exclusivamente al criterio médico, prescindiendo de la opinión y deseos del incapacitado, sino que «si el incapacitado en una etapa anterior gozaba de plena capacidad y poseía un esquema de valores definido que le habría llevado a adoptar una específica decisión, incluso contraria al criterio médico (por. ej., Testigo de Jehová posteriormente enfermo de alzheimer que debe recibir una transfusión), el respeto a su autonomía aconseja adoptar la decisión más conforme con sus valores, siempre y cuando, lógicamente, haya evidencias contundentes de que las creencias del enfermo habrían determinado tal elección». Cfr. en este mismo sentido, art. 9 CDHB.

(48) Cobreros Mendazona, Los tratamientos sanitarios obligatorios y el Derecho a la salud (estudio sistemático de los ordenamientos italiano y español), cit., p. 293; de Ángel Yágüez, Ricardo. “Problemas actuales de derecho médico comparado. El consentimiento de los cónyuges en el acto médico”, en Libro Homenaje a Luis Martín-Ballestero, Institución Fernando el Católico-CSIC, Zaragoza, 1983, pág. 16.



Si nos encontramos ante un incapacitado mayor de edad pero considerado maduro, el rechazo a un tratamiento médico beneficioso para su salud debe ser en todo caso respetado. La tendencia actual, tratándose de pacientes plenamente capaces, es la de rechazar que pueda imponerse un tratamiento sanitario, incluso aunque sea indispensable para su salud o la vida del paciente, contra la voluntad de éste. Si bien del reconocimiento constitucional del derecho a la integridad física no puede derivarse un derecho a morir o estar enfermo, tampoco cabe imponer al individuo un deber de vivir o un deber de curarse, con lo que «el paciente adulto y mentalmente sano tiene, en principio, la libertad de negarse a todo tratamiento, consecuente de una decisión informada, seria y responsable, incluso aunque al rechazarlo ponga en peligro su vida hasta el punto de sobrevenirle la muerte(49) ». Así pues, las decisiones del enfermo, aunque no sean razonables desde la perspectiva del médico, han de ser respetadas por éste. Ahora bien, también es cierto que el facultativo, a la vista de la decisión adoptada, como la misma proviene de un enfermo incapacitado, puede considerar que éste carece de la necesaria capacidad (50). En caso de conflicto, como ya se dijo, lo más conveniente sería solicitar la intervención judicial para aclarar, por medio de los oportunos informe psiquiátricos, si existe una capacidad natural del paciente para adoptar por sí sólo una decisión eficaz.

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(49) Romeo Casabona, El Derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, cit., pág. 439.

(50) Santos Morón, Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, cit., pág. 73.

Por otra parte, cabe señalar que, si bien en el derecho español el tutor (o en su caso el curador) no está obligado a solicitar la autorización del juez para otorgar el consentimiento a un tratamiento o intervención peligrosa para la vida del incapacitado o que pueda ocasionarle graves secuelas, no obstante, en tal hipótesis sí que debe admitirse la posibilidad del tutor, o del curador, de solicitar la correspondiente autorización judicial para cubrirse de una eventual responsabilidad por vulneración de su obligación de actuar en interés del incapacitado(51).


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(51) Santos Morón, Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, cit., pág. 88.

Finalmente, debe recordarse que en determinados casos legalmente previstos no bastará con el consentimiento prestado por los representantes legales del paciente incapacitado, sino que será precisa la autorización del juez, junto con otras garantías. Así ocurre, por ejemplo, con la esterilización de deficientes mentales(52). A este respecto, al art. 156.II CP señala que “sin embargo, no será punible la esterilización de persona incapacitada que adolezca de grave deficiencia psíquica cuando aquélla, tomándose como criterio rector el del mayor interés del incapaz, haya sido autorizada por el juez, bien en el mismo procedimiento de incapacitación, bien en un expediente de jurisdicción voluntaria, tramitado con posterioridad al mismo, a petición del representante legal de incapaz, oído el dictamen de dos especialistas, el Ministerio Fiscal y previa exploración del incapaz(53)”.

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(52) Sobre esta cuestión puede verse más ampliamente la obra de Seoane Rodríguez, José Antonio. La esterilización de incapaces en el derecho español, Fundación Paideia, A Coruña, 1996.

(53) Esta regulación hace referencia exclusivamente a la esterilización no terapéutica de deficientes mentales incapacitados sin suficiente capacidad de juicio, pues si la esterilización es una medida médicamente indicada para salvaguardar la vida o la salud del incapacitado (por ejemplo, pólipos en los ovarios, tumor en los testículos, etc.), la intervención se regirá por las reglas comunes del consentimiento en el ámbito sanitario.

F) Menores de edad

a) Principio general: valor jurídico del consentimiento prestado por el menor maduro


La nueva LDP hace mención expresa a la cuestión de la minoría de edad en su regulación (art. 9.3.c)), aunque lo hace de una forma tangencial y, como señalamos más arriba, es susceptible de serias críticas.


Interpretando el mencionado precepto a sensu contrario, el paciente menor de edad que sea capaz intelectual o emocionalmente de comprender el alcance de la intervención podrá consentir ésta por sí mismo. Ahora bien, cuando no sea así, se otorgará el “consentimiento por representación”. A este respecto, debe valorarse positivamente que la persona competente para otorgar el consentimiento en tales casos sea el representante legal del menor y no cualesquiera familiares o personas allegadas como decía el art. 10.6.b) LGS.


Por lo que respecta a la determinación de la madurez del menor, ésta no depende de la edad del mismo, sino únicamente de la capacidad para comprender los pros y los contras del tratamiento, así como del alcance y consecuencias de su decisión. En este sentido, la LDP hace una doble consideración en lo que a la edad del menor se refiere: a) por una parte establece que la opinión del menor debe ser escuchada si tiene doce años cumplidos (edad lógica pues el ordenamiento jurídico civil ya concede al menor de esa edad capacidad natural para realizar cierto tipo de actos -por ejemplo, para consentir la adopción-; además, una disposición similar se encuentra en la legislación sobre ensayos clínicos); b) por otro lado señala que en el caso de menores “emancipados o con dieciséis años cumplidos, no cabe prestar el “consentimiento por representación”. Con ello quiere realmente decirse que existe una presunción general de madurez suficiente para prestar un consentimiento válido a los menores emancipados(54) (recuérdese que la emancipación puede conseguirse, en determinados casos, con catorce años) y, en todo caso, a los mayores de dieciséis años (se establece, pues, una analogía con la mayoría de edad en este ámbito), sin perjuicio, por supuesto, de que en cada caso concreto pueda demostrarse que un menor de dieciséis años es lo suficientemente maduro para entender las consecuencias del acto médico concreto al que va a ser sometido.


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(54) Esta solución ya venía siendo propuesta por la doctrina. Así, Romeo Malanda, “El valor jurídico del consentimiento prestado por los menores de edad en el ámbito sanitario (I)”, cit., pág. 3; Romeo Casabona, “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, cit., pág. 88.


Además, la madurez exigida no tiene por qué ser la misma en todo tipo de actos médicos, pues hay algunos que por su complejidad necesitarán de un mayor discernimiento de la persona que otros, que en principio cualquiera puede entender. Será el médico que atiende al paciente menor en cada caso concreto quién deberá determinar si éste reúne las condiciones de madurez para aceptar su decisión o, por el contrario, si deberá pedir el consentimiento de sus representantes legales. Esta última afirmación, que ha sido ampliamente admitida por la doctrina, adquiere con la LDP un fundamento legal a tenor de lo dispuesto en el art. 9. 3. a), según el cual la capacidad de un individuo para tomar decisiones queda a criterio del médico responsable de la asistencia.


Finalmente, debe criticarse igualmente la última parte del art. 9. 3. c), según el cual, “en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente”. Si nos encontramos ante un menor maduro, esa condición debe suponer el respeto de su decisión, independientemente del grado de riesgo de la intervención, debiendo informarse a los representantes legales (y no a los padres, como dice el precepto, pues no tiene por qué coincidir en todo caso la figura del representante legal con la del progenitor), únicamente cuando el menor lo autorice o cuando el médico entienda que éste no tiene una capacidad real para tomar la decisión médica de que se trate(55). Pero la cuestión es más grave aún, pues, de acuerdo con este precepto, no sólo se rompe el principio de confidencialidad sino que se incluye a los representantes legales del menor en el proceso de deliberación y toma de decisión. Esto implica una limitación a todas luces inaceptable del principio general de validez del consentimiento prestado por el menor de edad maduro cuando se trate de someterse a una intervención médica beneficiosa para su salud, aunque se trate de una intervención de grave riesgo.


