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jueves, 1 de marzo de 2012

PRESIDENCIALISMO LATINOAMERICANO: SUS ALCANCES, LOS RIESGOS QUE GENERA A LA PLENA VIGENCIA DEL ESTADO DE DERECHO Y ALGUNAS NOTAS SOBRE LA VIABILIDAD D

PRESIDENCIALISMO LATINOAMERICANO: SUS ALCANCES, LOS RIESGOS QUE GENERA A LA PLENA VIGENCIA DEL ESTADO DE DERECHO Y ALGUNAS NOTAS SOBRE LA VIABILIDAD DE LAS PROPUESTAS PLANTEADAS AL RESPECTO.


Eloy ESPINOSA-SALDAÑA B.*
Perú
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* Catedrático de Derecho Constitucional de Las Universidades Pontificia Católica del Perú, Nacional Mayor de San Marcos e Inca Garcilaso de la Vega
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SISTEMA PRESIDENCIAL, SUS CRÍTICAS Y CRÍTICOS, Y LAS PARTICULARIDADES DEL DENOMINADO PRESIDENCIALISMO LATINOAMERICANO.
Si reconocemos al Derecho Constitucional como la disciplina que busca dar un encuadramiento jurídico al ejercicio del poder político en una sociedad determinada, pocos temas tienen tanta importancia para esta disciplina como el de determinar cual sería el sistema de gobierno más conveniente para asegurar una distribución del poder político lo más armónicamente posible, situación que desafortunadamente parece no haberse dado en América Latina.
Y es que en América Latina, ese proceso hoy mundial de predominio del mal llamado “Poder Ejecutivo” (1) encontró un escenario peligrosamente proclive a este fenómeno, y, lo que es peor, a manifestaciones incontroladas y abusivas del mismo. Muy a despecho pues de los esfuerzos democratizadores iniciados en nuestro subcontinente a fines de los años setenta, resulta innegable como hasta hoy todavía nos encontramos frente a un contexto intrínsecamente débil, vulnerable y con fuertes limitaciones no solamente para hacer frente a aspectos tradicionalmente presentes en el quehacer político y social de nuestros países, sino también para poder adecuarse a los cambios experimentados en los últimos años a nivel universal. Una de las principales trabas para el desarrollo de este quehacer democratizador es pues sin duda alguna el desmesurado crecimiento del poder del “Ejecutivo”, y sobre todo el del Presidente de la República, con el agravante de que ese excesivo poder difícilmente buscó y logró ser eficazmente controlado.
Frente a este complejo fenómeno, los últimos veinte años, y justo cuando varios países del subcontinente se encontraban en lo que algunos autores con acierto denominaron “una doble transición” (2), trabajos como los planteados por Juan Linz y otros han permitido cuestionar dentro del mundo académico latinoamericano (y no por lo menos en esa misma proporción, entre la ciudadanía o la clase política de nuestros países) la conveniencia de mantener el sistema de gobierno actualmente vigente.
Como es de conocimiento general, Linz, desde su famosa ponencia (y luego artículo) “Democracy Presidential or Parliamentary. Does It Make a Difference?” (3), texto de 1984, texto en el cual marca una línea que ha mantenido en posteriores trabajos, anotaba la poca asociación que encontraba entre el presidencialismo de nuestros países con principios y prácticas democráticas; luego de ello, ponía énfasis en la (supuesta) rigidez del modelo presidencial, y consideraba como desafortunadas consecuencias de esta rigidez, entre otras, a una pobre cooperación entre los “poderes” del Estado, por no decir una situación de potencial bloqueo o enfrentamiento entre ellos; la imposibilidad o gran dificultad para remover al gobernante poco afortunado en su gestión; celos institucionales provocados por la legitimidad popular de origen tanto de los congresistas como del Presidente; la consagración de un estilo de actuación presidencial que asumía una cierta superioridad del presidente sobre el resto de actores políticos y otras instituciones del Estado, con el agravante que para Linz resultaba muy difícil determinar la responsabilidad de los presidentes en aquellos países donde no se admite la reelección presidencial; un mayor proclividad a que outsiders políticos pudieran conquistar el gobierno nacional; y, finalmente, serias complicaciones para dirimir conflictos de autoridad, pues el diseño del modelo político imperante buscaría consagrar que el ganador se llevaba o quedaba con todo.
Independientemente de si las críticas de Linz (críticas con las cuales coinciden autores como Lijaparht, Valenzuela y otros) son o no justas, tema harto discutible sobre el cual intentaremos incidir después, necesario es en nuestra opinión señalar como aquí se han entremezclado críticas a un modelo presidencial más bien “puro” con cuestionamientos que en rigor únicamente corresponden a los sistemas de gobierno mayoritariamente imperantes en nuestro subcontinente. Desafortunadamente no se tiene el cuidado en resaltar como el escenario “puro” norteamericano es muy distinto a aquello que muchos denominamos en estricto presidencialismo latinoamericano. Y como si lo expuesto no tuviese suficiente entidad, también se soslaya como incluso dentro del presidencialismo latinoamericano pueden existir importantes matices (4).
Ahora bien, lo recientemente aquí reseñado no obsta para reconocer la incontrastable validez de dos aseveraciones que de inmediato formulamos: en primer lugar, y muy a despecho de los evidentes matices existentes, fácilmente podemos percibir la existencia de ciertos elementos comunes o propios que en nuestra modesta opinión diferencian al presidencialismo latinoamericano de los otros sistemas de gobierno vigentes a nivel mundial; y en segundo término, sin gran dificultad podemos constatar como este presidencialismo latinoamericano es, por lo menos en mayor medida que la experiencia estadounidense, un siempre peligroso y potencial riesgo a aquella limitación o distribución del poder tan necesaria para la consolidación de todo Estado de Derecho que se precie de serlo. El sentido del presente trabajo estará entonces más bien dirigido a determinar cuáles son los rasgos característicos del presidencialismo latinoamericano como fenómeno político con entidad propia (poniendo especial énfasis en como aborda la relación Congreso Gobierno en nuestros países) y fundamentalmente, a señalar cuál sería la estrategia a seguir para finalmente alcanzar el sistema de gobierno considerado más apropiado en la lógica de evitar concentraciones abusivas e incontroladas del poder político en América Latina. Esas precisamente son las preguntas que intentaremos contestar de inmediato.

