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domingo, 30 de diciembre de 2007

EL OBJETO DE LA TUTELA DEL DELITO DE TRAFICO DE DROGAS EN EL VIGENTE CODIGO PENAL Y ACOMODO CONSTITUCIONAL

EL OBJETO DE LA TUTELA DEL DELITO DE TRAFICO DE DROGAS EN EL VIGENTE CODIGO PENAL Y ACOMODO CONSTITUCIONAL EMILIANO BORJA JIMENEZ * - ESPAÑA (Valencia)
SUMARIO: Los dos conflictos.- Salud pública versus libertad del consumidor.- Sustancias prohibidas versus sustancias permitidas.- El delito de tráfico de drogas y su legitimación en el estado de derecho.
El presente trabajo se desarrolla en torno a ciertos problemas que plantea la determinación del bien jurídico en el delito de tráfico de drogas dentro del vigente ordenamiento jurídico, una cuestión que obliga a examinar ciertos criterios sociales e históricos que llegan a tener tanto peso como los jurídicos.
Voy a intentar resolver una de las cuestiones jurídicas más importantes del delito de tráfico de drogas, aunque bien es cierto, curiosamente, que es también uno de los temas más evitados por parte de la doctrina. En este sentido, punto crucial en el análisis de cualquier figura delictiva de la Parte Especial del Derecho Penal lo constituye la determinación del objeto formal de tutela que se deriva de la propia existencia de la norma penal. No es este el momento adecuado para desarrollar desde el punto de vista teórico el discutido concepto de bien jurídico en la doctrina penal. Solamente significaré que, cualquiera que sea la concepción dogmática que se defienda. En el moderno Derecho penal se establece como función primordial de las normas incriminadoras y sancionadoras el proteger los bienes jurídicos más relevantes para la convivencia humana. Por bien jurídico se puede entender todo valor, interés o incluso ámbito competencial de función que tiene vital trascendencia desde el punto de vista jurídico, en la medida en que dicho valor, interés o función resulta imprescindible para el mantenimiento de la convivencia humana en unas mínimas condiciones de libertad y seguridad. Bienes jurídicos protegidos por el Derecho penal, son a título ejemplificativo, la vida, la integridad física, el honor, la libertad sexual, la libertad ambulatoria, la propiedad, la seguridad interior del Estado, la salud pública, la buena fe en el tráfico jurídico, etc.
En este orden de cosas, dos van a ser las cuestiones que voy a intentar resolver en este breve trabajo. La primera de ella pretende determinar el bien jurídico protegido en la figura básica del delito contenido en el artículo 344 del Código Penal.
En segundo lugar, tomando por base la premisa hallada anteriormente, quiero analizar el problema de si esa concepción del interés jurídicamente tutelado es conforme a ciertos principios constitucionales que deben regir en un Estado calificado como social y democrático de Derecho. En última instancia, pretendo poner en relación el delito de tráfico de drogas y el concreto bien jurídico protegido en el marco de la tutela de la libertad individual y de la salud pública.
LOS DOS CONFLICTOS
Desde mi perspectiva personal, el punto de partida para un cabal entendimiento y análisis de los problemas apuntados debe nacer del reconocimiento de dos conflictos de intereses, de distinta naturaleza pero estrechamente vinculados, que se presentan en todo el tratamiento jurídico de la temática señalada.
El primero de estos conflictos de intereses se plantea desde una doble instancia representada por el binomio individuo-Estado. Según este planteamiento, el consumidor de cualquiera de las sustancias calificadas como drogas tóxicas, estupefacientes o psicotrópicos está actuando una faceta de su libertad con relación a la disposición de su salud de forma autónoma, aún cuando ésta sufra menoscabos por el consumo de narcóticos. Atendiendo a esta perspectiva individual, la creación de barreras punitivas por parte del Estado que determinen una obstaculización de este derecho al consumo se presenta como una intolerable injerencia que se concretaría en una vulneración de uno de los fundamentos del orden político y de la paz social: el derecho al libre desarrollo de la personalidad, concreción de la dignidad humana que viene constitucionalmente protegido en el artículo 10.1 del Texto fundamental.