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(55) Vid., sin embargo, en los mismos términos que la Ley, Romeo Casabona, “El consentimiento informado en la relación entre el médico y el paciente: aspectos jurídicos”, cit., pág. 89.

Este precepto se explica menos aún si cabe en relación con los menores emancipados o con los mayores de dieciséis años. Al menos, cuando no se trate de este grupo de menores, la decisión del médico, tras escuchar a los padres, puede consistir en cambiar su opinión acerca de la madurez del menor para entender realmente los riesgos de la intervención a la que va a ser sometido, lo cual supondrá su no consideración como interlocutor válido a los efectos de tomar la decisión oportuna para someterse o no a dicha intervención. Ahora bien, respecto al grupo de menores referido, el art. 9. 3. c) es claro y tajante al afirmar que respecto de ellos “no cabe prestar el consentimiento por representación”, pero la opinión de los representantes legales será, no obstante “tenida en cuenta”. ¿Tenida en cuenta para qué? Si una vez informado, el menor emancipado o con dieciséis años cumplidos acepta someterse a dicha intervención, nada podrá decidir el médico contra dicha opción, por muy en contra que estén los representantes legales de aquél, ya que ex lege ninguna capacidad de decisión tienen al respecto.


Cuestión distinta es que el médico dude de la capacidad real de un menor perteneciente a este grupo. En tal caso sí está justificada la consulta a los representantes legales del mismo y, en su caso, la necesidad de que sean éstos los que presten el consentimiento para llevar a cabo la intervención médica correspondiente (o decidan no realizarla). Pero no por tratarse de un menor, sino en virtud de la letra a) de este mismo art. 9. 3 LDP, al tratarse de un paciente (independientemente de la edad) que no es capaz de tomar decisiones. Debe diferenciarse, en consecuencia, inmadurez (menores sin suficiente capacidad de juicio para entender los pros y los contras de la intervención médica a la que van a ser sometidos) de incapacidad (cualquier persona, en principio madura, que por las circunstancias especiales del caso no se encuentra en condiciones de emitir un consentimiento válido).


b) Conflictos de intereses. Especial referencia a la negativa de un menor de edad a someterse a una transfusión de sangre por motivos religiosos.


1. Los conflictos que pueden producirse en este ámbito son diversos. Cuando la voluntad de los padres y del hijo menor de edad no emancipado concurra en un mismo sentido no se planteará, en principio, ningún problema, salvo que la decisión adoptada vaya claramente en contra de la salud del menor, en cuyo caso el médico deberá tomar algún tipo de decisión al respecto: o acepta la decisión, o actúa por sí mismo amparado en un estado de necesidad, o acude al juez para que éste decida y ampare su actuación. Este mismo problema se plantea cuando es el menor, en principio maduro, quien se niega a someterse a un tratamiento médico determinado aunque sus padres estén en contra de esa decisión. Pero el conflicto de intereses también puede surgir en el caso contrario, es decir, que el hijo quiera someterse a un tratamiento y que sus padres se opongan a ello.

No me detendré sobre cada uno de los posible conflictos que pueden producirse en la práctica, pues sobre ello ya me he ocupado por extenso en otro lugar(56). Sí me referiré brevemente, sin embargo, al caso de la negativa de un menor de edad maduro que se niega a someterse a una intervención vital, deteniéndome especialmente en la cuestión de la negativa de los testigos de Jehová a aceptar transfusiones sanguíneas.

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(56) Romeo Malanda, Sergio. “El valor jurídico del consentimiento prestado por los menores de edad en el ámbito sanitario (I y II)”, La Ley, 16 y 17 de noviembre de 2000.



2 Así pues, cuando el propio menor maduro (más aún si se trata, de acuerdo a la nueva regulación, de un menor emancipado o mayor de dieciséis años) se niega a someterse a una intervención necesaria para su salud o para su vida, se produce, en tal situación, un conflicto entre los arts. 162.II.1º CC y 10.3.c) a sensu contrario LDP, que reconocen el derecho de los menores con suficiente juicio a decidir válidamente sobre las intervenciones físicas sobre su persona, y el art. 2.1 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor (LOPJM), que dice que “en la aplicación de la presente Ley primará el interés superior de los menores sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir”, siendo menor de edad la persona de edad inferior a los dieciocho años (arts. 12 CE, 315 CC y 1 LOPJM).

En consecuencia, debemos entender que ante los dos intereses en conflicto: el poder de autodisposición del menor sobre su cuerpo y la vida debe primar, de acuerdo con la legislación actual (no sólo civil, sino también penal), este segundo, con lo cual podrá autorizarse que la intervención se lleve a cabo negando eficacia al consentimiento prestado por el menor. Y es que, tal y como señala el profesor Romeo Casabona, el pleno ejercicio de cualquier derecho fundamental ha de ser compatible con el mantenimiento del que es el sustrato y condición imprescindible de todos ellos, es decir, la vida misma, respecto a la cual están facultados para intervenir los poderes públicos, si bien, una vez llegados a la mayoría de edad, el efecto tutelar del ordenamiento jurídico debe ceder a la plena autonomía del interesado. Así pues, en las condiciones actuales el interés superior del menor, entre otros, ha de ser el de preservar su vida para que pueda ejercer con plenitud todos los demás derechos cuando alcance la mayoría de edad(57). Así pues, el reconocimiento excepcional de la capacidad del menor respecto de determinados actos jurídicos no es suficiente para reconocer la eficacia jurídica de un acto -como el ahora contemplado- que, por afectar en sentido negativo a la vida, tiene, como notas esenciales la de ser definitivo y, en consecuencia, irreparable (STC de 18 de julio de 2002, F.J. 10).

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(57) Romeo Casabona, Carlos María. “¿Límites de la posición de garante de los padres respecto al hijo menor? (la negativa de los padres, por motivos religiosos, a una transfusión de sangre vital para el hijo menor), Revista de Derecho Penal y Criminología, núm. 2, 1998, pág. 338. De la misma opinión, Gómez Pavón, Pilar. Tratamientos médicos: su responsabilidad penal y civil, Bosch, Barcelona, 1997, pág. 94.


Esta postura viene apoyada por lo dispuesto en el art. 155 CP referente al consentimiento en las lesiones, y en cuyo párrafo segundo se establece que «no será válido el consentimiento otorgado por un menor de edad o un incapaz(58) ». Hay que tener presentes dos elementos: 1º) que las lesiones pueden producirse tanto por una acción como por una omisión(59); 2º) El bien jurídico protegido en los delitos de lesiones corporales es la integridad personal, entendida en sus proyecciones de integridad física o corporal y de salud física y mental(60). De lo dicho se desprende que no se acepta como válida la postura del menor contraria a someterse a un tratamiento médico —o el consentimiento para que se realice cualquier tipo de acto— si con ello se le produce un perjuicio para su integridad física o para su salud, de tal modo que el médico que no actúe con una finalidad protectora de la misma —aunque sea por la voluntad del paciente menor— no perderá en ningún momento su posición de garante, y podrá ser condenado penalmente como responsable de las lesiones producidas por su inactividad o, incluso, de la muerte del menor si ésta llega a producirse. Además, el Código penal recoge en el art. 156 tres supuestos específicos en los que el menor no podrá prestar su consentimiento aunque reúna las condiciones de madurez exigidas: son los referidos a los trasplantes de órganos, la esterilización y la cirugía transexual, para cuya práctica el sujeto deberá ser mayor de edad. Es claro que si los menores no pueden consentir en estos actos, con mayor razón no podrán hacerlo en aquellos casos en que se ponga o pueda ponerse en peligro su salud o su vida.