PRESIDENCIALIMO LATINOAMERICANO: SUS RASGOS BÁSICOS Y LAS DIFICULTADES QUE ESTA FORMA DE CONCEBIR EL QUEHACER POLÍTICO OCASIONA AL PROCESO DE CONSOLIDACIÓN DEMOCRÁTICA DE NUESTRO SUBCONTINENTE.
No podemos comenzar este apartado de nuestro texto sin anotar como el llamado presidencialismo latinoamericano no es en rigor un fenómeno cronológicamente reciente en este subcontinente sino un acontecimiento cuyos orígenes incluso se remontan a épocas incluso anteriores al surgimiento de los diferentes estados de América Latina como entidades independientes.
Y es que llegados a la vida republicana luego de pasar por una concepción fuertemente centralizada de la gestión pública, y contando además con sociedades tremendamente estratificadas (grupos humanos en los cuales el grueso de la población no tenía forma alguna de participación en la toma de las decisiones más relevantes en materias de carácter político, económico o social), desde sus primeros años como Estados independientes los diversos países latinoamericanos se encontraron con un escenario de manifiesta debilidad institucional, falta de familiaridad con algunos de los avatares propios de la participación política y una gran heterogeneidad de intereses que hacía casi imposible la existencia de mínimos puntos de consenso entre importantes secotes de su población. Todo este conjunto de factores generó una serie de significativas repercusiones en nuestra conformación como Estados, algunas de las cuales de inmediato pasaremos a analizar.
Con un contexto tal como el que aquí hemos descrito, y al imponerse la dinámica independentista de nuestros países, la alternativa mayormente asumida para hacer frente a la situación entonces existente fue la de poner en práctica sistemas de corte presidencial (5). Ahora bien, aun cuando es indudable que los fundadores de las repúblicas latinoamericanas tuvieron muy presente el ejemplo norteamericano (6), el escenario político, económico y social previo, junto a otros factores vinculados por ejemplo a la formación ideológica de quienes aparecieron dirigiendo nuestras guerras de independencia (7), llevó a que en América Latina no solamente se llegue a resultados radicalmente distintos a los alcanzados en el país cuyo modelo se decía querer imitar (los Estados Unidos de Norte América), sino a que vaya configurándose un sistema de gobierno con características propias, las cuales siquiera brevemente intentaremos reseñar:
Fortalecimiento excesivo y descontrolado de lo que todavía hoy, con poca rigurosidad técnica, sigue conociéndose como “Poder Ejecutivo”, y sobre todo, de las atribuciones encomendadas al Presidente de la República. El Presidente latinoamericano al igual que el Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, es al mismo tiempo Jefe de Estado y Jefe de Gobierno. Sin embargo, en América Latina es tanta la prevalencia presidencial existente que ésta termina rompiendo la lógica de pesos y contrapesos tan característica de la propuesta norteamericana.
Estamos aquí frente a un fenómeno casi tan antiguo como nuestro surgimiento como repúblicas independientes, ya que si bien las primeras manifestaciones institucionales de los entonces incipientes Estados latinoamericanos supusieron una mayor relevancia de órganos colegiados (primero los Cabildos y luego los Congresos), muy pronto se personalizó la titularidad del ejercicio del poder político. Por otro lado, rápidamente la variedad e inestabilidad de los primeros ensayos constitucionales de nuestros países dejó paso a una opción propiciatoria del predominio presidencial, máxime si el entonces Presidente de la República era militar o contaba con el decidido apoyo de las Fuerzas Armadas de la época.
Lo cierto es que hasta hoy resulta una constante a nivel latinoamericano que los Presidentes de sus diferentes repúblicas, elegidos directamente por la ciudadanía, tengan constitucionalmente reconocidas una serie de atribuciones incluso mayores a las formalmente otorgadas al Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica (8), atribuciones entre las cuales destacan el reconocimiento de la iniciativa legislativa directa; la posibilidad del veto parcial de normas, la asunción incontrolada – o por lo menos, poco controlada- de facultades legislativas, facultades que muchas veces puede ejercer sin delegación parlamentaria alguna; la posibilidad de decidir, con el apoyo de sus ministros (apoyo que, como después veremos, se circunscribe a una mera ratificación de la iniciativa ya asumida a nivel presidencial); la asignación de créditos presupuestales adicionales; o el frecuente uso y abuso de medidas de carácter excepcional en materias económicas y/o sociales (medidas que, en muchos casos, lejos de ceñirse a un necesario carácter coyuntural tienen una perniciosa vocación de permanencia).
Pero como si lo recientemente reseñado no tuviese de por si suficiente entidad, tan o más importante que lo constitucionalmente establecido son los poderes que llamaremos “metaconstitucionales” del Presidente Latinoamericano, aquellos formalmente no consignados pero que en la práctica resultan tan o más significativos que los otros. Nohlen y Fernández nos dan un buen ejemplo al respecto, vinculado al poder que tienen los presidentes de nuestros países sobre su burocracia (sin que ello implique darle alguna connotación peyorativa a este último concepto): y es que visto en teoría, los presidentes latinoamericanos poseen tanto poder como sus colegas estadounidenses en el nombramiento de los más altos funcionarios dentro de la administración pública. Sin embargo, en los hechos, la inexistencia de un servicio civil y una carrera administrativa autónomos en la mayor parte de nuestros países lleva a que aquí la capacidad de maniobra presidencial resultará tan amplia que bien podría considerarse que deviene en incontrolable (9).
Si a todo lo expuesto le sumamos la falta de responsabilidad política del presidente de la República en América Latina, responsabilidad que asumen directamente los ministros frente a los congresos, fácilmente pueden explicarse los alcances de algunas de las denominaciones utilizadas para calificar a los presidentes latinoamericanos, tema sobre el cual existe una abundante bibliografía tanto en el ámbito de la Ciencia Política como en el del Derecho Constitucional (10).

