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miércoles, 29 de febrero de 2012

CRONICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA

CRONICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
(La reforma de 1994 en perspectiva)
Alfredo Vítolo(*)
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(*)Abogado (UBA); Master of Laws (Harvard Law School); Profesor Adjunto Ordinario de Derecho Constitucional y de Derechos Humanos y Garantías en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
Estudio de considerable actualidad e interés, es el realizado por el profesor Alfredo Vítolo, en el cual efectúa un pormenorizado análisis de la reforma constitucional argentina de 1994, cuyo balance – en palabras suyas- no puede ser positivo, pues los contenidos incorporados a la Constitución reducen notoriamente el espacio de la libertad individual, con la finalidad de estructurar un gobierno poderoso, con controles limitados que contrarían los principios liminares del liberalismo político en el cual se fundaba el texto anterior; más aún, si la crisis política y social de finales del año 2001 demostró que el sistema así creado, era inútil para brindar un marco de solución adecuado para satisfacer las demandas insatisfechas.
Apenas sancionada la reforma constitucional de 1994 hicimos un análisis preliminar de la misma y expresamos: “nuestro balance, lamentablemente, no puede ser positivo... Los contenidos incorporados [a la constitución] reducen notoriamente el espacio de la libertad individual en aras a un gobierno poderoso y con controles limitados que contrarían los principios liminares del liberalismo político en que se fundaba el texto anterior... Como dice la máxima bíblica: «por sus frutos los conoceréis», será por sus resultados que juzgaremos las bondades o errores del texto constitucional”(1). Muy a nuestro pesar, los recientes sucesos de fines de 2001(2) no hicieron nada más que confirmar nuestras predicciones: el sistema diseñado por el constituyente de 1994, teóricamente estructurado para morigerar el exacerbado sistema presidencialista(3), se mostró inútil para brindar un marco de solución a las demandas sociales insatisfechas, llevando a que nuestro país, en el término de diez días, tuviera cinco presidentes, se viera inmerso en una de las peores crisis de nuestra historia política, y se potenciara en la sociedad la lamentablemente acendrada –si bien errónea– creencia de que “un sistema de derecho estricto no es compatible con el progreso”(4).
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(1) Vítolo, Alfredo M., Luces y sombras en la nueva constitución, en la obra colectiva Estudios sobre la reforma constitucional, Depalma, 1995, pág. 400.
(2)Si bien el desenlace de la crisis se produce en los últimos días de diciembre de 2001, podemos ubicar sus inicios con el dictado de la ley 25.414 en el mes marzo del año pasado, por la cual se otorgan amplísimas facultades delegadas al poder ejecutivo, con un punto culminante en las elecciones legislativas del 14 de octubre del año pasado, en donde más del 40% (28% de inasistencia y 21% de votos nulos y en blanco) de la población expresó su repudio hacia la representatividad de los candidatos .
(3) Decimos teóricamente, ya que como expresamos en el trabajo citado en la nota ¡Error! Marcador no definido., en realidad “la reforma propulsada por el Partido Justicialista, y a la que, tras el «Pacto de Olivos» se sumó la U.C.R., lejos de ser una necesidad, sólo consistía en la satisfacción de apetencias políticas particulares” (ob. cit., pág. 342).
(4) Soler, Sebastián, dictaminando como Procurador General de la Nación en la causa Cine Callao, Fallos, 247:121.
La República Argentina, al organizarse institucionalmente en 1853, y siguiendo el modelo en boga en aquel momento, abrazó el sistema presidencialista federal de base norteamericana. Dicha elección no fue caprichosa, sino que tomando lo mejor de aquel sistema, reconoció también la realidad sociológica de nuestro país, con una población dispersa e iletrada. Así, yendo incluso más lejos de lo que su modelo norteamericano había dispuesto, y tomando parcialmente –a través de Alberdi– como modelo a la constitución chilena, confirió amplias atribuciones al poder ejecutivo, aún mayores que aquellas que la constitución de Filadelfia había otorgado al presidente en los Estados Unidos(5), haciendo de nuestro presidente un verdadero “rey republicano”, si bien limitado por la constitución(6). De este modo se pretendió brindar solución a la paradoja existente en los sistemas presidencialistas, que pretenden, por un lado, crear un ejecutivo poderoso y estable, con gran legitimidad democrática y que pueda oponerse a los intereses particulares representados en el congreso, mientras que por el otro, demuestran una profunda desconfianza hacia la personalización del poder y el caudillismo(7). Ello llevó al constituyente de 1853 a incluir en el texto constitucional el artículo 29 que, con una redacción casi jacobina, fulmina con la nulidad insanable la concesión de facultades extraordinarias o la suma del poder público, decretando para quienes promuevan, consientan o firmen el otorgamiento de tales poderes, la pena de los “infames traidores a la patria”.