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(58) Cuando el Código Penal habla de los menores de edad debemos entender que se refiere a los menores de dieciocho años, independientemente de si éstos están emancipados o no. Así, Romeo Casabona, “El diagnóstico antenatal y sus implicaciones jurídico penales”, cit., pp. 804 y ss.; Cerezo Mir, José. Curso de Derecho penal español. Parte General. II. Teoría jurídica del delito, 6ª edición, Tecnos, Madrid, pp. 339 y ss.; Seoane Rodríguez, José Antonio. La esterilización: derecho español y derecho comparado, Universidade da Coruña-Dykinson, Madrid, 1998, pp. 148 y ss. No obstante, para Luís Díez Ripollés, José. En José Luís Díez Ripollés/Luís Gracia Martín/Patricia Laurenzo Copello, Comentarios al Código Penal. Parte Especial, Vol. I, Tirant lo Blanch, Valencia, 1997, pp. 570 y ss, debe considerarse también como mayor de edad al menor de dieciocho años emancipado, de acuerdo con lo previsto en el art. 323 Cc.

(59) Vid. sobre este aspecto, Silva Sánchez, Jesús María. "La responsabilidad penal del médico por omisión", en Santiago Mir Puig (ed.), Avances de la Medicina y Derecho Penal, PPU, Barcelona, 1988, pp. 125-147.

(60) Romeo Casabona, Carlos María. "Los delitos contra la integridad corporal y la salud", en José Cerezo Mir/Rodrigo Fabio Suárez Montes/Antonio Beristain Ipiña/Carlos María Romeo Casabona (eds.), El nuevo Código Penal: presupuestos y fundamentos. Libro Homenaje al Profesor Doctor Don Ángel Torío López, Comares, Granada, 1999, pp. 925 y ss.

Cuestión distinta es que haya llegado el momento de cambiar de mentalidad en relación con la protección que el ordenamiento jurídico debe prestar a los menores de edad con suficiente capacidad de juicio (o incluso pensar en reducir la edad en la que se alcance la capacidad de obrar plena), en el sentido que se les reconozca una capacidad de actuación similar a la prevista para los mayores de edad, más aún si se trata del ejercicio de los derechos personalísimos, dándoles la oportunidad de decidir sobre su salud e, incluso, sobre su vida, en los términos que venimos comentando. Ahora bien, esta posibilidad, que nos parece razonable y que propugna un sector de la doctrina(61), no nos parece, sin embargo, que sea asumible de lege lata, teniendo en cuenta la legislación existente, tanto civil como fundamentalmente penal (art. 155), debiendo, en su caso, procederse a una reforma de todos los sectores del ordenamiento jurídico relativo a la minoría de edad a partir de este nuevo planteamiento, pues no tendría ningún sentido que se acepte que un menor de edad maduro pueda consentir en relación con su vida, pero no pueda, por ejemplo, contratar libremente.


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(61) Vid. Santos Morón, María José. “Sobre la capacidad del menor para el ejercicio de sus derechos fundamentales. Comentario a la TC S 154/2002 de 18 de julio”, La Ley, 12 de diciembre de 2002, pp. 1-6.

3. Lo anteriormente expuesto puede verse gráficamente en el caso de los testigos de Jehová y en la negativa de un menor de edad perteneciente a dicha confesión religiosa a someterse a una transfusión sanguínea por cuestiones religiosas. No nos referimos al supuesto de aquellos padres que se niegan a que su hijo reciba una transfusión de sangre necesaria para salvaguardar su salud o su vida sino al supuesto de que sea el propio menor quien se niega a ser transfundido. Ciertamente, este caso no difiere del supuesto general de la negativa del menor a someterse a un tratamiento médico indicado para la protección de su salud, pero aquí al tradicional conflicto entre la libertad de autodisposición del menor maduro de su cuerpo y la protección de su salud se añade otro interés jurídicamente protegido, el respeto a la libertad religiosa del menor.


Así pues, si nos encontramos ante un menor inmaduro y ante la negativa de los padres o de los representantes legales a autorizar la transfusión, el médico podrá, o bien practicarla si existe un grave peligro para la vida del menor, o bien acudir al juez para que éste lo autorice, si tal urgencia no existe. En tal sentido, la STS de 27 de junio de 1997, tras garantizar la libertad del adulto capaz para negarse a someterse a un tratamiento médico señala que “muy distinta es la situación cuando la persona que requiere el tratamiento para salvar la vida o evitar un daño irreparable es un menor. En este caso es perfectamente legítimo y obligado ordenar que se efectúe el tratamiento al menor aunque los padres hayan expresado su oposición. El derecho a la vida y a la salud del menor no puede ceder ante la afirmación de la libertad de conciencia u objeción de los padres”.


Pero a esta misma conclusión debemos llegar si el menor reúne las condiciones de madurez suficientes (incluso si se trata de un menor mayor de dieciséis años o de un menor emancipado), pues la libertad de autodisposición sobre el propio cuerpo y la libertad religiosa deben ceder, no tanto por cuestiones éticas sino en virtud de la legislación vigente, como ha podido comprobarse anteriormente, en favor de la protección de su vida, al menos hasta que se llegue a la mayoría de edad. Llegado ese momento la persona tendrá plena libertad para decidir sobre su persona.

Un supuesto de estas características se planteó en la práctica en España hace no muchos años y se ha vuelto a ponerse de actualidad en el año 2002 debido a un nuevo pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre dicho caso. Se trataba de un menor —de trece años de edad— que, informado por los médicos sobre la realización de una transfusión sanguínea se opuso a ella por ser contraria a sus creencias religiosas. Los padres, que también profesaban dicha religión, fueron requeridos por los médicos para que convencieran a su hijo de que aceptara dicho tratamiento, petición a la que no accedieron. Los médicos, en consecuencia, no realizaron la transfusión, a pesar de contar con autorización judicial, acatada por los padres, y cuando aquélla finalmente se practicó después de varios días, ya por orden judicial, fue ineficaz. En este caso, el Tribunal Supremo casó la sentencia de la Audiencia Provincial de Huesca, que fue absolutoria, y condenó a los padres a dos años y seis meses de prisión por un delito de homicidio doloso en comisión por omisión (Sentencias de la Audiencia Provincial de Huesca de 20 de noviembre de 1996 y del Tribunal Supremo (Sala 2ª) de 27 de junio de 1997).


Posteriormente, con fecha de 18 de julio de 2002, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre este mismo asunto resolviendo un recurso de amparo presentado por los padres del menor, condenados por homicidio por la muerte de su hijo, contra la referida sentencia del Tribunal Supremo. En dicho pronunciamiento, el Tribunal Constitucional analiza si el derecho a la libertad ideológica de los padres les exime de la obligación, exigida por el Tribunal Supremo en la sentencia condenatoria, de convencer a su hijo para que se someta a la transfusión sanguínea. Pues bien, para el mencionado órgano jurisdiccional esta obligación no entra dentro de los deberes de los padres si ello es contrario a sus convicciones religiosas, en los siguientes términos: «la expresada exigencia a los padres de una actuación disuasoria o que fuese permisiva de la transfusión, una vez que posibilitaron sin reservas la acción tutelar del poder público para la protección del menor, contradice en su propio núcleo su derecho a la libertad religiosa, yendo más allá del deber que les era exigible en virtud de su especial posición jurídica respecto del hijo menor. En tal sentido, y en el presente caso, la condición de garante de los padres no se extendía al cumplimiento de tales exigencias». Por ello concluye que la actuación de los progenitores se halla amparada por el derecho fundamental a la libertad religiosa, otorgando el amparo solicitado y anulando la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo.


Esta solución, con la que estamos de acuerdo, ya fue mantenida con ocasión de la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo por el profesor Romeo Casabona. Es cierto, como pone de manifiesto este autor, que la intervención del juez, autorizando la transfusión para el caso de que fuera imprescindible, no elimina en este caso la posición de garante de los padres(62). La sustitución de éstos por aquél no suponía para ellos la privación de la patria potestad (lo cual también hubiera sido posible), sino tan sólo subsanar el incumplimiento por ellos de uno de los deberes que de ella emanan, esto es, proteger su vida y su salud, lo cual debe plasmarse en una actuación positiva encaminada a tal fin (que no puede quedarse única y exclusivamente en acudir a un centro hospitalario si luego se ponen objeciones al tratamiento ofertado(63)), independientemente de que, finalmente, se consiga o no la mejora de la salud del hijo menor de edad.