La gravedad de esta situación resultaba entonces francamente insoslayable, lo cual, y sobre todo de la mano de corrientes de pensamiento liberal existentes durante buena parte del siglo diecinueve en nuestros países, llevó a la implantación de mecanismos destinados a controlar el accionar presidencial. Con ese objetivo progresivamente los países latinoamericanos tendieron a ir incorporando en sus ordenamientos jurídicos fórmulas de control inter e intraórganos traídas de un contexto más bien propio del parlamentarismo, lo que ha llevado a que algunos detecten y otros incluso promuevan escenarios cercanos a lo que podríamos calificar como regímenes semi-parlamentarios. Con cargo a referirnos en otra ocasión con mayor detalle a los instrumentos de control interróganos recogidos en Latinoamérica, lamentamos aquí tener que anotar como la efectividad de mecanismos de control intraórganos como el refrendo, el Consejo de Ministros y el Presidente del Consejo de Ministros resulta poco menos que relativa en un contexto en el cual se mantienen rasgos tan básicos del modelo presidencial como la existencia de un Presidente de la República elegido popularmente, y que además, reúne en si mismo las calidades de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno.
Explicitemos los alcances de la afirmación que acabamos de efectuar, viendo a modo de ejemplo lo que ocurre en el caso del refrendo. Como bien sabemos, el objeto de esta institución históricamente tan ligada al parlamentarismo era mediante la ficción de despojar al monarca de toda responsabilidad política por sus actos) subordinar (o por lo menos, mediatizar) el quehacer del Rey o Jefe de Estado a los criterios y posturas dominantes dentro del Parlamento, instancia que en mérito a su legitimidad popular de origen es la competente para nombrar o remover a un Ministro de su cargo. Sin embargo, si traemos el refrendo a un contexto en el cual es el mismo Presidente de la República quien nombra o remueve a sus ministros (11) prácticamente sin estar sometido a algún mecanismo de determinación de responsabilidad política ante el Congreso, lo que tenemos es un Presidente en cuyas manos, en líneas generales se encuentra la continuidad de cualquiera de los ministros en sus carteras; y por ello, obviamente aquel Ministro que se niegue a refrendar una norma en la cual se recoja la voluntad presidencial es alguien que va camino a perder su puesto.
Curiosamente entonces el refrendo, mecanismo inicialmente visto como un límite al accionar presidencial dentro del mismo gobierno incluso más allá de aquello que los cánones norteamericanos estarían dispuestos a admitir, ha estado lejos de constituir un elemento relevante para el control de la actividad presidencial, y ha devenido en un instrumento fundamentalmente útil para liberar de responsabilidad política al Presidente de la República por sus acciones u omisiones como gobernante, siendo otras personas sus ministros aquellos quienes tendrán que responder ante el Congreso por los efectos que pudieran ocasionar dichos actos. Todo ello reiteramos muy a despecho de lo que ocurre en un escenario parlamentarista, sin que se genere algún cuestionamiento jurídico a la permanencia en el cargo de quien es a la vez Jefe de Estado y Jefe de Gobierno.
Lo mismo se puede predicar de la existencia de los ministros o de un Consejo de Ministros; e incluso de un eventual Presidente de Consejo de Ministros (o cargo similar, como sería el Ministro Coordinador consagrado por la Constitución Argentina luego de su reforma en 1994), siempre y cuando este alto funcionario no se constituya en el Jefe de Gobierno de su país. En los hechos ni el Consejo ni su Ministro Jefe constituyen eficaces mecanismos de control intraórganos cuando su acceso y permanencia dependen en líneas generales de la voluntad del Presidente de la República. Ministro díscolo a la voluntad presidencial corre rápidamente el riesgo de dejar de ser ministro. Es más, incluso la relevancia del Presidente de un Consejo de Ministros como instancia de coordinación y distribución de la labor presidencial es bastante relativa, estando más bien circunscrita al margen de maniobra y significación que quien es al mismo tiempo Jefe de Estado y Jefe de Gobierno tenga a bien reconocerle (12).
Nos encontramos pues ante una figura presidencial, que muy a despecho de estar (más formal que realmente ) sometido a refrendo ministerial (y por ende, compartiendo responsabilidades con los ministros), constitucional, legal y fácticamente posee un enorme poder, y que además, dicho poder no aparece como adecuadamente controlado. Sin embargo, ese no es el único elemento propio y distinto que sirve para identificar al presidencialismo latinoamericano, tal como veremos a continuación.