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(5) Ver Pérez Hualde, Dardo, Alberdi y las atribuciones del Ejecutivo, en la obra colectiva Atribuciones del Presidente Argentino, Instituto Argentino de Estudios Constitucionales y Políticos, Depalma, 1986, págs. 156 y ss.
(6) “Dad al poder ejecutivo todo el poder posible, pero dádselo por medio de una constitución”, Alberdi, Juan Bautista, Bases, El Ateneo, Madrid, 1913, pág. 139.
(7) Linz, Juan, Democracia presidencial o parlamentaria, ¿hay alguna diferencia?, en la obra colectiva, Presidencialismo vs. Parlamentarismo, Materiales para el estudio de la reforma constitucional, Consejo para la Consolidación de la Democracia, Eudeba, 1988, pág. 24. En similar sentido, Nogueira Alcalá, Humberto, Análisis crítico del Presidencialismo, en la misma obra, pág. 129).
Sin perjuicio de tan amplias atribuciones, y no habiéndose demostrado temor por el anatema constitucional, ha sido una constante en nuestro país el acrecentamiento permanente de las atribuciones del poder ejecutivo en detrimento de los restantes poderes del estado(8), habiéndose llegado, inclusive, a poner en cuestión la vigencia misma del principio de separación y equilibrio de poderes(9). González Calderón, escribiendo en la primera mitad del siglo veinte, ponía el acento en los peligros que tal incremento del poder representa para la libertad individual, en palabras que suscribimos: “Hoy en día –y tal cosa ocurre en nuestro país– el poder ejecutivo tiende a asegurarse una injustificable prepotencia sobre los otros poderes públicos. Este fenómeno debe alarmarnos y decidirnos a contrarrestarlo, no por puro afán de estética constitucional en la separación de los poderes, ni para exagerar las funciones del congreso, sino por amor a la positiva libertad civil y política que corresponde a los ciudadanos de una verdadera democracia”(10).
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(8)El acrecentamiento de las potestades ejecutivas no es, sin embargo, un fenómeno exclusivo de nuestro país, ni exclusivamente de los sistemas presidencialistas, como señalan Linz, Juan, ob. cit. y Lijphart (Lijphart, Arend, Democratización y modelos democráticos alternativos en la obra colectiva Presidencialismo vs. Parlamentarismo..., cit., pág. 17.
(9)“Es imposible seguir afirmando un equilibrio igualitario de los poderes públicos, cuando la realidad señala una preeminencia del ejecutivo. La índole propia de la actividad política conlleva la necesaria superioridad de los órganos decisorios” (Segovia, Juan Fernando, Delegación legislativa e incremento de atribuciones del Poder Ejecutivo, en la obra colectiva Atribuciones del Presidente Argentino, cit., pág. 289). Paradójicamente, el sistema presidencialista diseñado por los constituyentes en los Estados Unidos tendía a evitar que fuera el poder legislativo –y no el poder ejecutivo– quien se atribuyera la suma del poder público: “En una república representativa, donde la magistratura ejecutiva está cuidadosamente limitada tanto por lo que hace a la extensión como a la duración del poder, y donde la potestad legislativa es ejercida por una asamblea a la que la influencia que piensa que tiene sobre el pueblo le inspira una confianza intrépida en su propia fuerza, que es lo bastante numerosa para sentir todas las pasiones que obran sobre una multitud, pero no tan numerosa como para no poder dedicar a los objetos de sus pasiones los medios que la razón prescribe, es contra la ambición emprendedora de este departamento contra la que el pueblo debe sentir sospechas y agotar todas sus precauciones” (Madison, James, El Federalista Nº 48, Fondo de Cultura Económica, Mexico, 1943, pág. 215).