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(62) Romeo Casabona, “¿Límites de la posición de garante de los padres respecto al hijo menor? (la negativa de los padres, por motivos religiosos, a una transfusión de sangre vital para el hijo menor), cit., pág. 334. En el mismo sentido, Tamarit Sumalla, Josep Maria. “Responsabilidad penal de terceros ante la negativa a la transfusión de sangre de testigo de Jehová menor de edad con resultado de muerte”, Actualidad Jurídica Aranzadi, 15 de enero de 1998, pág. 3. En contra, Flores Mendoza, La objeción de conciencia en derecho penal, cit., pp. 398 y ss., para quien, en el caso analizado no existiría posición de garante de los padres.

(63) Cuestión distinta es que, estando los padres de acuerdo con el tratamiento y aceptando la transfusión de sangre, el hijo se oponga a ello. La responsabilidad sobre los efectos perjudiciales para la salud de aquél caerán, en su caso, sobre los médicos que traten al menor si no hacen todo lo posible para salvarle la vida. Los padres poco más pueden hacer en dicha situación. Sin embargo, en este caso, los padres no sólo no asumen el tratamiento ofrecido, sino que, al mostrarse en desacuerdo con el mismo (aunque no se opusieran a éste) se llevan al hijo del hospital en dos casos. Este hecho refuerza la existencia de una posición de garante de los padres, que debieron decidir en distintos momentos y lugares sobre la transfusión.



Por otro lado, el enfrentamiento entre sus propias creencias religiosas y la vida del menor, de la que ellos, como decimos, eran garantes, debía resolverse a favor de ésta última, pues ni el ejercicio del derecho a la libertad de conciencia ni el estado de necesidad podían resolver el conflicto de intereses en su beneficio, al tener menor valor para el ordenamiento jurídico la propia convicción religiosa que la vida ajena(64). En consecuencia, los padres incurrieron efectivamente en el tipo de delito de homicidio doloso (dolo eventual) de comisión por omisión, siendo el hecho era antijurídico por no concurrir una causa de justificación.



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(64) Romeo Casabona, “¿Límites de la posición de garante de los padres respecto al hijo menor? (la negativa de los padres, por motivos religiosos, a una transfusión de sangre vital para el hijo menor), cit., pág. 340.



Será pues al analizar la culpabilidad donde habrá que valorar si ésta puede quedar excluida por aplicación del principio de no exigibilidad de obediencia al Derecho, y es aquí donde acertadamente a nuestro juicio resuelven tanto el profesor Romeo Casabona, como la referida Sentencia del Tribunal Constitucional, que no es exigible tal obediencia, puesto que, aun manteniendo la posición de garante y existiendo la obligación de persuadir a su hijo, no se les puede exigir, sin embargo, que vayan más allá de la autorización que debían haber otorgado inicialmente, incluso en contra de sus propias convicciones religiosas. “La no obstrucción de la decisión judicial, la no intromisión en las actuaciones médicas y la petición no ya de infringir su credo sino de ir más allá, de hacer renegar de algún modo a su propio hijo de la religión en la que le habían educado, abundan en la no exigibilidad de obediencia al Derecho, al producirse un nuevo y más profundo enfrentamiento con sus creencias más firmes y legítimas(65)”. Se trata, pues, de un supuesto de inexigibilidad(66).


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(65) Romeo Casabona, “¿Límites de la posición de garante de los padres respecto al hijo menor? (la negativa de los padres, por motivos religiosos, a una transfusión de sangre vital para el hijo menor), cit., pág. 341. Según la referida STC, “la expresada exigencia a los padres de una actuación disuasoria o que fuese permisiva de la transfusión (...) contradice en su propio núcleo su derecho a la libertad religiosa, yendo más allá del deber que les era exigible en virtud de su especial posición jurídica respecto del hijo menor”. Por su parte, Tamarit Sumalla, “Responsabilidad penal de terceros ante la negativa a la transfusión de sangre de testigo de Jehová menor de edad con resultado de muerte”, cit., pág. 4, tan sólo aprecia una disminución de la culpabilidad, en concreto de la exigibilidad de conducta adecuada a la norma, llegando a la misma solución del Tribunal Supremo.

(66) Por las razones más arriba expuestas, no puede aceptarse de lege lata, aunque sea una tesis deseable de lege ferenda, la opinión de Santos Morón, “Sobre la capacidad del menor para el ejercicio de sus derechos fundamentales. Comentario a la TC S 154/2002 de 18 de julio”, cit., pp. 4 y s., resumida, en palabras de la autora, de la siguiente manera: “Si el menor tiene suficiente capacidad para decidir por sí mismo, como ocurrió en el caso de la sentencia comentada, tanto sus padres como el médico que lo trate deben respetar su voluntad. Es únicamente en tal hipótesis cuando no cabe exigir a los padres que autoricen el tratamiento rechazado por el menor o convenzan a éste para que lo acepte. Pero no porque con ello puedan verse contrariadas, en su caso, sus creencias religiosas, como sostuvo en el supuesto de autos la sentencia del TC comentada, sino porque cuando el hijo tiene el suficiente entendimiento y madurez para ejercitar por sí mismo sus derechos de la personalidad los titulares de la patria potestad no están facultados para intervenir en ese ámbito”.



Cuestión distinta, en la cual no podemos detenernos ahora, es la posible responsabilidad penal de los médicos que atendieron al menor, pues también en ellos existía una posición de garante en relación con la vida y la salud de éste (67), no existiendo en ese caso ninguna causa de no exigibilidad(68).


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(67) Lo cual no sucede si la persona que se niega a la transfusión es mayor de edad y se encuentra en plenas facultades mentales. Así, Flores Mendoza, La objeción de conciencia en derecho penal, cit., pp. 378 y s.

(68) Así también, Romeo Casabona, “¿Límites de la posición de garante de los padres respecto al hijo menor? (la negativa de los padres, por motivos religiosos, a una transfusión de sangre vital para el hijo menor), cit., pág. 343.



c) Límites específicos al consentimiento de los menores de edad en la LDP


1. Especial interés merece el art. 9.4 LDP, pues se trata de un precepto totalmente innecesario que viene a introducir una mayor confusión a una cuestión ya de por sí compleja, como es la de la minoría de edad. En efecto, según este artículo “la interrupción voluntaria del embarazo, la práctica de ensayos clínicos y la práctica de técnicas de reproducción asistida se rigen por lo establecido con carácter general sobre la mayoría de edad y por las disposiciones especiales de aplicación”.


La verdad es que no es fácil adivinar cuál ha sido la intención del legislador al hacer esta referencia al aborto, los ensayos clínicos y las técnicas de reproducción asistida, y no se ha referido a otros supuestos, como por ejemplo, a los trasplantes de órganos, pues en estos casos existe ya una regulación expresa en relación con los menores de edad. Al contrario, al referirse concretamente a estos aspectos debe pensarse que quizás haya algo especial en los mismos que requiera una referencia expresa, lo cual no alcanzamos a ver. Más aún cuando se trata de supuestos en los que no existe una controversia doctrinal importante, que obligara al legislador a posicionarse sobre la misma.


Así pues, lo que aparentemente parece querer decirse es que en los tres casos señalados no podrán consentir por sí mismos los menores de edad, independientemente de su madurez. Si esta es la interpretación correcta, en tal caso, como veremos a continuación, si bien el mencionado precepto no aporta nada en relación con los ensayos clínicos y las técnicas de reproducción asistida, sí que conduce a una solución a todas luces inaceptable en relación con el aborto.


Si el legislador lo que pretendía era poner de manifiesto que esta regla de la capacidad general de los menores maduros no era aplicable en todos los casos y que en determinados supuestos, por su importancia, debía requerirse, en todo caso, la mayoría de edad, lo más lógico hubiera sido un precepto redactado en los siguientes términos: “lo anterior se entenderá sin perjuicio de lo establecido por otras disposiciones específicas en relación con determinadas intervenciones en el ámbito biomédico”, y regulando las materias especialmente problemáticas en leyes especiales. No lo ha hecho así, y nos coloca en una situación de total indeterminación sobre el significado de esta disposición. Más aún cuando dicho precepto carece de toda eficacia a tenor de lo establecido en la Disposición Adicional Segunda de la LDP, según la cual las normas de esta Ley relativas, entre otros aspectos, al consentimiento informado del paciente, serán de aplicación supletoria “en los proyectos de investigación médica, en los procesos de extracción y trasplantes de órganos, en los de aplicación de técnicas de reproducción humana asistida y en los que carezcan de regulación especial”. Es decir, si la legislación específica sobre ensayos clínicos, sobre técnicas de reproducción asistida o sobre la interrupción voluntaria del embarazo, facultan a los menores de edad para emitir un consentimiento válido, será esta regulación la que prevalezca y no el art. 9. 4 LDP, con lo cual éste pierde toda su razón de ser.