Debilidad en la configuración del rol y atribuciones propias de la institución parlamentaria, a la cual se le reconoce con el nombre de Congreso.-
En todos los textos constitucionales latinoamericanos se tiende a querer potenciar el aspecto legisferante de la institución parlamentaria llegándose al extremo de muchas veces denominarla como “Poder Legislativo”, e intentado proyectarse la imagen de que ésta es la única instancia que posee la titularidad de dicha función estatal, postura que si alguna vez fue cierta, hoy no se contradice con lo que actualmente es la práctica cotidiana inclusive de aquellos estado con un régimen parlamentario (13). Sin querer aquí desdeñar la relevancia de las responsabilidades legislativas de los congresos modernos, justo es también resaltar como hoy a nivel mundial más bien se han ido fortaleciendo como sus funciones centrales las tareas de representación y control.
Por otro lado, cuando en América Latina se le han reconocido responsabilidades contraloras a los Congresos, y sobre todo, cuando se ha buscado constituir a las instituciones parlamentarias en instancias de control interróganos del quehacer gubernamental, la discutible eficacia de los instrumentos mediante los cuales busca canalizase tan relevante atribución muchas veces ha colaborado en acentuar el descrédito ciudadano en los congresos latinoamericanos y en los congresistas quienes los integran (14).
Otra vez aquí adquiere especial sentido la incorporación de elementos de control político traidos del parlamentarismo aplicados sobre un modelo sustentado en algunos de los aspectos reputados como centrales dentro de un régimen presidencial. Como es de conocimiento general, el sentido de acudir a mecanismos como la interpelación, la censura, la cuestión de confianza o la investidura (y figuras similares (15)) es en principio el de determinar la responsabilidad política de los ministros, y a través de ello, buscar que el Congreso fije cual debe ser la línea política a seguir por el gobierno de turno. Ahora bien, si el Presidente de la Republica es a la vez Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, y por ende, es quien pone y remueve a los ministros, sin estar sometidos a interpelación, censura, cuestión de confianza o investidura alguna por designar dichos ministros (y, lo que es peor, sin verse por ello obligado a modificar su accionar político), el Presidente puede incluso insistir, sin mayores consecuencias jurídicas para su continuidad en el cargo, con perspectivas rechazadas por el Congreso, limitándose solamente a cambiar las caras de quienes asumirán responsabilidad política frente a los distintos requerimientos parlamentarios.
La experiencia peruana en particular, y la latinoamericana en general, nos demuestran cuan negativas pueden ser las consecuencias de optar por una alternativa como la que aquí acabamos de reseñar, pues la misma proyecta la peligrosa percepción de tener un Congeso legitimado para conducir la vida política nacional al mismo tiempo que mediante otras disposiciones constitucionales y legales se consolida la configuración de un Gobierno con similares pretensiones. Este cuadro se agrava aún más si para la salida al entrampamiento que pudiera generarse constitucionalmente se tiene prevista la disolución parlamentaria de aquel Congreso que censura a un número determinado de gabinetes, ya que aquí, a diferencia del escenario parlamentarista europeo, solamente son los congresistas quienes arriesgan su estabilidad en el cargo. No ocurre lo mismo con el Presidente y Jefe de Gobierno latinoamericano, quien a lo más se verá obligado a cambiar de ministros, más no de línea política.
Ante un estado de cosas como el que acabamos de describir, los hechos concretos nos demuestran que dos han sido generalmente las situaciones a las cuales finalmente se ha llegado en nuestro subcontinente: [1] abdicación parlamentaria del empleo de las potestades de control del quehacer gubernamental que le han sido atribuidas; o [2] el surgimiento de un clima político tenso, en el cual unos y otros pujan por la puesta en práctica de aquellas posibilidades de acción que constitucionalmente le han sido reconocidas. En este último caso, un estado con un Gobierno excesivamente presionado por las labores de control ejercidas desde el Congreso tiende a vivir entre un clima de inestabilidad política, el cual puede desembocar en un indebido cierre de una institución parlamentaria considerada hostil por las huestes presidenciales o en una conclusión anticipada del período presidencial; o, lo que es peor, en un golpe de estado con una activa participación de las Fuerzas Armadas. Fácil es apreciar como en todos estos escenarios quienes más suelen desacreditarse son el Congreso y sus congresistas, y con ello, el sistema democrático-representativo en su conjunto. La solución entonces aquí prevista a bloqueos –los cuales son distintos a aquellos mencionadas por otros autores frente a escenario con un régimen presidencial “puro”- no es pues precisamente recomendable.
Sin embargo, no podíamos concluir este apartado sin hacer mención a un caso en América Latina en donde la relación Congreso-Gobierno tiene algunos ingredientes adicionales, y por ende, muy interesantes de analizar: el caso boliviano, al cual hay quienes incluso denominan como un “Presidencialismo parlamentarizado”. Y es que en Bolivia, lo prescrito en el artículo 90 de su Constitución vigente, el cual plasma la elección congresal del presidente, unida a una lógica de coaliciones interpartidarias (producidas entre otras cosas para permitir la elección presidencial antes mencionada), le ha dado una relevancia singular al Congreso dentro de la vida política nacional. Ahora bien, cabe sin duda formularse varias preguntas sobre esta situación, surgida más bien como resultado de un imprevisto y no como consecuencia de una ingeniería constitucional premeditada. Estas preguntas redundan en cuestionarse si finalmente estamos ante una fórmula que puede reproducirse fuera de su especial contexto y coyuntura; y además, si en los hechos lo consagrado no es más que darle al Congreso una mayor cobertura de la legitimación del sistema, y sin que ello necesariamente implique un aumento de las responsabilidades que actualmente le son reconocidas como propias. Estamos pues frente a un tema que sin duda requiere un mayor estudio (16).
3.- Los otros dos rasgos saltantes del presidencialismo latinoamericano: la falta de autonomía de la judicatura, y la tendencia a mediatizar cualquier alternativa de corte descentralista.- Una visión siquiera panorámica del presidencialismo resultaría abiertamente incompleta si por lo menos no se realiza un somero acercamiento a estos temas. El perfil de lo solicitado, una referencia que enfatice en el estado de la cuestión las relaciones Congreso-Gobierno, nos impide entrar en mayores detalles al respecto.
Y es que hoy realmente resulta impensable la constitución de cualquier Estado de Derecho que se precia de serlo sin una judicatura (ordinaria, constitucional o ambas) que cumpla un indispensable rol de mediación jurídica para la mejor resolución de los más significativos problemas políticos, sociales y económicos dentro de una sociedad determinada. Ahora bien, desafortunadamente en nuestros países, y muy a despecho de su teórica configuración como un verdadero Poder Judicial (17), la mayoría de las veces la labor de la judicatura ordinaria latinoamericana se ha centrado en la mera resolución de conflictos en forma supeditada a orientaciones -por no decir en algunos casos, directas imposiciones- dadas fundamentalmente por los gobiernos, pero también en ciertos aspectos más puntuales por determinados sectores de los Congresos. De estos mismos parámetros, salvo honrosísimas excepciones, lamentablemente tampoco se han desentendido los jueces ordinarios cuando ejercen control de constitucionalidad de las leyes, e incluso buena parte de los Tribunales Constitucionales latinoamericanos y sus magistrados. En la consolidación de esta situación de falta de autonomía, cuando no de subordinación a los dictados del poder político o económico de turno, han tenido una importancia capital, entre otros factores, los vinculados al manejo del sistema de nombramientos judiciales, la implantación de diversos mecanismos de remoción o ratificación de los jueces en el ejercicio de sus cargos, o la coacción a nivel económico y presupuestal.
Por otro lado, pocos rasgos son tan distintivos del presidencialismo latinoamericano como el de su concepción fuertemente centralizada de la gestión pública, por la cual la mayor parte de las decisiones estatales están a cargo de instancias de la Administración Pública con cobertura nacional, y entre ellas, son el mal llamado “Poder Ejecutivo” y el Presidente con sus ministros quienes reservan para sí la última palabra en los temas más relevantes. Las instancias descentralizadas, tanto las que son consecuencia de una descentralización funcional como aquellas son resultado de una descentralización territorial, si existen, suelen solamente tener una cobertura residual de atribuciones en lo político, social o económico.
Esto ha ocurrido incluso en aquellos pocos países latinoamericanos donde se ha adoptado un sistema federal, ya que la fórmula federal –la cual fue presupuesto central en la construcción del modelo presidencial norteamericano- no se ha establecido en la mayoría de los países latinoamericanos, y en los pocos casos en que ha sido reconocida, su aplicación ha sido bastante desnaturalizada, y por ello, no se ha constituido como un contrapeso del presidencialismo. Como elementos que acreditan esta última aseveración tenemos, por ejemplo, que los Gobernadores de los Estados de Venezuela durante mucho tiempo fueron funcionarios designados por el Presidente de la República y sin mayor respaldo de un sufragio universal. Y por si lo expuesto no hubiese sido suficientemente ilustrativo, resultaría entonces de una contundencia indiscutible constatar como en los pocos países federales latinoamericanos existentes se ha hecho un uso abusivo de las llamadas “intervenciones federales” (actuación del gobierno central en la vida social y política de los estados que componen la federación en el momento en que éste lo considerase conveniente), aún cuando la posibilidad de efectuar estas intervenciones en algún caso ni siquiera estaba expresamente recogida en el texto constitucional correspondiente (18). A lo largo de nuestra historia entonces ni las técnicas de descentralización funcional ni las propuestas de descentralización territorial han permitido limitar o equilibrar eficazmente el poder presidencial en América Latina. La discusión y propuestas políticas formuladas al respecto, sobre todo en estos últimos veinte años, lamentablemente todavía resultan insuficientes para afrontar un desafío de tamaña magnitud.
Este breve acercamiento a los elementos considerados como más significativos dentro del presidencialismo latinoamericano –y sobre todo, a los dos primeros aspectos que aquí hemos reseñado, tradicionalmente vistos como los rasgos distintivos por excelencia del sistema de gobierno al cual estamos describiendo- puede darnos una idea de la complejidad de las dificultades hoy existentes en nuestro subcontinente para configurar verdaderos Estados de Derecho. Y es que la mera descripción que acabamos de efectuar nos demuestra cuan lejos están (o pueden estar) de cumplirse en América Latina aquellos presupuestos considerados centrales para la plena vigencia de esa manera de entender y ejercer el poder político en una sociedad determinada, como lo son una necesaria limitación del poder, y todo lo que ello implica (separación de poderes, sometimiento de la administración al principio de legalidad, imperio de la ley, etc.); el reconocimiento y tutela de los diversos derechos fundamentales; y el respeto a la supremacía de la Constitución. Es más, y tal como históricamente se han dado las cosas en nuestro subcontinente, el llamado presidencialismo latinoamericano muchas veces no ha sido más que el mascarón de proa para plasmar una actuación autoritaria, incontrolada, y por ende, abusiva del gobernante de turno.
Frente a un escenario como éste, en el cual la tentación de abandonar los canales institucionales constitucional y legalmente establecidos rara vez pudo ser resistida (máxime si buena parte de las veces dichas prescripciones sólo tenía un carácter estrictamente semántico, en el sentido en que su momento Loewenstein le otorgó a este concepto), las alternativas planteadas desde el Derecho Constitucional y la Ciencia Política han sido muy diversas. Nuestro objetivo será entonces aquí el de completar la reseña sobre cuales han sido las principales líneas de pensamiento sobre el particular, y, tomando en cuenta los alcances de estas diferentes posturas modestamente adelantar algunos criterios sobre como creemos convendría abordarse un tema de tamaña envergadura y significación, tarea que emprenderemos de inmediato.