(10) González Calderón, Juan A., Derecho Constitucional Argentino, Lajouane, 1931, Tomo II, pág. 379. Señalando también los peligros que el avance del poder ejecutivo representa sobre la libertad individual, se ha expresado también Linares Quintana, Segundo V., Tratado de la ciencia del Derecho Constitucional, Plus Ultra, 1985, Tomo 7, pág. 231.
Este acrecentamiento se ha fundado exclusivamente en la fuerza de los hechos y ante la omisión culpable y la acción cómplice del Congreso, órgano teóricamente representativo por antonomasia de la voluntad popular, quien ha dejado de cumplir su rol constitucional, cediendo no sólo su papel de legislador en aquellas cuestiones de trascendencia(11), sino también el de real contralor de la actuación del Poder Ejecutivo. A esto se ha sumado una actitud cuanto menos condescendiente del Poder Judicial de la Nación y en particular de la Corte Suprema de Justicia, quien basado en la doctrina de la razón de estado y en la necesidad de no trabar la acción de gobierno(12), ha convalidado el flagrante apartamiento de la constitución, olvidando el carácter normativo de ésta, y transformándola en un mero catálogo de buenos deseos, a ser seguida sólo cuando conviene al poder de turno, o no traba su accionar(13), olvidando que: “la constitución estableció un gobierno nacional con poderes que consideró adecuados... pero estos poderes del gobierno nacional están limitados por las concesiones constitucionales. Quienes actúan con arreglo a las mismas no tienen libertad para exceder los límites impuestos porque crean que es necesario un poder mayor o diferente”(14).
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(11) Pérez Hualde, Alejandro, Decretos de Necesidad y Urgencia, Depalma, 1995, pág. 28.
(12) Peralta, Fallos, 313:1513; Cocchia, Fallos, 316:2624.
(13) Si bien el fenómeno se agudizó en los últimos años, esta condescendencia hacia el detentador del poder no es nueva en nuestra Corte Suprema de Justicia que, ya en 1930 (Fallos 158:290), convalidó el golpe de estado que derrocó al presidente Yrigoyen, disolvió el Congreso Nacional y removió jueces a voluntad, sosteniendo –sobre la base de una doctrina claramente inaplicable al caso– la imposibilidad de cuestionar el título del funcionario de facto surgido de la revolución triunfante y en que el mismo “se ha apresurado a formular el juramento de cumplir y hacer cumplir la constitución y las leyes fundamentales de la Nación”, “olvidando” que dicho funcionario había ya violado flagrantemente dicho ordenamiento fundamental, al no tener en cuenta que el respeto a la soberanía del pueblo y a la forma republicana de gobierno resulta condición necesaria para la vigencia de los derechos individuales y del sistema constitucional que el funcionario de facto se había comprometido a respetar.
(14) Corte Suprema de los Estados Unidos, Schechter Poultry, 295 U.S. 495 (1935).
Una de las principales razones que facilitó el desborde del poder ha sido la ruptura del sistema representativo de gobierno, al desnaturalizarse el régimen de partidos políticos. En un trabajo anterior tuvimos oportunidad de referirnos al impacto negativo que una concepción corporativa del dicho régimen, sumada a la fuerte disciplina que el partido ejerce sobre los legisladores al momento de votar en las cámaras del Congreso, produce sobre el sistema democrático, señalando que ello ha anulado toda posibilidad efectiva de control sobre los restantes poderes del estado(15).
(15) Vítolo, Alfredo M., Los Partidos Políticos..., cit., pág. 94. Como expresa Martínez Peroni: “la democracia moderna experimentó un cambio estructural, debido en parte al tránsito de un estado demoliberal parlamentario a un estado perfilado en torno al partido político... Estos han monopolizado el proceso de decisión política [y] como resultado de este proceso, el constitucionalismo actual, mucho más que en un límite al ejercicio del poder, se ha convertido en un instrumento para su expansión ilimitada” (Martínez Peroni, José Luis, ob. cit, pág. 171).