2. Como decimos, esta regla no aporta absolutamente nada en relación con los ensayos clínicos. Según el art. 12.5 del Real Decreto 561/1993, de 19 de abril, por el que se regulan los requisitos para la realización de ensayos clínicos, el consentimiento deberá ser otorgado por escrito por el representante legal del menor(69). Ahora bien, cuando las condiciones de éste lo permitan y en todo caso, cuando tenga doce años o más, deberá prestar además su consentimiento para participar en el ensayo, después de haberle dado toda la información pertinente adaptada a su nivel de entendimiento (cfr. art. 17.1. iv y v CDHB). A sensu contrario, en menores de 12 años sin suficiente capacidad de juicio bastará el consentimiento prestado por sus representantes legales. Así pues, el consentimiento de los representantes legales del menor será necesario en todo caso, lo cual supone que el menor de edad no podrá consentir nunca por sí mismo (tal y como establece el art. 9.4 LDP). Ahora bien, tal consentimiento no será suficiente para justificar la intervención pues éste es igualmente necesario cuando posea la suficiente madurez.


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(69) Más ampliamente sobre esta cuestión, Romeo Malanda, “El valor jurídico del consentimiento prestado por los menores de edad en el ámbito sanitario (I)”, cit., pp. 4 y s.



La razón de esta necesidad de supervisión paterna —o de quien ostente la representación legal del menor—, al igual que la preceptiva intervención del Ministerio Fiscal (art. 12.5 in fine RD 561/93), puede verse debida a que dicha intervención, pese a tener como regla general una finalidad terapéutica, es de carácter experimental y no está ausente de riesgos para la persona del menor, riegos que, evidentemente, son mayores que un tratamiento curativo habitual. Por el contrario, en comparación con la regulación existente en materia de trasplantes de órganos, la esperanza de obtención de beneficios colectivos para la salud parece haber llevado en materia de experimentación biomédica a un criterio menos estricto en lo que concierne a la participación de menores(70).


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(70) Vidal Martínez, Jaime. "Acerca de la regulación jurídica de los ensayos clínicos en España", Revista General de Derecho, junio, 1993, pág. 6170.


Por lo que respecta a las reglas de capacidad aplicables al "uso compasivo" del medicamento(71), el art. 23.2 RD 261/93 requiere, entre otras cosas, "el consentimiento informado por escrito del paciente o de su representante legal". Como puede apreciarse, este precepto exige de forma disyuntiva, bien el consentimiento del paciente, bien el de su representante legal, pero no indica en qué casos corresponde a uno u otro otorgar el consentimiento. Pues bien, aunque el citado artículo no lo dice, hay que entender que el representante legal prestará su consentimiento en los casos en los que el uso compasivo del medicamento se efectúe sobre un menor que carezca capacidad natural para consentir por sí solo. La razón de no exigir aquí el consentimiento cumulativo del menor y del representante legal es debida a que, en el uso compasivo el medicamento, el objetivo fundamental es la curación del enfermo, la cual resulta imposible haciendo uso de las técnicas habituales. La finalidad experimental es prácticamente nula y los riesgos inherentes al tratamiento no parece que puedan ser superiores a los de continuar administrando una terapia ineficaz. Por eso el legislador no ha establecido ninguna regla especial en cuanto a la capacidad para otorgar el consentimiento a este tipo de actuación médica(72). Por la misma razón tampoco será necesaria en este caso la intervención del Ministerio Fiscal.


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(71) El "uso compasivo" de los medicamentos se define en el art. 23.1 RD 561/93 como "la utilización, en pacientes aislados y al margen de un ensayo clínico, de productos en fase de investigación clínica, o también la utilización de especialidades farmacéuticas para indicaciones o condiciones de uso distintas de las autorizadas, cuando el médico, bajo su exclusiva responsabilidad, considera indispensable su utilización". Lo que diferencia el ensayo clínico de finalidad terapéutica del uso compasivo del medicamento es que este último se lleva a cabo sobre pacientes aislados. No forman parte, por tanto, de un grupo de sujetos a los que se administra el mismo medicamento con el fin de comprobar la eficacia de éste. En el uso compasivo del medicamento la finalidad investigadora o científica, presente en el ensayo terapéutico junto con la curativa, es prácticamente nula. El citado precepto parte del supuesto en que el médico, bajo su propia responsabilidad, considera indispensable la utilización de la sustancia no probada. El único objetivo del uso compasivo del medicamento parece ser, pues, obtener una mejoría del estado de salud del enfermo que no resulta posible con los tratamientos corrientes

(72) Santos Morón, Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, cit., pág. 133.



3. Lo mismo cabe decirse en relación con las técnicas de reproducción asistida. Los requisitos para ser usuaria de estas técnicas vienen enunciados en los arts. 2.1 y 6.1 LTRA. Según el primero de ellos "Las técnicas de reproducción asistida se realizarán solamente: (…) b) en mujeres mayores de edad (…)", y según el otro artículo citado toda usuaria de estas técnicas “(...) Deberá tener dieciocho años al menos y plena capacidad de obrar”. Así pues, tampoco bastará estar emancipado o ser suficientemente maduro para someterse a este tipo de técnicas; es condición indispensable haber cumplido los dieciocho años. En definitiva, nada aporta tampoco aquí el art. 9.4 LDP(73).



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(73) De la misma opinión, Lema Añón, Carlos. “Sobre el consentimiento de las menores para la interrupción voluntaria del embarazo”, Jueces para la Democracia, nº 43 (2002), pág. 34.



Como ya manifestamos en otro lugar(74), no encontramos inconveniente alguno, de lege ferenda, para permitir a ciertas mujeres menores de edad acceder a las técnicas de reproducción asistida. Este sería el caso de aquellas mujeres casadas que no puedan concebir hijos de forma natural pues, una vez se les permite contraer matrimonio y pueden mantener libremente relaciones sexuales, no parece lógico que si quieren tener descendencia vean limitado el momento a cumplir una edad determinada pues la madurez requerida para asumir la maternidad debe darse por supuesta en tal situación. Lo mismo puede decirse de la posibilidad de donar gametos por parte del marido para fecundar a su esposa cuando este no haya alcanzado aún la mayoría de edad.


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(74) Romeo Malanda, “El valor jurídico del consentimiento prestado por los menores de edad en el ámbito sanitario (II)”, cit., pág. 4.




En relación con esta cuestión, hay que recordar igualmente que el Código Penal de 1995 recoge el delito de reproducción asistida sin consentimiento de la mujer. Se trata del art. 162.1 CP, según el cual “quien practicare reproducción asistida en una mujer, sin su consentimiento, será castigado con la pena de prisión de dos a seis años, e inhabilitación especial para empleo o cargo público, profesión u oficio por tiempo de uno a cuatro años”.


Una cuestión que merece la pena esclarecer es si la capacidad para consentir exigida para que la reproducción asistida practicada en la mujer sea atípica debe regirse por las previstas por la LTRA (avalada ahora por la LDP), en cuyo caso integraría el tipo analizado toda actuación en mujeres menores de dieciocho años, o si, por el contrario, debe aplicarse la teoría general del consentimiento en el Derecho penal, según la cual para que éste sea válido únicamente se exige capacidad natural de juicio(75).


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(75) Cerezo Mir, Curso de Derecho penal español. Parte General. II. Teoría jurídica del delito, cit., p. 329.