LOS CAMINOS PLANTEADOS PARA SUPERAR LAS LIMITACIONES DEL PRESIDENCIALISMO LATINOAMERICANO Y ALGUNAS NOTAS SOBRE SU VIABILIDAD DE CADA UNA DE ESTAS OPCIONES.
Como ya habíamos adelantado anteriormente, el debate sobre la base del cual esta discusión vuelve a un primer plano en América Latina se potencia con los textos de Juan Linz. Ahora bien, la postura asumida por Linz es por todos conocida, e incluso ya ha sido sintetizada en otro apartado de este trabajo. Cabría entonces más bien analizar si su crítica al modelo presidencial en general, y su preocupación por potenciar las supuestas ventajas del parlamentarismo, nos debe llevar a efectuar un cambio tan drástico como implicaría la adopción de este último sistema de gobierno en América Latina.
Tomar una decisión tan radical como ésta, máxime si ella no parece ir acompañada de un especial respaldo ciudadano, implica contestarse ciertas preguntas, o por lo menos, optar luego de realizar algunas necesarias precisiones. Cabe preguntarse pues si el parlamentarismo tiene las virtudes que se le adjudican, garantiza la estabilidad política que invocan en su favor y, tal vez lo más importante, si es un sistema viable para nuestros países.
Lo cierto es que revisando lo ocurrido a lo largo de la historia y lo previsto en la normatividad de diversos países, el modelo parlamentario tampoco es perfecto, y que también ha sufrido sus crisis y evoluciones, tal como lo demuestra lo ocurrido en muchos países parlamentaristas luego de la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, aún en cualquiera de sus múltiples matices, la plena instalación de un régimen parlamentario parece presuponer la existencia de ciertos condicionamientos sociales, políticos y económicos que a primera vista no se darían por lo menos en la mayor parte de América Latina, salvo mejor opinión.
Por otro lado, y frente a la postura impulsada por Linz, y respaldada por autores como Valenzuela, Stepan y Skach, y con matices, por Sartori o Lijphart, surgieron una serie de cuestionamientos y cuestionadores de dichos planteamientos. Tal vez los reparos más certeros fueron los formulados por Shugart y Carey en su “Presidents and Assemblies” (19). Ambos autores, luego de efectuar un exhaustivo análisis histórico, no solamente pusieron en entredicho aquella supuesta primacía del parlamentarismo sobre el modelo presidencial en términos de mayor estabilidad política, sino que además comenzaron a considerar en forma radicalmente distinta varias de las aparentes debilidades del sistema presidencial. Así por ejemplo, la rigidez de los mandatos pasó a ser vista como un atributo de previsibilidad del régimen de gobierno presidencial; la elección popular del Presidente, una demostración de su transparencia; y el aparente conflicto entre la legitimidad popular presidencial y la legitimidad popular del Congreso será finalmente asumido como una situación que favorece la rendición de cuentas y un pleno funcionamiento de un sistema de pesos y contrapesos (checks and balances).
Los elementos hasta entonces asumidos como críticas al sistema presidencial son ahora entendidas como virtudes centrales del mismo; es más, y en base a estas consideraciones, hay quienes incluso recomiendan volver a un modelo presidencial “puro”, más cercano al patrón original norteamericano. Sugieren para ello, entre otras cosas, restringir la posibilidad de escenarios multipartidarios, propiciando la implantación de sistemas electorales de corte mayoritario o cercanos a lo mayoritario. Esta es sin duda una propuesta interesante, pero cabe aquí preguntarse también si la clase política latinoamericana, y sobre todo, si sus Congresos y sus congresistas estaría dispuestos a perder ciertas ventajas (reales o aparentes) ya adquiridas, probable consecuencia de volver a un modelo presidencial más apegado a los parámetros norteamericanos.
Ante críticas como las ya esbozadas a las posturas que hemos venido reseñando, resulta importante entonces resaltar que la tendencia que al parecer progresivamente viene imponiéndose en nuestro subcontinente frente a tan compleja situación ha sido la de la paulatina incorporación de nuevos mecanismos de control ínter e intraórganos al quehacer presidencial, con la especial particularidad de que dichos mecanismos no son aquellos previstos en los Estados Unidos de Norteamérica para asumir dichas funciones, sino más bien algunos traídos del sistema parlamentario para ser aplicados fuera de su contexto original. Ahora bien, justamente lo explicado ya en otro apartado de este mismo texto nos demuestra como en realidad dicha opción (la cual no es nueva, pues encaja perfectamente con las propuestas elaboradas por el liberalismo existente en el Perú y otros países latinoamericanos durante el siglo diecinueve), está muy lejos de asegurar una adecuada distribución del ejercicio del poder político en nuestro subcontinente. Es más, esta manera de ver las cosas -propiciatoria de una postura a la cual podríamos denominar “semiparlamentario”- lamentablemente muchas veces ha sido usada por gobernantes de corte autocrático para gobernar sin asumir mayor responsabilidad política por sus actos, responsabilidad que supuestamente correspondería a otros (los ministros), funcionarios cuyo quehacer cotidiano se encuentra bastante desvinculado del carácter fiscalizador que inicialmente se les había atribuido. Todo ello tiene además un especial encanto para los autócratas latinoamericanos, pues la determinación de la eventual responsabilidad ministerial por el Congreso también podría terminar constituyéndose en un elemento que melle la legitimidad y credibilidad ciudadana en esta última y muy importante institución, y como consecuencia de ello, en todo Estado de Derecho que se precie de serlo.
Sin duda en temas como estos no hay verdades absolutas o inamovibles (cualquier opción que pueda plantearse siempre ofrecerá ventajas y desventajas) y mal haríamos repitiendo mecánicamente las alternativas utilizadas en otros contextos. Finalmente el mejor sistema de gobierno es aquel que resulta más funcional para obtener los objetivos buscados (en síntesis, una adecuada distribución del ejercicio del poder político, con todo lo que ello involucra) dentro de aquella realidad sobre la cual se quiere actuar. Resulta entonces importante, antes de efectuar cambios drásticos en la normatividad vigente, explorar la viabilidad de fórmulas como las vinculadas a presidencialismos de coalición, pautas a las cuales buscarían aproximarse los casos brasileño y boliviano; y sin duda, y aún a despecho de la literalidad de lo dispuesto en los diversos textos constitucionales, unir esfuerzos en base a una progresiva construcción de una democracia de consensos (el caso chileno, con todas sus limitaciones, es paradigmático al respecto).
Lo contrario puede llevarnos a potenciar las amenazas ya existentes al asentamiento de regímenes democráticos en nuestros países, ya sea por fórmulas de concentración autoritaria del poder (como lo fueron en su momento los gobiernos de Menem y Fujimori) o por crisis de gobernabilidad cuando el gobernante pierde el control de las responsabilidades que le son propias (el ejemplo de lo ocurrido con De La Rúa nos releva de mayores comentarios sobre el particular). Ninguna de esas dos situaciones nos lleva a algo positivo, y por ello, debieran ser acontecimientos que no deberían volver a producirse en América Latina, salvo mejor parecer.