El segundo elemento de trascendencia es la emergencia permanente en la que nuestro país se encuentra hace varias décadas, que ha llevado a que con la intención de paliar la misma nuestros gobernantes hayan despreciado el principio de legalidad con el argumento de que: “En un estado de emergencia, lo que el derecho imperiosamente exige es que se ponga fin al estado de emergencia, cuya prolongación representa, en sí misma, el mayor atentado contra la seguridad jurídica”(16). Ello ha llevado a Nino a sostener: “También se confirma, con la desvirtuación del espíritu y muchas veces de los textos constitucionales, en la concesión y asunción de facultades extraordinarias por parte del Presidente, la tendencia a la ajuricidad que ha sido una constante en nuestra práctica político institucional, aun en períodos con gobiernos de iure”(17).
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(16) Angel Russo, Fallos, 243:481 (voto de los ministros Aráoz de Lamadrid y Oyhanarte). Cabe recordar las lúcidas –y premonitorias– palabras de Sebastián Soler, dictaminando en 1960 como Procurador General de la Nación en la causa Cine Callao (Fallos, 247:121): “Cuando un determinado poder, con el pretexto de encontrar paliativos fáciles para un mal ocasional, recurre a facultades de que no está investido, crea, aunque conjure aquel mal, un peligro que entraña mayor gravedad y que una vez desatado se hace de difícil contención: el de identificar atribuciones legítimas en orden a lo reglado, con excesos de poder. Poco a poco la autoridad se acostumbra a incurrir en extralimitaciones, y lo que en sus comienzos se trata de justificar con referencia a situaciones excepcionales o con la invocación de necesidades generales de primera magnitud, se transforma, en mayor o menor tiempo, en las condiciones normales de ejercicio del poder. Ocurre después algo peor. Los mismos gobernados se familiarizan con el ejercicio por parte del gobierno, de atribuciones discrecionales para resolver problemas. Y entonces, consciente o subconscientemente, pero siempre como si el derecho escrito vigente hubiera sido sustituido o derogado por un nuevo derecho consuetudinario, cada sector de la comunidad exige, si está en juego su propio interés y es preciso para contemplarlo, que la autoridad recurra a cualquier desvío o exceso de poder. A cualquiera, no importa en qué medida, basta que sea idóneo para que la pretensión reclamada sea inmediata y favorablemente acogida... De esto se hace después una práctica. Así se va formando lo que se da en llamar una nueva conciencia. Nada va quedando ya que sea pertinente por imperio de la ley o a través de sus instituciones, y el derecho se adquiere, se conserva o se pierde sin más causa que la propia voluntad del gobernante o la benevolencia sectaria con que hace funcionar su discrecionalidad. El logro de cualquier aspiración, aunque se funde en el más elemental de los derechos, pasa entonces a depender de decisiones graciables. Incluso puede acontecer que el gobernante, cuya máxima función es asegurar el imperio de la legalidad, busque revestir sus actos de gobierno, aun los legítimos, de una generosa arbitrariedad, llevando así al ánimo del pueblo la sensación de que un sistema de derecho estricto no es compatible con el progreso. El estado de derecho queda así suplantado por el caos de hecho. Desaparece la estabilidad jurídica y el pueblo, única fuente de soberanía, advierte cuando es tarde, que la ha ido depositando paulatina y gradualmente en manos de quien detenta el poder”. Ver también el voto en disidencia de los Dres. Fayt y Belluscio en la causa Cocchia c/Estado Nacional, Fallos, 316:2624.
(17) Nino, Carlos S., Fundamentos de Derecho Constitucional, Astrea, 1992, pág. 529.
Así, el Poder Ejecutivo se ha transformado de hecho en “un verdadero monarca, aunque a diferencia de lo que [Alberdi] suponía, sus facultades regias no han sido óbice para la inestabilidad de los gobiernos y los abusos de poder frente a los derechos de los ciudadanos”(18).
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(18) Id.
La inmensa mayoría de la doctrina ha coincidido en señalar que este acrecentamiento de las potestades del poder ejecutivo ha sido uno de los principales factores que llevaron a la crisis de los sistemas democráticos en nuestro país y en América Latina y al establecimiento de gobiernos de facto(19), ya que al desaparecer los mecanismos de control, desaparecen también los canales de solución de los conflictos. Como sostuvo en 1988 el dictamen de la Subcomisión Nº 2 Asesora del Consejo para la Consolidación de la Democracia, que integráramos, al referirse a la crisis del sistema presidencialista en nuestro país: “Esa gran estructura de poder que se ha ido creando en manos del Ejecutivo, hace que la persona del Presidente cobre tal importancia que la continuidad constitucional aparece más vinculada a ella que al juego de las instituciones. Estas circunstancias se ven, al mismo tiempo, potenciadas por la creencia de algunos sectores de la sociedad en la necesidad de buscar un «hombre fuerte» o una mayoría hegemónica como única manera de lograr una estabilidad política. Estas razones hacen que nuestro sistema institucional carezca de la ductilidad suficiente como para poder sobrepasar situaciones de crisis sin que se ponga en peligro la democracia misma”(20).
