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domingo, 30 de diciembre de 2007

CONSIDERACIONES CRITICAS SOBRE EL REGLAMENTO PENITENCIARIO CHILENO

CONSIDERACIONES CRITICAS SOBRE EL REGLAMENTO PENITENCIARIO CHILENO JOSÉ LUIS GUZMÁN DALBORA* - CHILE
I.- Ya hace algo más de un año, con motivo de una ocasión solemne, encontramos espacio para ocuparnos, siquiera de pasada, del entonces apenas publicado Reglamento de Establecimientos Penitenciarios (1) --cuya denominación, en verdad, no debe confundir los entendimientos, porque aquí, más allá del régimen administrativo que se acuerda a la organización y funcionamiento de dichos recintos, se contiene una materia de mayor rango y más alto vuelo, comoquiera que en este documento plasma el núcleo del derecho de ejecución de penas chileno--, dentro del ámbito más general de las perplejidades que hoy por hoy suscitan los problemas de fondo de la denominada ideología del tratamiento resocializador; sin ningún ánimo de ir al descubrimiento de los diferentes aspectos encapsulados en ella, mas con el designio de contribuir a esclarecer alguno, sobre todo en cuanto al que entonces alzaprimamos nos parecía capital y absolutamente insoslayable para comprender las dificultades más sustantivas que opone la prevención especial como fin de las penas (2). Que la mentada ideología del tratamiento resocializador, o reeducativo, como a veces se dice, esté en crisis (crisis que no es sino el, trasunto de otra, más amplia e importante y que afecta a la propia subsistencia de las penas privativas de libertad), no es cosa nueva ni fenómeno que haya de sorprender demasiado, ya que, de un lado, sobre el particular viene discurriendo profusamente la doctrina especializada varios lustros ha (3), y en Iberoamérica contamos con una obra reciente y muy completa (4), y, de otro, la mencionada ideología no es más que una forma más refinada y moderna de la vieja aspiración de imprimir a la pena el sentido de reeducar a los condenados, o sea, de prescribirles, mediante una pena entendida como bálsamo para un alma infecta, un cierto número de virtudes que el Estado se siente en el legítimo derecho de imponer para reconstruir una personalidad vista como desmejorada e incompleta, y cuya reforma se busca con vehemencia, sólo que modernamente dicha reforma se suele justificar en holocausto de las exigencias de la lucha contra la reincidencia o recaída individual en el delito. La idea --o, como alguno tiene escrito, el mito-- de la reeducación del condenado, que ha sido presentada bajo diferentes ropajes especulativos a lo largo de la historia del pensamiento jurídico-penal (5), y que remata en la concepción tecnocrática del tratamiento penitenciario, ha caído por varios factores; unos de índole económico-financiera, ligados al derrumbe del Estado asistencial en los países centrales; otros, de naturaleza más bien sociológica, desde el momento en que se empezó a advertir, sobre todo por obra de la llamada sociología del conflicto, la incongruencia del desideratum de resocializar al delincuente cuando la misma sociedad a la que éste pertenece se debiera mirar con más honestidad introspectivamente y captar las contradicciones y conflictos que se amadrigan en su seno y que explican la peculiar especie de criminalidad que produce; y otros, en fin, de orden valorativo. Es más: la del tratamiento era una idea sumamente discutida incluso antes de que vinieran a la luz aquellas leyes penitenciarias europeas que con más frecuencia se toman en consideración en nuestras latitudes, y luego ha ido rápidamente precipitándose por una pendiente de franco descrédito (6).
II.- Lo que no puede dejar de sorprender --tras la experiencia ya nefasta en otros países que la ensayaron a fondo, incluso invirtiendo ingentes cantidades de recursos de todo jaez, sin resultados apreciables-- es que esta idea del tratamiento resocializador haya llegado ahora a Chile, como se desprende palmariamente del decreto en comentario (7), introduciéndose, además, desde una óptica formal, en nuestro ordenamiento punitivo, con algunos defectos e imperfecciones de no liviano calibre atendida la importancia de la materia, y que bien se pudo precaver con una mayor atención a la teoría y práctica extranjeras en esto en suyo aleccionadoras (8). Veamos si se puede razonar este aserto.