NOTAS

(1) Técnicamente hoy existe consenso en dejar de lado toda falsa impresión que pudiera generarnos una visión tradicional de la Teoría de la Separación de Poderes. El poder del Estado es uno, aun cuando éste se manifieste en diversas funciones, las cuales a su vez pueden ser detentadas por uno o varios de los diferentes órganos que componen el aparato estatal, dependiendo del sistema de gobierno vigente en cada país. Ahora bien, incurrimos en un segundo error si identificamos como “Poder Ejecutivo” a lo que en realidad es el Gobierno, instancia cuyas funciones trascienden ampliamente al ámbito de la mera ejecución de las directivas supuestamente dictadas por los parlamentos o congresos.

(2) Como bien señalan múltiples autores, América Latina vivió en la década de los ochenta (1980-1990) una doble transición: transición en lo político, marcada por el paso de gobiernos militares a gobiernos civiles, ceñidos siquiera formalmente a parámetros democráticos; pero también transición en lo económico, pues fue una época donde se promovió la reforma del aparato estatal (sobre todo en aquello referente a la actuación del Estado en el quehacer económico ciudadano) y se pusieron en práctica drásticas políticas de ajuste.

(3) Nos estamos aquí refiriendo a la ponencia presentada al Workshop on Political Parties in the Southern Cone, organizado por el Woodrow Wilson Center de Washington D. C.. Linz ha seguido trabajando este tema con múltiples colaboraciones en libros colectivos sobre el particular, siendo tal vez el aporte más importante al respecto el de su contribución a “The Failure of Presidencial Democracy”, libro que coeditó con Arturo Valenzuela en 1994 (“The Failure of Presidencial Democracy”. Baltimore, The John Hopkins University Press, 1994. Dos volúmenes. Hay una edición de este mismo trabajo publicada en castellano como “La Crisis del Presidencialismo” en Madrid por Alianza Editorial entre 1997 y 1998).

(4) Sobre el particular hay quienes incluso han esbozado una tipología al respecto. Por solamente mencionar algunas de las propuestas más interesantes hechas en este sentido, recomendamos revisar VALENCIA CARMONA, Salvador – Las Tendencias Contemporáneas del Ejecutivo Latinoamericano. En: Boletín Mexicano de Derecho Comparado Nº 31-32. México D. F., 1978, especialmente p. 142-147; o NOGUEIRA ALCALÁ, Humberto – I Regimi Presidenziali di L´América Latina. En: Quaderni Costituzionali VIII, número 3, Diciembre de 1998, especialmente p. 507-518.