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(19) Ver Sartori, Giovanni, Ingeniería Constitucional Comparada, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, págs. 103 y sigs. En forma similar: Nino, Carlos S., Presidencialismo vs. Parlamentarismo, en la obra colectiva homónima, cit., pág. 118.
(20) Consejo para la Consolidación de la Democracia, cit., pág. 108.
Con estos antecedentes, la reforma de 1994 (y su antecedente directo, el “Pacto de Olivos”) embarcó a los argentinos en una gran falacia: con el declamado objetivo de superar los inconvenientes antes expuestos, limitar el fuerte poder del Presidente de la Nación, someterlo a un mayor y más eficaz control del Congreso y, al mismo tiempo, consagrar una mayor “eficiencia” en la acción de gobierno(21), introdujo una serie de institutos cuyo resultado fue exactamente el opuesto. Los constituyentes de 1994 incrementaron sustancialmente las atribuciones del Poder Ejecutivo exacerbándolo y modificando el diseño constitucional original, sin generar –en gran medida por falta de acuerdo y decisión política– los necesarios controles constitucionales tendientes a evitar el desborde del poder tan temido por los constituyentes de 1853.
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(21) La carta del Presidente de la Nación, Raúl Alfonsín al Consejo para la Consolidación de la Democracia del 13 de marzo de 1986, requiriendo el análisis del Consejo acerca de la oportunidad y conveniencia de reformar la Constitución Nacional, expresa: “En los últimos tiempos, diversos sectores políticos y sociales han expresado su interés en que se discuta la posibilidad de reformar la Constitución Nacional. Esta preocupación está dirigida, sobre todo, al perfeccionamiento de la parte orgánica de nuestra Constitución, para hacer más ágil y eficaz el funcionamiento de los diversos poderes del estado, y para profundizar la participación democrática, la descentralización institucional, el control de la gestión de las autoridades y el mejoramiento de la Administración Pública” (En Consejo para la Consolidación de la Democracia, Dictamen Preliminar..., cit., pág. 13). El acuerdo entre los líderes del radicalismo y el peronismo, conocido como “Pacto de Olivos” y que fuera el antecedente directo de la reforma constitucional de 1994, disponía impulsar una reforma que “consolide el sistema democrático y perfeccione el equilibrio entre los poderes del estado, por medio de la atenuación del régimen presidencialista”.
El eje de la reforma en este aspecto se centró en tres institutos: a) la incorporación de un “jefe de gabinete” con responsabilidad política ante el Congreso(22); b) la convalidación de la potestad del Presidente de la Nación para dictar decretos con contenido legislativo por razones de necesidad y urgencia(23); y c) la autorización al Congreso para delegar la facultad legislativa en el poder ejecutivo “en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de delegación que el Congreso establezca”(24).
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(22) CN, art. 100.
(23) CN, art. 99, inc. 3.
(24) CN, art. 76.
Habiendo transcurrido casi ocho años desde la reforma, puede sin dudas sostenerse que ninguno de estos institutos cumplió con sus –al menos proclamados– objetivos. Ni el jefe de gabinete ha sido la solución a la personalización del poder, ni la regulación constitucional de los decretos de necesidad y urgencia o de los reglamentos delegados ha servido para fortalecer al Congreso o su función de control, sino todo lo contrario, haciendo realidad –lamentablemente– nuestras pesimistas predicciones.