Pese a la opinión que mantengamos respecto a la regulación prevista en la LTRA, parece claro que el legislador ha pretendido que la mujer menor de edad no pueda someterse a estas técnicas, lo cual ha quedado reforzado ahora con el art. 9.4 LDP. Así pues, de la LTRA se deriva que únicamente se entenderá como consentimiento válido a estos efectos el prestado por una mujer mayor de edad y con plena capacidad de obrar, de forma libre, consciente y expresa(76). Si a continuación el legislador crea un tipo penal referente a la reproducción asistida sin consentimiento, parece lógico que deba mantenerse la coherencia legislativa del conjunto del ordenamiento jurídico y que haya que remitirse a tales requisitos para establecer si ha existido consentimiento válido o no, de tal modo que si se llevan a cabo estas técnicas en mujer menor de edad la conducta será típica, pues falta uno de los requisitos indispensables para la plena validez del consentimiento(77).


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(76) El hecho de que se exija, además, que el consentimiento sea prestado por escrito tiene solamente un fin de demostrar que tal consentimiento se ha producido pero a nuestro entender no afecta en absoluto a la validez del mismo. De otra opinión, Queralt Jiménez, Juan José. Derecho Penal español. Parte Especial, 3ª edición, José María Bosch ed., Barcelona. 1996, pág. 52.

(77) De la misma opinión, Benítez Ortúzar, Ignacio Francisco. “Reproducción asistida no consentida. Algunas notas críticas acerca del artículo 162 del Código Penal español”, en Carlos María Romeo Casabona (ed.), Genética y Derecho Penal. Previsiones en el Código Penal Español de 1995, Cátedra Interuniversitaria de Derecho y Genoma Humano-Comares, Bilbao-Granada, 2001, pp. 197 y ss.; Gracia Martín, Luis. En José Luis Díez Ripollés/Luis Gracia Martín (coords.), Comentarios al Código Penal. Parte Especial, Vol. I, Tirant lo Blanch, Valencia, 1997, pp. 701 y ss.




A la misma solución se llega haciendo una interpretación histórica de este delito. Así, en el Proyecto de Código Penal de 1994 el mismo se incluía en la propia legislación administrativa, con lo cual requería una interpretación sistemática del proyectado nuevo art. 23 LTRA, con remisión interna al art. 6.1 LTRA, que trata el tema del consentimiento(78). El hecho de que en el último momento el Pleno del Congreso decidiera incluir los delitos relativos a la manipulación genética en el CP no puede hacer cambiar la interpretación del precepto hasta tal extremo(79).


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(78) Benítez Ortúzar, Ignacio Francisco. Aspectos jurídico-penales de la reproducción asistida y la manipulación genética humana, EDERSA, Madrid, 1997, pág. 488.

(79) Esta relación en su origen entre el delito de reproducción asistida sin consentimiento y la LTRA hace que, pese a lo que señala de la Cuesta Aguado, Paz Mercedes. La reproducción asistida humana sin consentimiento. Aspectos penales, Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, pág. 32 y 111, el art. 162.1 CP no pueda considerarse como un delito autónomo de la normativa administrativa.

Así, el proyectado art. 23.1 LTRA establecía que “Quien practicare reproducción asistida en una mujer, sin su consentimiento, será castigado con la pena de prisión de dos a seis años, e inhabilitación especial para empleo o cargo público, profesión u oficio por tiempo de uno a cuatro años”, exactamente la misma redacción que ha pasado posteriormente al CP. La decisión última de cambiar la localización de estos delitos se debe única y exclusivamente a cuestiones de política criminal, como reconoce García González, Javier. Límites penales a los últimos avances de la ingeniería genética aplicada al ser humano, EDERSA, Madrid, 2001, pp. 265 y ss. La voluntad del legislador de mantener estos delitos en la LTRA hasta el último momento se hace patente con el mantenimiento del apartado 2 en la Disposición Final Tercera CP, según el cual “El artículo 21 del capítulo VII de la Ley 35/1998, sobre Técnicas de Reproducción Asistida, pasará a ser el artículo 24”. Y es que en esta D.F.3ª se preveía que en los arts. 21 a 23 LTRA se contuvieran los delitos que finalmente se incluyeron en los arts. 159-162 CP.



4. Si el art. 9.4 LDP no produce ningún efecto en relación con los ensayos clínicos y con la reproducción asistida, las repercusiones son enormes en relación con el aborto.


Como punto de partida, debemos tener en cuenta que en la actualidad la interrupción del embarazo sólo está autorizada en los supuestos contemplados en el art. 417 bis del anterior Código Penal, artículo vigente todavía, y para que su realización esté amparada por la ley se exigen unos requisitos generales y comunes a las diferentes indicaciones: que se practique por un médico o bajo su dirección, que se lleve a cabo en centro o establecimiento sanitario, público o privado, acreditado, y que se cuente con el consentimiento expreso e informado de la mujer embarazada.


Hasta ahora, la doctrina ha venido entendiendo de forma mayoritaria, que la mujer menor de edad, en la medida en que la decisión de continuar o no el embarazo en los casos de conflicto que integran las indicaciones legales es un acto personalísimo, puede solicitar y consentir eficazmente, sin necesidad de autorización de padres o tutores, en la práctica del aborto si a juicio del facultativo tiene madurez suficiente para comprender los riesgos y naturaleza de la interrupción del embarazo(80), lo que presupone la comprensión de que no sólo se trata de una intervención en su cuerpo, sino también la destrucción de la vida del feto(81). Así pues, el consentimiento de la menor suficientemente madura sería determinante frente a la voluntad de sus padres o representantes legales.


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(80) Arroyo Zapatero, Luis. “Los menores de edad y los incapaces ante el aborto y la esterilización”, Estudios Penales y Criminológicos, XI, 1988, pág. 14; Romeo Casabona, El Derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, cit., pp. 336 y ss.; Romeo Malanda, “El valor jurídico del consentimiento prestado por los menores de edad en el ámbito sanitario (II)”, cit., pág. 1; Dolz Lago, Manuel-Jesús. “Menores embarazadas y aborto: ¿quién decide?”, Actualidad Penal, nº 29, 1996, pág. 548. En este mismo se ha pronunciado el Observatorio de Bioética y Derecho en el Documento sobre salud sexual y reproductiva en la adolescencia, coordinado por María Casado, Barcelona, 2002, pp. 14 y s. Como se recoge en este documento, “sería un contrasentido atribuir eficacia al consentimiento de los menores a los tratamientos médicos y no hacerlo en este supuesto en el que el conflicto de intereses es más evidente y en el que se requiere proteger especialmente el superior interés de la menor. De no hacerlo así, la legislación teóricamente protectora del menor, en cuanto les reconoce capacidad para ejercitar sus derechos, se vacía de contenido”.

(81) Romeo Casabona, El Derecho y la Bioética ante los límites de la vida humana, cit., pág. 337.


Ahora bien, al no existir una regulación específica sobre la capacidad para consentir en materia de aborto, cobra especial relevancia la remisión a “lo establecido con carácter general sobre la mayoría de edad”, según señala el art. 9.4 LDP. Así pues, en el caso de aborto quien tiene que otorgar el consentimiento y, por consiguiente, quien decide en caso de menores de edad son los padres o el representante legal de la menor(82). Cuestión distinta hubiera sido que dicho precepto se remitiera a la normativa general sobre capacidad de obrar, en cuyo caso sí habría sido posible mantener, vía art. 162 CC, la capacidad para consentir la práctica de un aborto a la menor madura, pero la referencia expresa a la mayoría de edad parece hacer inviable esta interpretación(83).


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(82) Así lo entienden también Lema Añón, “Sobre el consentimiento de las menores para la interrupción voluntaria del embarazo”, cit., pág. 35, y Corbella, “Una nueva norma que perfecciona el sistema sanitario y el concepto de consentimiento informado”, cit., pág. 9.

(83) No obstante, en relación con el art. 7 de la Ley catalana sobre los derechos de información concerniente a la salud y la autonomía del paciente y a la documentación clínica (Ley 21/2000), similar al existente en la ley estatal mencionado, y pese a proponer su supresión, el Documento sobre salud sexual y reproductiva en la adolescencia, cit., pp. 15 y s., señala lo siguiente: “De esta confusa mención —que remite a la legislación especial del tema sin innovar lo que ya está regulado sobre el asunto—, no se debe deducir que la interrupción voluntaria del embarazo sólo puede ser consentida por el mayor de edad ya que hacerlo así entra en contradicción con el resto de la normativa catalana, así como con el ordenamiento del conjunto del Estado sobre los menores y de las declaraciones sobre los derechos de los menores que existen en el contexto europeo y mundial. Necesariamente, la remisión a la legislación civil debe entenderse referida a su conjunto, que estipula que los menores deben ser oídos teniendo capacidad de decidir según su grado de madurez”.