(5) Ahora bien, en este punto de nuestra exposición se hace necesario efectuar dos importantes precisiones: en primer lugar, es conveniente resaltar cómo la asunción del modelo norteamericano en nuestro subcontinente fue en muchos aspectos más formal que real, lo cual en parte es comprensible si tomamos en cuenta que el sector criollo –el impulsor de la primera hornada de procesos independistas en América Latina- tenía una formación académica en la cual la influencia del pensamiento europeo (y sobre todo, del francés) era innegable. Es más, nos atreveríamos a señalar que en muchos casos la figura presidencial es admitida no como un seguimiento a lo acontecido en un proceso revolucionario sobre el cual poco o nada se conocía, sino como una rara mezcla de sentimientos de rechazo a una monarquía con la cual se quería guardar distancia, y a la vez, de interés por un rol conductor que muy bien podía encajar con las apetencias personales de poder de los ya numerosos caudillos de la época. Un muy importante análisis sobre la influencia del pensamiento francés y del caudillismo en el origen de nuestras repúblicas lo encontramos en Antonio COLOMER VIADEL: Constitución, Estado y Democracia en el umbral del siglo XXI, Nomos, Valencia, 1995, págs. 75 a 88.
En segundo término, es oportuno también resaltar como esta distorsionada comprensión del modelo norteamericano no se dio al mismo tiempo y en igual proporción en todos los países de América Latina. Es conveniente entonces anotar como en el fragor del fenómeno independista, en algunos lugares, guiados por las propuestas radicales propias de un pensamiento de corte rousseauniano, llegaron a plasmarse normativamente parámetros de gestión gubernamental con grandes similitudes a aquel gobierno de asamblea que tuvo tan fugaz vigencia dentro del proceso revolucionario francés (en esa línea iba por ejemplo lo recogido por la Constitución peruana de 1823 con respecto a la organización del Estado). Sin embargo, estas intentonas pronto fracasaron en su intención de constituir un liderazgo fuerte y cohesionado que consolidase la capacidad de autogobernarse recién obtenida. Así mismo, se hace relevante apuntar la existencia de posteriores experiencias de corte parlamentario en Brasil (entre 1838 y 1889, y luego de 1961 a 1963) y Chile (entre 1891 y 1925), así como la singular experiencia de gobierno dictatorial en Uruguay , la cual se desarrolló –con algunas intermitencias- entre 1919 y 1966. Un breve pero acertado comentario a cerca de estos tres últimos casos , así como sobre las razones por las los cuales dichas fórmulas fueron dejadas de lado, lo encontramos en COLOMER VIADEL, Antonio - Introducción al constitucionalismo iberoamericano, Ediciones de Cultura hispánica, Madrid, págs. 136 a 138.

(6) En este mismo sentido opinan NOHLEN, Dieter y FERNÁNDEZ, Mario – El Presidencialismo Latinoamericano: Evolución y Perspectivas. Caracas, Nueva Sociedad, 1991, p. 112.

(7) Coinciden con nosotros, entre otros, NOHLEN, Dieter y FERNÁNDEZ, Mario – Op. Cit., Loc. Cit.; COLOMER, Antonio – Constitución… Op. Cit., Loc. Cit.

(8) Ahora bien, justo es reconocer que la práctica concreta del constitucionalismo norteamericano ha demostrado cómo en los hechos el Presidente de aquel país ha terminado asumiendo algún ámbito de atribuciones dentro del cual inicialmente carecía de toda competencia. Algo de ello es lo que ocurre, por ejemplo, en lo vinculado al quehacer legisferante del Congreso estadounidense, pues hoy resulta innegable como el Presidente tiene un margen de iniciativa legislativa –aún con carácter más bien indirecto- ya sea mediante lo señalado en sus discursos sobre el estado de la Nación que da en el Congreso o a través de la colaboración de algún congresista o grupo de congresistas que acepten presentar una propuesta legislativa presidencial como si fuera suya (ver al respecto, por ejemplo, lo que ya hace algunos años señalaba Edward S. COWIN - El Poder Ejecutivo, Función y poderes, Bibliográfica Agentina, Buenos Aires, 1959, págs. 302 y ss.).
Pero por si esto fuera poco, se hace también necesario resaltar cómo en ciertas ocasiones y bajo determinados supuestos el mismo Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica ha tenido una capacidad legisferante propia a través de las Executive Orders (un acercamiento al contenido y alcance de éstas lo encontramos, entre otros trabajos, en Delia FERREIRA RUBIO Y Mateo GORETTI - “Gobierno por Decreto”, El Derecho Nº 8.525 (1994), págs. 4 y ss.). Sin embargo, es necesario anotar como dentro del rígido modelo de separación de funciones entre los diversos órganos del aparato estatal existente en el caso norteamericano, estas atribuciones, formalmente no reconocidas, únicamente son admitidas como alternativas cuyo uso está reservado a situaciones realmente excepcionales.

(9) En este mismo sentido, NOHLEN, Dieter y FERNÁNDEZ, Mario – Op. Cit., p. 120-121.

(10) Es bastante conocido el estudio hecho el particular por Maurice DUVERGER (Vid. La Monarquía Republicana, o cómo las democracias eligen a sus reyes, Ariel, Barcelona, 1974), razonamiento que en América Latina contó –entre otros- con el respaldo de José PAREJA-SOLDÁN (Derecho Constitucional Peruano y la Constitución de 1979, Tomo I. Lima, 1989, págs, 285 y ss.), para quien también los presidentes latinoamericanos en general podrían ser equiparados a verdaderos monarcas republicanos. Finalmente, ilustrativa resulta también la reflexión hecha por Víctor Andrés Belaúnde, uno de los más destacados intelectuales peruanos de todos los tiempos, cuando decía que “(...) podemos decir, sin exageración que el Presidente de la República es un virrey sin monarca, sin Consejo de Indias, sin oidores y sin juicio e residencia” (ver al especto, Víctor Andrés BELAÚNDE: “La crisis presente”, en Obras Completas, Tomo II, Lima 1987, p. 86).

(11) No ignoramos como en escenarios como los aquí descritos los Ministros también pueden ser removidos por acción del Congreso. Sin embargo, y en estricta relación con lo que estamos analizando en este apartado del presente texto, nos interesa aquí resaltar el margen de atribuciones presidenciales sobre el particular.

(12) Por ello, incluso los Ministros no suelen buscar al Presidente del Consejo de Ministros o Ministro Coordinador para resolver los problemas que pudieran surgir entre ellos. Un análisis más detallado sobre este tema es el que efectuamos en nuestro trabajo “Algunas notas sobre la Evolución del Presidencialismo Latinoamericano”, texto publicado en Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol Nº 20/21, Valencia, Universidad de Valencia, 1997. Tamibén desarrollamos este tema en nuestra ponencia en el I Encuentro de Constitucionalistas de América Latina y Europa Oriental, actividad realizada en Wroclaw (Polonia) en septiembre del año 2001.