En primer lugar: ¿cómo puede resultarnos admisible que en nuestro tiempo el ordenamiento penitenciario chileno continúe regulado jurídicamente bajo la presentación de una fuente normal subordinada como es un decreto reglamentario? Esto ya revela un cierto grado de confusión y de desorientación por cuenta el Ejecutivo, el que si efectivamente se quería poner a tono con las exigencias internacionales que por lo común se admite sobre el particular, bien pudo sugerir la vía legal, dejando, más tarde, para un reglamento, las cuestiones auténticas de detalle y de aplicación de la ley. Más ésta no es la única oportunidad en que se evidencia el carácter retórico y declamatorio del texto en cuestión: baste pensar en los numerosos pasajes (9) en que el Reglamento pone en liza el tema del respeto de los derechos de reclusos y presos, pero con esas típicas fórmulas generales, en rigor hueras de contenido jurídico --esto es, prescriptivo--, a las que desafortunadamente nos han ido acostumbrando las más modernas concreciones legislativas en lo penal de este continente, sobre todo después y al socaire del Código Penal Tipo para Latinoamérica (10). Y es que no se puede prescindir del hecho de que, por sobre el mentado propósito de regular el funcionamiento de los establecimientos penitenciarios, este texto reconoce una nada indiferente cuota de poderes disciplinarios a las autoridades a las cuales encomienda su administración, respecto de los internos; esto, en el fondo, equivale a decir, que primero proclamamos ciertos principios generales de sentido garantizador, pero luego abrimos la puerta para violarlos de forma más o menos manifiesta mediante la concesión de poderes discrecionales --y ya se sabe cómo la discrecionalidad puede fácilmente degenerar en arbitrariedad-- extensos a los funcionarios encargados de rendir cumplimiento a los principios que tanto nos interesan. Si a esto se agrega, como ulterior elemento de juicio, la total ausencia de un efectivo control jurisdiccional sobre la ejecución de las penas privativas de libertad, no resultará difícil concluir que en este Reglamento se compromete, no teórica, sino realmente, derechos elementales garantidos por la Constitución política del Estado. Más allá de tecnicismos formales y yendo al fondo jurídico del problema, si este decreto reglamentario no se compadece con la Constitución, por lo menos se acerca sensiblemente a su calificación de inconstitucional (11).
Una de las notas más significativas del nuevo derecho penitenciario chileno respecto de su predecesor, contenido en el decreto supremo 805 y 1928 y sus modificaciones, es la definitiva supresión del sistema progresivo en la ejecución de las penas de privación de libertad. Ahora la individualización administrativa de estas penas se ha de sujetar a un tratamiento de reinserción social, el que, empero, y por insólito que pueda resultar a los iniciados en estas materias, está previsto como obligatorio para los condenados, de lo que es forzoso colegir --pues in claris non fit interpretatio-- que, aun haciendo abstracción de los condenados que cumplen su pena en el medio libre y de los menores --caso, el último, quizá digno de más discusión--, este tratamiento se erige en auténtica imposición que se viene a añadir a las ya fijadas legalmente en la sentencia de condena, y que se puede traducir, supuesta la desobediencia o aun la actitud francamente recalcitrante de algún interno, en sanciones disciplinarias nada ligeras y, como se ha dicho y se repetirá, del todo exentas del control jurisdiccional. No se nos oculta, por supuesto, que incluso en otras legislaciones, donde, si se admite el defenestrado tratamiento, éste no es jamás obligatorio, sino una simple oferta de prestaciones de vario orden dirigidas a modificar, con el concurso de una mente que las acepta, aquellas disposiciones individuales que obstaculizan una constructiva participación social de los condenados, se suele igualmente presionar a éstos para que se sometan al tratamiento merced al expediente de cerrar a los rebeldes el acceso a los beneficios que generalmente se contemplan --como salidas dominicales, esporádicas, u otro--; pero entre esta circunstancia de hecho, por cierto deplorable, y hacer del tratamiento un deber jurídico, y todavía de derecho público, media un abismo, lógico, político y moral. ¿De qué sirve proclamar como principio rector de la actividad penitenciaria "el antecedente que el interno se encuentra en una relación de derecho público con el Estado, de manera que fuera de los derechos perdidos o limitados por su detención, prisión preventiva o condena, su condición jurídica es igual a la de