Los fundamentos del dictamen de mayoría de la Comisión de Coincidencias Básicas de la Convención Constituyente, en relación al Jefe de Gabinete de Ministros sostuvo: “En cuanto a la atenuación del presidencialismo, destacamos la creación de la figura de un jefe de gabinete de ministros, lo que significa reforzar el control del Congreso frente al ejecutivo. En efecto, el Jefe de Gabinete será responsable ante el Congreso, que podrá removerlo por medio de un voto de censura. La introducción de la figura del Jefe de Gabinete y su responsabilidad ante el Congreso no altera la esencia del régimen presidencialista, pero introduce un correctivo que atempera la excesiva concentración de poder en el ejecutivo presidencial. La creación del Jefe de Gabinete responde precisamente a esa necesidad, ya que el mismo tendrá atribuciones que hasta ahora poseía el Presidente de la Nación, y será además el responsable directo de las comunicaciones con el Congreso Nacional, debiendo concurrir al mismo mensualmente, con lo cual se genera un mejor, más efectivo e inmediato control por parte del parlamento de las acciones del Poder Ejecutivo”(25).
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(25) Convención Nacional Constituyente, 1994, Diario de sesiones, Tomo IV, pág. 3911. En forma similar se expresó el miembro informante del despacho de mayoría en el plenario (Id., Tomo V, pág. 4883).
El simple confronte con lo ocurrido en estos años demuestra lo erróneo de la anterior afirmación. El Jefe de Gabinete de Ministros sólo actuó como un ministro más (ni siquiera el más importante), asumiendo funciones otrora en cabeza del Ministro del Interior y sin adquirir en ningún caso, el rol de “fusible” o “contrapeso” del poder presidencial que algunos convencionales y autores quisieron ver en él. Y esta falencia se debió, exclusivamente, a que el diseño constitucional de esta figura no le otorgaba en absoluto los poderes necesarios para ejercer dicho papel forzándolo, en todos los casos, a depender por completo de la voluntad presidencial(26), y demostrando lo irrelevante –desde un punto de vista institucional– de su “responsabilidad política” frente al Congreso. La crisis de diciembre de 2001, generada por un pésimo manejo de la administración general del país, un desmanejo de los recursos públicos y el desmesurado aumento del gasto público (aspectos todos estos en los cuales el Jefe de Gabinete tiene ingerencia por mandato constitucional), no encontró su cauce de solución en el procedimiento de remoción del jefe de gabinete, sino que discurrió por carriles más “tradicionales”, forzándose así la renuncia del Presidente de la Nación.
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(26) Como sostuvimos en 1995, las facultades del jefe de gabinete (de un gabinete inexistente como tal) o bien son atribuciones que ya tenían los ministros, o dependen por entero de la voluntad presidencial o, por último, consisten simplemente en funciones de secretaría carentes de toda significación política y jurídica (Vítolo, Alfredo M., ob. cit., pág. 360).
En lo que respecta a los otros dos institutos, la conclusión no es diferente. La habilitación al Presidente para el dictado de normas de contenido legislativo por razones de necesidad y urgencia, lejos de haber sido un mecanismo tendiente a encuadrar estas normas en un marco de control legislativo, se transformó en una herramienta útil para obviar el pase de la norma por el Congreso.
Durante estos ocho años ha sido una constante la permanente “amenaza” del Presidente de turno, al no lograr la rápida sanción de un proyecto que estima “urgente y necesario” (criterio no necesariamente compartido por el legislador), de dictar la norma “por decreto”, en un claro ejemplo de desviación de poder y demostrando el escaso respeto del Poder Ejecutivo por la legalidad constitucional(27). Así se verifica en nuestro país la crítica que hace 150 años Alberdi hiciera a la constitución del Paraguay bajo el sugestivo título “Defectos que hacen aborrecible su ejemplo": “El Título 1 [de la Constitución paraguaya] consagra el principio liberal de la división de poderes, declarando exclusiva atribución del Congreso la facultad de hacer las leyes. Pero de nada sirve eso, porque el Título 4 lo echa por tierra, declarando que la autoridad del Presidente de la República es extraordinaria cuantas veces fuese preciso para conservar el orden (a juicio y declaración del Presidente, se supone)”(28).
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(27) Descartamos que la necesidad de que el decreto de necesidad y urgencia sea refrendado por la totalidad de los ministros, sea un elemento de control, dado que éstos dependen jerárquicamente del Presidente y son reemplazables por la sola decisión presidencial.
(28) Alberdi, Juan Bautista, op. cit. pág. 39.