(13) Ya en otros trabajos hemos cuestionado que en algún momento hayan tenido validez fáctica aquellas posturas según las cuales los parlamentos europeos detentan plenamente las funcione legisferantes dentro de sus respectivos estados. En esta línea va, entre otras, las afirmaciones hechas por los profesores Jordi Solé Tura y Francisco Rubio Llorente (ver al respecto la participación de ambos en el panel “El futuro de la institución parlamentaria” recogido en GARRORENA MORALES (Ed.): El Parlamento y sus transformaciones actuales, Tecnos, Madrid, 1990, págs. 379 a 389). Asimismo, estamos pues plenamente de acuerdo con dichos autores cuando señalan que, por lo menos en buena parte de los casos, la función legislativa de los parlamentos se ha circunscrito a legitimar posturas sostenidas por las mayorías parlamentarias de tuno, las cuales a su vez básicamente son decisiones ya tomadas con antelación a nivel gubernamental.
Pero aún admitiendo que esta nuestra percepción del quehacer legislativo de los parlamentos pueda no ajustarse pueda no ajustarse a lo ocurrido en el pasado, lo que hoy si se nos presenta como una realidad actualmente indiscutible es como ya no solamente los Gobiernos tienen un cada vez más creciente ámbito de producción legislativa propia mediante la legislación de urgencia (y bajo parámetros más restringidos, a través de la legislación delegada), sino que también son ellos quienes frente al quehacer cotidiano de la institución parlamentaria en la práctica plantean las iniciativas destinadas a regular las materias consideradas más relevantes dentro de la vida nacional y condicionan la mayor o menor rapidez con la cual se aborda el debate de las diferentes propuestas de leyes que se hagan llegar a los diferentes parlamentos o congresos.

(14) Pocos ejemplos nos pueden resultar más ilustrativos al respecto que el de la posibilidad de poder plantear una moción de censura a algún ministro particular –o a todo el Gabinete en general- recogida por buena parte de las actuales constituciones latinoamericanas: y es que al no ser posible de o interpelación o censura alguna contra el Presidente de la República (quien es a la vez Jefe de Estado y de Gobierno, y por ello, habilitado para nombrar y remover a los ministros a su libre discreción), lo único que suele cambiar cuando procede la censura a un Ministro o a todo un Gabinete son las personas encargadas de un despacho ministerial, más no necesariamente la línea política seguida por dichos ministerios, pues la permanencia en su cargo del mentor de esas líneas de acción –el Presidente de la República- es incuestionable.
Lo expuesto tiene además el agravante de la posibilidad de que en muchos países de nuestro subcontinente el uso del mecanismo de la censura por los parlamentarios recibe como respuesta la puesta en práctica de atribuciones presidenciales de poder disolver el Congreso, lo cual de por sí juega un papel inhibitorio para el empleo de instrumentos de control cuya eficacia como vemos parece ser bastante relativa. Ahora bien, e independientemente de que en un país en particular se admita o no la posibilidad de la disolución parlamentaria, lo cierto es que en cualquiera de estos escenarios el perjuicio a la imagen que el ciudadano tiene sobre el quehacer parlamentario es tremendo, pues o ven en los congresistas gente que cuestiona sin conseguir objetivos significativos, o asume a los parlamentarios como funcionarios con un conjunto de atribuciones que por miedo o incapacidad no saben, no pueden o no se atreven a ejercer.

(15) Nos referimos aquí por ejemplo a lo prescrito en el artículo 130º de la Constitución Peruana de 1993, figura con una finalidad y efectos muy similares a las del voto de investidura existente en los regímenes de tipo parlamentario.

(16) Por otro lado, una experiencia muy singular, pero en nuestra modesta opinión, prácticamente imposible de reproducir en América Latina y únicamente producto de un contexto y una coyuntura bastante particulares, es la del gobierno directoral vigente en el Uruguay entre 1919 y 1966. Una buena descripción crítica de esta interesante experiencia la encontramos en COLOMER VIADEL, Antonio – Introducción… Op.cit.

(17) Nos acogemos aquí a una distinción sobre el rol de la judicatura, muy frecuentemente utilizada por la doctrina argentina, mediante la cual se distingue entre la situación de aquellos países en los que los jueces (sobre todo mediante el ejercicio de las funciones de control de constitucionalidad que les son reconocidas o que ellos han ganado para sí) no sólo formal sino realmente se erigen en verdaderos mediadores y componedores de los conflictos jurídicos que puedan surgir entre los diversos organismos del aparato estatal (o entre alguno de dichos organismos e importantes sectores de la sociedad) y los casos de aquellos países en los cuales los magistrados judiciales abdican o son impedidos constitucional, legal o fácticamente no solamente de ejercer cualquier labor de control de constitucionalidad, sino también incluso de efectuar tareas destinadas a la composición de conflictos entre entidades estatales, dirigiendo en forma casi exclusiva su quehacer a la composición de conflictos entre particulares (o en temas en los cuales no se abordan materias calificadas como “políticas”, temas en los que la participación del Estado suele darse dentro de las especiales pautas propias del Derecho penal o el Derecho laboral). Esta postura doctrinaria concluye su análisis anotando que sólo en el primer caso estaríamos en rigor frente a un “Poder Judicial”, y que en el segundo nos encontraríamos más bien ante una estructura jerarquizada destinada a labores de impartición de Justicia.
En el caso latinoamericano, el grueso de las constituciones de nuestro subcontinente avizoraron el quehacer de la judicatura de acuerdo con pautas bastante próximas a las vigentes de los Estados Unidos de Norteamérica, paradigma del primero de los modelos a los cuales hemos hecho referencia. Sin embargo, innumerables son los acontecimientos que demuestran cómo los jueces no pudieron, no quisieron o no supieron estar a la altura de los requerimientos propios del rol que tentativamente se les había asignado.

(18) Ello es lo que ocurría por ejemplo en Argentina, en donde el texto original de la Constitución de 1853-1860 no recogía alguna referencia explícita sobre el particular.

(19) Nos referimos aquí al texto de SHUGART, Matthew y CAREY, John M. – “Presidents and Assemblies. Constitutional Design and Electoral Dynamics”. Cambridge, Cambridge University Press, 1992. Esta línea de pensamiento crítico ha sido continuada por Shugart en su trabajo efectuado conjuntamente con Scott Mainwaring, trabajo intitulado “Juan Linz, Presidentialism and Democracy: A Critical Appraisad. Kellog Institute, Working Paper Nº 200, 1993. Así mismo, se asume esta misma preocupación en otro libro editado en este caso por los ya mencionados Shugart y Mainwaring, “Presidentialism and Democracy in Latin America”, New York, Cambridge University Press, 1997.

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