los ciudadanos libres" (artículo 2), si veinte artículos después estos ciudadanos ya no están sólo sujetos a la privación de su libertad ambulatoria, sino a algo acaso más contundente y decisivo, como la pérdida de autonomía en la toma de las supremas decisiones de la vida? Esta afirmación, que puede parecer pesada, se justifica si se nos apercibe el verdader télos que el Reglamento imprime al tratamiento. El punto se centra en establecer si éste mira, como dice, a la resocialización o reinserción social, o francamente a la reeducación del condenado. Y, en verdad, se trata de dos nociones y de dos objetivos muy distintos, mucho más exigentes los segundos que los primeros. La idea de la reeducación es, bien miradas las cosas, harto más amplia y globalizadora que la de la resocialización: una cosa es, en efecto, resocializar, con lo que tenemos en mira un objetivo eminentemente sociológico que se refiere a ciertas condiciones subjetivas indispensables para la vida de relación, por lo que en aquélla interesa más bien la disposición externa del individuo para convivir armoniosa o pacíficamente en sociedad, coordinando su voluntad con la de los demás, y otra muy diferente es reeducar, porque la reeducación implica --la misma etimología latina de la palabra evoca la idea de conducir a alguien desde la oscuridad a la luz-- una apertura hacia el mundo de los valores, de los que se sigue que la reeducación busca una profunda reforma moral, o, mejor, se trata de imponer una determinada forma de moralidad al condenado. A la luz de esta distinción será sencillo comprender que el tratamiento penitenciario chileno no va en pos de la resocialización de los condenados, porque lo que en verdad le interesa es reeducarlos. "El tratamiento de reinserción social consiste en el conjunto de actividades directamente dirigidas (sic) (12) al condenado que cumple su pena en un establecimiento penitenciario, para orientar su reingreso al medio libre a través de la capacitación y de inculcarle valores morales en general para que una vez liberado quiera respetar la ley y proveer a sus necesidades (13); en el fondo, implica una exigencia exagerada e iliberal, en cuanto supone la imposición de valores morales que el condenado puede perfectamente no compartir e incluso rechazar, al paso que también se nos filtra subrepticiamente una moralidad de Estado u oficial --de lo contrario, no se entiende eso de los valores morales en general-- que nada tiene que hacer en un derecho penal liberal y que cuadra mejor en un esquema político autoritario, por no decir totalitario. Va de suyo que así, además, se desdibujan los límites que separan al derecho de la moral, se quebranta la autonomía característica de la ética y se verifica empíricamente la aprensión de quienes piensan, a mi entender con razón, que todo Estado que imponga jurídicamente una forma de moralidad, es, por este hecho solo, inmoral (14). Vienen aquí espontáneamente al recuerdo esas magníficas palabras que Bettiol escribió en 1963, pues "el hombre es libre de hacer el bien, pero también de orientarse hacia el mal, e incluso preservar en éste, salvo sufrir las consecuencias del mal perpetrado. Nadie puede constreñir al hombre al bien, porque en tal caso la acción perdería su más precioso significado moral" (15). Queda todavía por decir que este tratamiento es probablemente el más iliberal dentro de los modelos teóricos posibles de la prevención especial: no estamos frente a un ordenamiento que se pueda decir inspirado en la Défense social nouvelle, ni tampoco frente a un tratamiento puramente pedagógico, a la Roeder, ya que las numerosas referencias a una idea bastante añeja, la peligrosidad, a la necesidad de disminuir la capacidad delictiva, e incluso la innocuización, recluyéndolos en establecimientos o secciones especiales, de los condenados a quienes se califique por la Administración como la especial peligrosidad (16), ahorran esfuerzos interpretativos y conducen a pensar que en este Reglamento se nos repropone, redivivo, un tratamiento penitenciario terapéutico, de mal deshuesado positivismo, basado en la defensa social --o, como ahora se dice, con locución confusa que seguramente deriva de otra, muy conocida en América, "seguridad ciudadana"--, en que el eje del problema gira en torno a un delincuente concebido como un ser inferior, degenerado o desviado, que constituye un peligro para la sociedad: individuo personalmente mal dotado, al que hay que recuperar para el beneficio social, incluso violentando su voluntad, y en caso contrario habrá que innocuizarlo, porque de lo que se trata es de defender al conglomerado social a cualquier precio.