Esta interpretación se desprende asimismo de los trabajos parlamentarios de la Ley, en concreto de las enmiendas presentadas por el diputado Carlos Aymerich Cano(84) y el senador Anxo Manuel Quintana González(85), ambos integrantes del Bloque Nacionalista Galego. Reconocen ambos en la justificación de sus enmiendas que con dicho precepto “se adopta así una solución contraria e incoherente con el resto de la Proposición de Ley, pues las reglas generales de consentimiento recogidas en la misma consideran que el menor puede dar consentimiento válido en los casos que tenga capacidad o aptitud real” y acaban señalando: “Consideramos, por tanto, regresiva esta referencia a la interrupción voluntaria del embarazo dentro de las excepciones al consentimiento por sustitución, obligando a obtenerlo a todas las menores hasta que alcancen la edad de dieciocho años, pues de hecho se está limitando el acceso de la menor a la propia interrupción voluntaria del embarazo en los supuestos comprendidos dentro de las previsiones legales”. Estas objeciones fueron, por lo tanto, conocidas y desatendidas por el legislador.


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(84) Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados. VII Legislatura. Serie B: Proposiciones de Ley, 27 de septiembre de 2001, enmienda número 6, pág. 36.

(85) Boletín Oficial de las Cortes Generales. Senado. VII Legislatura. Serie III A: Proposiciones de Ley del Senado, 19 de septiembre de 2002, enmienda número 27, pág. 33.


A este respecto debe tenerse igualmente en cuenta la STC 53/1985 de 11 de abril, en cuyo F. J. 14 señala lo siguiente: "Y en cuanto a la forma de prestar consentimiento la menor o incapacitada, podrá aplicarse la regulación establecida por el derecho privado, sin perjuicio de que el legislador pueda valorar si la normativa existente es la adecuada desde la perspectiva de la norma penal cuestionada". De estas palabras cabe extraer dos conclusiones con relevancia para el caso que nos ocupa: a) a falta de regulación penal expresa sobre la materia es totalmente admisible acudir a la normativa civil para determinar la capacidad necesaria a efectos de consentir la práctica del aborto; y b) si bien es posible conceder a las menores de edad capacidad para consentir por sí mismas dicha intervención, el legislador está totalmente legitimado para establecer las limitaciones que estime oportunas, tal y como sucede en este caso(86).


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(86) En este mismo sentido, Lema Añón, “Sobre el consentimiento de las menores para la interrupción voluntaria del embarazo”, cit., pág. 38.




De esta forma, con la entrada en vigor de esta Ley deberá prevalecer la opinión de aquellos autores que venían manteniendo que la capacidad requerida para consentir el aborto en los casos permitidos ex art. 417 bis CP de 1973 se adquiere al alcanzar los dieciocho años de edad. Si bien existen discrepancias entre ellos sobre cuál debe ser la mayoría de edad relevante, la civil(87) (como creemos que debe ser) o la penal(88), ello carece de relevancia práctica ya que el nuevo Código Penal establece la mayoría de edad penal en los dieciocho años, equiparándola de este modo a la civil (art. 19 CP).


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(87) Serrano Gómez, Alfonso (con la colaboración de Alfonso Serrano Maíllo), Derecho Penal. Parte Especial, 7ª edición, Dykinson, Madrid, 2002, pág. 88; Landecho Velasco, Carlos María / Molina Blázquez, Concepción. Derecho Penal Español. Parte Especial, 2ª edición, Tecnos, Madrid, 1996, pág. 66; Martínez-Pereda Rodríguez, José Manuel. "La minoría madura", IV Congreso Nacional de Derecho Sanitario, Asociación Española de Derecho Sanitario-Fundación MAPFRE medicina, Madrid, 1998, pág. 89.

(88) Bajo Fernández, Miguel. Manual de Derecho penal (Parte Especial). Delitos contra las personas, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1991, p. 120; González Rus, Juan José. En Manuel Cobo del Rosal (dir.), Curso de Derecho penal. Parte Especial, Vol. I, Marcial Pons, Madrid, 1996, pág. 125; Carbonell Mateu, Juan Carlos / González Cussac, José Luis. En Vives Antón/Boix Reig/Orts Berenguer/Carbonell Mateu/González Cussac, Derecho Penal. Parte Especial, 3ª edición, Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, pág. 113.



En consecuencia, todo aborto realizado aceptando el consentimiento de una menor edad no puede acogerse a las causas de justificación del art. 417 bis del antiguo Código penal pues no se da uno de sus requisitos, esto es, el consentimiento (válido) de la mujer embarazada, sin perjuicio de que puede acudirse, en su caso, a la causa de justificación genérica de estado de necesidad(89). Igualmente debe tenerse en cuenta la posible existencia de un error, bien sobre la necesidad de que el consentimiento deba ser prestado necesariamente por una mujer mayor de edad(90), bien sobre la edad real de la mujer que consiente. Ambos casos suponen un error sobre una de las circunstancias que sirven de base a una causa de justificación, el cual debe ser considerado como un error de prohibición(91), de tal forma que si se trata de un error vencible se aplicará la pena inferior a la prevista en uno o dos grados, y si fuera invencible se excluirá la responsabilidad criminal (art. 14.3 CP).


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(89) Así, Carbonell Mateu/González Cussac, Derecho Penal. Parte Especial, cit., pág. 113.

(90) A estos efectos debe tenerse en cuenta que en la práctica no será extraño que, dado que se trata de un tema jurídicamente discutido, muchos médicos no acepten realizar abortos a menores de edad por miedo a incurrir en responsabilidad penal. Cfr. Gracia, Diego / Jarabo, Yolanda / Martín, Nieves / Ríos, Julian. “Toma de decisiones en el paciente menor de edad”, Medicina Clínica, nº 117 (2001), pág. 187.

(91) Cerezo Mir, Curso de Derecho penal español. Parte General. II. Teoría jurídica del delito, cit., pp. 93 y s.; Laurenzo Copello, Patricia. El aborto no punible, Bosch, Barcelona, 1990, pp. 329 y s.



Como ha puesto de manifiesto Lema Añon, esta regulación “representa una solución inadmisible y al tiempo significa una regresión con respecto a las prácticas habituales, a la opinión de la doctrina jurídica mayoritaria y a la práctica jurisprudencia(92)”, pues no tiene ningún sentido que en un aspecto que es, si cabe, más personal que la mayoría de las intervenciones sujetas a consentimiento, se prescinda del criterio general de atención a la madurez de la menor, para optar por un criterio claramente formalista como es el de la mayoría de edad civil.


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(92) Lema Añón, “Sobre el consentimiento de las menores para la interrupción voluntaria del embarazo”, cit., pág. 35 (en cursiva en el original).



En definitiva, en el caso de una menor de edad, su consentimiento será inválido e ineficaz y será indispensable la autorización de los representantes legales, siempre en función del deber que tienen de velar por el bienestar de la mujer que se encuentra bajo su patria potestad o tutela y no en virtud de sus propio intereses o ideologías. Así pues, si la decisión adoptada por los padres —favorable o contraria al aborto— es fruto de un comportamiento abusivo por parte de los representantes legales —por ejemplo, deniegan la autorización y el aborto es necesario para evitar un grave peligro para la vida o salud de la menor—, lo oportuno será acudir a la autoridad judicial para que ésta decida en el mejor interés de la gestante.


Cuestión diferente y de más compleja solución se planteará cuando los padres o tutores de la menor embarazada pretenden la práctica de la interrupción del embarazo pero ésta se niega a ello. Si bien es cierto que la situación de minoría de edad, de acuerdo con esta regulación, legitima a los padres o tutores para tomar las medidas que consideren oportunas, la importancia del acto obliga a que la opinión de la menor haya de ser tenida en cuenta, tanto si es madura como si no lo es, pero especialmente en el primero de los casos, así como los perjuicios psíquicos que podrían derivarse para la gestante de un aborto contra su voluntad.