El Congreso tampoco ha sido ajeno a esta situación. A pesar del mandato constitucional que le exigía dictar la norma que regulase el alcance de su intervención en este tema, en particular la regulación de los efectos jurídicos del rechazo, el Congreso ha sido incapaz de dictarla en razón de la acendrada dependencia partidocrática de sus miembros, y a pesar de que según nuestros convencionales constituyentes, muchos de ellos –entonces y ahora– legisladores en funciones, era un supuesto que no habría de suceder(29). Esto es lo que sucede ante la “imprevisión” del constituyente que, con notoria irresponsabilidad, dejó librado a la ley la regulación de un instituto que, por su trascendencia respecto del armónico juego del sistema de frenos y contrapesos interpoderes, debía formar parte de la constitución, y no quedar sujeto a los vaivenes de las mayorías parlamentarias. En 1995 expresamos, y hoy lamentablemente debemos reiterar, que “la mutabilidad inherente de la decisión congresional, sumada a la influencia de los partidos políticos en la relación entre Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo hacen que, de hecho, el control sea inexistente”.
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(29) En la Convención Constituyente sólo se levantaron las voces de los convencionales Natale e Ibarra para señalar los riesgos que la falta de regulación constitucional del instituto conllevaba.
Por su parte, la “errática” Corte Suprema de Justicia también ha contribuido al desquicio del sistema. En la causa Rodriguez(30), tal vez uno de los fallos más criticados de la historia política de la Corte, ésta sostuvo –en contra de lo sostenido por la mayoría de la doctrina– que la atribución p0residencial para el dictado de los decretos de necesidad y urgencia es independiente del control por el Congreso, por cuanto la omisión legislativa en el dictado de la norma reguladora no impide el dictado de aquellos por el Poder Ejecutivo. A su vez, sobre la base de una manifiestamente errónea concepción de las “cuestiones políticas no justiciables”, la Corte dispuso la inviabilidad del control judicial de los referidos decretos en cuanto a la existencia de la situación habilitante, abdicando así su principal rol como custodio de la legalidad constitucional. Sin embargo, sólo un año después, y sin que se hubiera producido ninguna circunstancia justificante, en la causa Verrocchi(31), la Corte mudó su postura para sostener exactamente la posición contraria. El brusco cambio jurisprudencial (que se debiera a la modificación en la postura del ministro Boggiano, sobre la cual no se encuentran explicaciones en el fallo), a pesar de que ahora recoge la que consideramos la doctrina correcta en cuanto a que la Corte puede analizar la existencia de la situación de emergencia, pareció más una reubicación política de la Corte Suprema buscando reafirmar su poder frente a un cambio de las autoridades en ejercicio del Poder Ejecutivo, que una verdadera toma de conciencia acerca de la trascendencia del instituto en el sistema de control del poder.
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(30) Fallos, 320:2851.
(31) Fallos, 322:1726.
El análisis de lo ocurrido con la legislación delegada no corre mejor suerte. El nuevo artículo 76 de la Constitución Nacional, lejos de ser, como expresaba Quiroga Lavié “una de las más severas limitaciones al poder presidencial que ha dispuesto la reforma”(32), ha sido en la práctica la puerta a admitir las más amplias y descontroladas delegaciones de nuestra historia constitucional, tal como lo ponen de manifiesto las recientes leyes 25.414 y 25.561. Estas leyes, motivadas por la emergencia, delegan amplísimas facultades en el Poder Ejecutivo, sujetándolas solamente a un teórico control legislativo. Y decimos “teórico”, ya que la influencia del ejecutivo sobre los legisladores y el juego del derecho presidencial al veto de la norma, hacen absolutamente imposible pensar en un real control. Por otra parte, por tratarse las materias delegadas, en su mayoría, de situaciones jurídicas que se consolidan con los decretos, aun el posterior control legislativo resulta ineficaz.
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(32) Quiroga Lavié, Humberto, Constitución de la Nación Argentina Comentada, Zavalía, 1996, pág.492.
En síntesis, el confronte de la norma constitucional con los hechos recientes ha demostrado, sin atenuantes, la ineptitud de aquellas para brindar soluciones aceptables a la crisis, confirmando –a nuestro pesar– nuestras peores predicciones y poniendo al desnudo, una vez más, y más allá de los grandilocuentes discursos en la convención constituyente, la intencionalidad política de coyuntura que motivara la reforma, cuyos enunciados, al menos en este tema, no han sido más que “baratijas de colores” canjeadas por el “oro” del premio mayor, la reelección presidencial.

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