Siendo el de su ejecución el instante en el que la pena despliega todo su poder aflictivo, y siendo siempre el Estado, en la imposición de la pena, una dinámica de fuerza, esto es, una entidad coactiva en movimiento perpetuo, se comprenderá la importancia decisiva que tiene el control jurisdiccional respecto de la individualización administrativa de las penas privativas de libertad, cosa, con todo, ajena a este Reglamento, que si es generoso en sus medidas disciplinarias, algunas de las cuales se hacen particularmente insoportables, como esa supervivencia penal del encierro en celda solitaria --que hace algunos años la ley había echado por la puerta del derecho penal chileno, pero que ahora se nos cuela por la ventana que habíamos dejado mal cerrada (17)--, no se cuida de someterlas a la férula de la magistratura. Mientras en no pocos países es ya institución indiscutida --y hasta antigua, o por lo menos arraigada-- la figura del juez de ejecución o tribunal de vigilancia como órgano encargado de ocuparse de cuanto concierne a la ejecución de estas penas, sobre todo en lo que hace al efectivo respecto de los derechos de los condenados, a los incentivos de que pudieren gozar y a las sanciones que imponer por faltas al régimen de disciplina, habiéndose llegado, en algunos casos, a articular un sistema de doble instancia en esta judicatura de ejecución, en este reglamento carcelario seguimos en la tradición de encomendar in toto el cumplimiento de las puniciones a la Administración (18). Sobre las más graves y comprometedoras situaciones resuelve siempre la autoridad penitenciaria, sin perjuicio de una modesta y casi irrelevante intervención de la correspondiente secretaría regional de justicia, órgano ejecutivo, no judicial. Sólo para el caso que se deba repetir la aplicación de medidas disciplinarias --que el artículo 60 denomina, con mal gusto y peor técnica, correctivos-- la autoridad administrativa debe comunicar la situación al juez competente.

III.- Aunque razones de espacio nos impidan hacernos cargo de otros aspectos no menos censurables de este Reglamento, somos de la opinión de que es imprescindible y urgente volver a meditarlo y considerar seriamente la posibilidad de reformar desde la raíz nuestro régimen de ejecución, acaso el más postergado en la mente de nuestros estudiosos, pero cuya importancia salta a la evidencia sólo si se piensa que es inútil e improductivo discurrir en torno a la finalidad que han de seguir las penas, si después nos desentendemos olímpicamente de su ejecución o la regulamos de un modo inconciliable con el fin teórico que para aquéllas se acordara originalmente (19). Hay quienes en Chile piensan que antes que aventurarnos en reformas precipitadas a un código sustantivo que indudablemente reclama una modificación de fondo, tanto valorativa como técnica --y aun de lenguaje--, que no altere sus paredes maestras, es más urgente la reforma de nuestros procedimientos criminales; pero aun suscribiendo nosotros este temperamento, no se debe preterir a nuestro derecho de ejecución penal, íntimamente ligado, como está, al derecho penal material, y del que en definitiva forma parte. Si estas escuetas consideraciones críticas pueden servir para desbrozar el camino hacia una nueva configuración del derecho penitenciario chileno, que éste acorde con las ideas científicas dominantes y con la sensibilidad de nuestra época, entonces no habremos trabajado inútilmente.
NOTAS
(*) Profesor de Derecho Penal y de Introducción al Derecho en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Antofagasta (Chile). Diplomado en la Scuola di Specializzanione in Diritto Penales e Criminología de la Universidad de Roma.
(1) Contenido en el decreto 1771, publicado en el Diario Oficial del 9/2/93.
(2) Confr. El problema de la reeducación del condenado en el Estado contemporáneo. Prelusión leída en el acto inaugural del año académico de la carrera de Derecho, Antofagasta, 1993, ps. 12-17.
(3) Confr. Francisco Muñoz Conde, La resocialización del delincuente. Análisis y crítica de un mito, en "Cuadernos de Política Criminal" No 7, 1979, ps. 90 y ss.; Antonio García-Pablos de Molina, La supuesta función resocializadora del derecho penal: utopía, mito y cufemismo, en Anuario de derecho penal, 1979, ps. 645 y ss.; Miguel Polaino Navarrete, Estudios penitenciarios, Córdoba, 1988; Giorgio Marinucci y Emilio Dolcini, Studi di dirito penale, Giuffrè, Milán, 1991, ps. 135 y ss.; Emilio Dolcini, La rieducazione del condonnato tra mito e ralta, en "Rivista Italiana di Dirito e Procedura Penale", 1979, ps. 469 y ss., entre tantos.