Sin embargo, no puede bastar la negativa de la menor a la práctica del aborto para seguir adelante con el embarazo, pues puede ocurrir que no se encuentre realmente preparada —física o psíquicamente— para poner término a la gestación. En definitiva, si la negativa al aborto proviene de una mujer menor de edad habrá que distinguir, en nuestra opinión, dos supuestos: a) si el aborto tiene finalidad terapéutica debe admitirse su realización incluso contra la voluntad de la menor si, de no interrumpirse el embarazo, peligrase gravemente la salud —física o psíquica— o la vida de la madre; b) si, por el contrario, el aborto se basa en razones meramente eugenésicas o en la indicación ética entendemos que no puede ser obligada a abortar por principio(93). En cualquier caso, si este conflicto de voluntades llega a plantearse, la decisión final debería corresponder a la autoridad judicial, que resolverá en cada caso concreto atendiendo al mayor interés de la menor, debiendo ser la opinión de la mujer gestante en todo caso respetada cuando se trate de una menor madura, existiendo en tal caso una especie de veto frente a la voluntad de los padres favorable a la interrupción del embarazo.


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(93) Cfr. Santos Morón, Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, cit., pp. 172 y ss; Arroyo Zapatero, “Los menores de edad y los incapaces ante el aborto y la esterilización”, cit., pág. 16.



d) Breve referencia a otros límites específicos al consentimiento de los menores de edad en el ámbito biomédico


1. Respecto a la capacidad de los menores de edad para ser donantes de sangre, ésta cuestión queda claramente resuelta en el Real Decreto 1854/1993, de 22 de octubre, sobre hematología y hemoterapia y que establece los requisitos técnicos y condiciones mínimas de la hemodonación y bancos de sangre, en cuyo art. 6 se dice lo siguiente: “Podrán ser donantes de sangre las personas que reúnan los requisitos siguientes: 1. Edad comprendida entre los dieciocho y los sesenta y cinco años (...)”.


Al referirse exclusivamente a los mayores de dieciocho años, ninguna persona de edad inferior puede ser donante. La exigencia de dicha edad se debe a la necesidad de que el donante posea ciertas condiciones físicas, no a que se requiera una plena capacidad de obrar(94).


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(94) Santos Morón, Incapacitados y derechos de la personalidad: tratamientos médicos, honor, intimidad e imagen, cit., pág. 106.



2. También queda expresamente excluido a los menores de edad, independientemente de su madurez, el sometimiento a una intervención esterilizadora o de cirugía transexual, en cuyo caso tampoco será válido el consentimiento prestado por sus representantes legales (art. 156. I CP).


3. Respecto al Trasplante de órganos(95), la regulación legal de esta cuestión se encuentra en la Ley 30/1979, de 27 de octubre, sobre Extracción y Trasplantes de Órganos, y en el Real Decreto 2070/1999, de 30 de diciembre, por el que se regulan las actividades de obtención y utilización clínica de órganos humanos y la coordinación territorial en materia de donación y trasplante de órganos y tejidos. En ambas disposiciones se establece que “la obtención de órganos procedentes de un donante vivo, para su ulterior injerto o implantación en otra persona, podrá realizarse si se cumplen los siguientes requisitos: a) que el donante sea mayor de edad” —art. 4 Ley 30/1979; en el mismo sentido el art. 9. 1. a) RD 2070/99—. El Real Decreto vuelve a manifestar esta misma idea en el apartado d) del citado artículo: “Tampoco podrá realizarse la extracción de órganos a menores de edad, aun con el consentimiento de los padres y tutores”. Por otra parte, el nuevo RD 2070/99 no hace mención alguna al supuesto concreto de la donación de médula ósea. La razón es que tal previsión se recoge en una norma que expresamente establece el régimen jurídico de los tejidos humanos, cual es el RD 411/1996, anteriormente citado. En su art. 7 se dice lo siguiente: "2. Los menores de edad pueden ser donantes de residuos quirúrgicos, de progenitores hematopoyéticos y de médula ósea. En estos dos últimos casos exclusivamente para las situaciones en que exista relación genética entre donante y receptor y siempre con previa autorización de sus padres o tutores”.


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(95) Sobre esta cuestión, vid. más ampliamente, Romeo Malanda, “El valor jurídico del consentimiento prestado por los menores de edad en el ámbito sanitario (II)”, cit., pp. 2 y ss.

A diferencia de lo que ocurre en los actos médicos, el acto de donación de un órgano o tejido para su extracción en vida constituye una conducta de la que ningún beneficio directo deriva para el disponente a la vez que le causa un daño a su salud, por mínimo que este sea, y a su integridad física, daño especialmente grave si tenemos en cuenta que estamos ante personas que aún se encuentran en fase de desarrollo biológico y ello podría entrañar mayores riesgos para su desarrollo fisiológico y psíquico(96).


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(96) Romeo Casabona, Carlos María. Los trasplantes de órganos. Informe y documentación para la reforma de la legislación española sobre trasplante de órganos, Bosch, Barcelona, 1978, pág. 163.


La licitud de la donación de ciertos tejidos, como es el caso de la médula ósea, se fundamenta en la excepcionalidad del fin perseguido por la extracción y al carácter regenerable de la misma, cuya extracción implica menores riesgos para la salud futura del individuo que la de órganos no regenerables, lo cual configura la hipótesis que nos ocupa como un conflicto de intereses o bienes en el que el desequilibrio manifiesto entre el mal causado o bien vulnerado y el mal que pretende evitarse o cuya preservación se persigue ampara la expresa consagración normativa de aquella posibilidad que, en todo caso, se condiciona a la autorización paterna y al control judicial(97).


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(97) Angoitia Gorostiaga, Víctor. Extracción y trasplante de órganos y tejidos humanos. Problemática jurídica, Marcial Pons, Madrid, 1996, pp . 341.



IV. CONCLUSIÓN

La aprobación en el año 1997 del Convenio del Consejo de Europa sobre Derechos Humanos y Biomedicina hacía imprescindible la adecuación de la Ley General de Sanidad a las nuevas disposiciones contenidas en el mismo. Con esta finalidad, y con la intención de modernizar el Derecho médico español y adaptarlo a la nueva realidad social, el legislador emprendió en el año 2001 un proceso legislativo que ha concluido con la aprobación de la de la Ley Básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (Ley 41/2002, de 14 de noviembre). Esta Ley modifica la mencionada Ley General de Sanidad en aspectos tan vitales como son el alcance de información relativa a la salud o el consentimiento del paciente e incluye novedades tan trascendentales como la regulación de las voluntades anticipadas, así como de la historia clínica.


Al tratarse de una legislación básica se impide la existencia de un sinnúmero de normas que dificultaría el correcto ejercicio de la práctica médica diaria, pues los profesionales de la sanidad deberían atender a distintas regulaciones dependiendo del lugar donde prestaran sus servicios, a la vez que se consigue que todos los ciudadanos españoles gocemos de los mismos derechos y garantías en el ámbito biomédico.


Son innegables las ventajas que supone esta nueva regulación, que elimina alguno de los aspectos más criticables de la Ley General de Sanidad (por ejemplo, la necesidad de que la información sea completa y deba ser recogida, en todo caso, por escrito), estableciendo como principio general el de oralidad, y dejando la constatación por escrito únicamente para los casos especialmente relevante. Es igualmente meritoria la regulación de las instrucciones previas, que supone un reconocimiento mayor de la autonomía del paciente.


Ahora bien, junto a estos y otros aciertos de la Ley 41/2002, son también muchos e importantes los desaciertos. Deja mucho que desear especialmente el régimen jurídico relativo al consentimiento de los menores de edad. A este respecto, si bien debe reconocerse como positivo que se recoja expresamente la capacidad de los menores maduros para consentir por sí mismos una intervención médica, los excesivos límites establecidos carecen de todo fundamento. Además, la deficiente redacción de algunos pasajes conlleva serios problemas de interpretación de la voluntad del legislador.


En definitiva, si bien nos encontramos ante una Ley ampliamente deseada que debe ser recibida con satisfacción, no es menos cierto que sus importantes deficiencias técnicas y sus inadmisibles consecuencias en algunos ámbitos de gran trascendencia práctica, supone también una gran decepción que, previsiblemente, hará necesaria su reforma antes de lo previsto y lo deseable.

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