(4) Confr. Raúl Cervini Sánchez. Los procesos de decriminalización. Editorial Universitaria Ltda., Montevideo, 2a. ed., 1993, particularmente Cap. I (El fracaso de la ideología del tratamiento resocializador), ps. 21-37.
(5) Tres tipos de orientaciones preventivo-especiales discierne el jusfilósofo Florentino Luigi Ferrajoli, a partir de sus diferentes fundamentos filosóficos y políticos: las doctrinas moralistas y pedagógicas de la enmienda, las positivistas y naturalistas de la defensa social, y las teleológicas de la diferenciación de las penas. Confr. Diritto e ragione. Teoría del garantismo penale, Laterza, Bari. 1989, ps. 251 y 252.
(6) Confr. Cervini Sánchez, ob. y lug. cits; Ferrando Mantovani, Diritto penale. Parte generale, Cedam, Padua, 2a ed., 1988, ps. 698-707; II problema della criminalità. Compendio di scienze criminali, Cedam, Padua, 1984, ps. 443-452; y Heinz Zipf, Politica criminale, traduc. de Adriano Buzzoni, Giuffrè, Milán, 1989, ps. 131-136.
(7) Ver su cuarto considerando; además, los artículos 23, 25 y 71 y ss.
(8) Especialmente si se repara que es difícil negar el influjo que sobre este texto ha desplegado la Ley General Penitencia española, de 1979.
(9) Por ejemplo, los artículos 2, 5 y 6.
(10) Confr. Manuel de Rivacoba y Rivacoba, Pensamiento penal y criminológico del Código Penal Tipo para Iberoamérica, en el volumen colectivo Estudios jurídicos sobre la reforma penal, Universidad de Córdoba, 1987, ps. 215-244
(11) Aunque el artículo 60 de la Constitución política chilena no aborde la cuestión expressi verbis, permítaseme sugerir que si el siguiente, el 61, excluye de las materias que pueden ser objeto de la potestad legiferante delegada del Ejecutivo "aquellas comprendidas en las garantías constitucionales", a fortiori hay que entender precluido el paso, sobre semejantes materias, a la potestad reglamentaria común.
(12) Esta fea incorrección lingüística, que tenemos asimismo leída en algún probable modelo extranjero de este Reglamento, da una idea del descuido con que están escritos no pocos de sus pasajes.
(13) Artículo 71.
(14) "El Estado que pretende imponer una moral es un Estado inmoral". Confr. Eugenio Raúl Zaffaroni, Tratado de derecho penal. Parte general, 5 vols., Ediar, Bs. As., 1987, t. J. p. 37.
(15) Confr. II mito della rieducazione, en su Scritti giuridici, 2 vols., Cedam, Padua, 1996, vol. II, ps. 995-1004. El pasaje citado en el texto, en p. 1000.
(16) V. gr., artículos 9, 12 y --sobre todo-- 27.
(17) La desaparición del encierro en celda solitaria como pena fue dispuesta por la Ley No 19.047, publicada en el Diario Oficial del 14/2/91, cuyo artículo 4 modificó los artículos 21, 22, 80 y 90 del Código Penal, entre otros. Sin embargo, esta ley reformatoria consintió su pervivencia, ya no como pena, sujeta al principio de legalidad, sino como castigo disciplinario, sobre criterios discrecionales de la Administración. Humanización platónica del sistema penal chileno llamó a este cambio de etiquetas, de Rivacoba y Rivacoba. Confr. su Evolución histórica del derecho penal chileno, Edeval, Valparaíso, 1991, p. 83, nota *.
(18) Acerca de esta tradición histórica, confr. de Rivacoba y Rivacoba. Función y aplicación de la pena, Depalma, Bs. As., 1993, ps. 109-117.
(19) Confr. Carlo Binding, Compendio di diritto penale. Parte generale. Prefazione, note e traduzione sulla ottava edizione tedesca di Adelmo Borettini, Athenaeum, Roma, 1927, p. 407.

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