Sin embargo, partiendo de la óptica de la organización de la comunidad social institucionalizada, esto es, desde la óptica estatal, se predica la necesidad y la obligación del Poder Público de intervenir con todo tipo de instrumentos, jurídicos y extrajurídicos, penales y extrapenales para combatir cualquier generalización de conductas que atente a la denominada salud pública. En este contexto, y en una primera aproximación, se denomina salud pública a ese conjunto de condiciones sanitarias y de bienestar físico y psíquico que, de una u otra forma, se exigen mínimamente en una comunidad dada que quiera alcanzar unos niveles de sanidad razonables, exigidos en el desarrollo de una convivencia libre y pacífica.
El segundo de los conflictos se presenta desde un planteamiento de fundamentación ética y cultural, pero con innegables consecuencias jurídicas. Me refiero al doble lenguaje que se utiliza en la mayoría de los países desarrollados con relación al tratamiento de drogas como el café, el tabaco, el alcohol, de una parte y otras de niveles similares de peligro para la salud como el hachís o la marihuana u otros derivados del cáñamo. Mientras que estos últimos entran de lleno en la conducta delictiva cuando se trata de su elaboración, cultivo, tráfico cualquier otra forma de promoción, favorecimiento o facilitación de su consumo o incluso su posesión con idénticos fines; en aquéllos existe ausencia total de sanción penal alguna. Es más, el propio Estado (por ejemplo, en caso del tabaco) aparece como empresario monopolizador de estas sustancias y obtiene grandes beneficios económicos, por una doble vía: a través del proceso de elaboración, comercialización y venta, de un lado; y de otro merced a la gran carga impositiva que grava este tipo de productos. Aparece así un conflicto de reconocimiento cultural: los consumidores de drogas blandas ilegales desean tener los mismos derechos que estos otros que gozan de un consumo legal de tabaco o alcohol amparado por el propio Estado y por una mayor permisividad social. Y desde el punto de vista jurídico, aparece como una contradicción la total impunidad de este tipo de comportamientos con relación a productos que causan notables menoscabos en la salud individual y colectiva (ejemplo, elaboración y venta de bebidas alcohólicas), en tanto que sustancias menos perjudiciales (ejemplo, marihuana) son duramente reprimidas.
Presentados estos dos conflictos, surge la pregunta de como puede afectar este planteamiento en la temática del bien jurídico. Sin embargo, y así se expone a continuación, un correcto análisis de la determinación del objeto de tutela en la norma incriminadora del tráfico de drogas nace precisamente de la observación de los dos fenómenos señalados.
SALUD PUBLICA VERSUS LIBERTAD DEL CONSUMIDOR
En una primera lectura del precepto fundamental, artículo 344, y de algunos datos significativos extraídos del resto del ordenamiento jurídico, parece deducirse claramente que, atendiendo a criterios exclusivamente jurídico-positivos, la salud pública conforma el bien jurídico protegido con la incriminación de las conductas de tráfico de drogas y otras de semejante entidad. De esta primera consideración se deduce, por tanto, siempre desde el prisma legislativo, cuál es prima facie el interés jurídicamente más relevante en el marco de los delitos tipificados en los artículos 344 y ss. Y es que el Código Penal español, en la estructuración jurídica del delito de tráfico de drogas dentro del Título V (de la infracción de las leyes sobre inhumaciones, de la violación de sepulturas y de los delitos de riesgo en general), Capítulo II (de los delitos en riesgo en general), Sección 2.a (delitos contra la salud pública y el medio ambiente y artículos 344 y ss., creo que ha estimado como punto de referencia material que justifique la incriminación la necesidad de mantener unas condiciones mínimas de bienestar físico y psíquico de toda la población, condiciones que se vean alteradas en perjuicio de la sanidad general cuando se extienden indiscriminadamente ciertos tipos de comportamiento entre los que se incluyen las conductas de cultivo, elaboración, tráfico o las que de otro modo promuevan, favorezcan o faciliten el consumo ilegal de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas o la posesión con aquellos fines. Y, con la matizaciones que se quieran, este concepto entra dentro de la calificación de salud pública (en sentido similar, Boix Reig). Coadyuva a esta comprensión del bien jurídico la misma diferenciación penológica que realiza el señalado precepto: la pena base del delito es de prisión menor en grado medio a prisión mayor en grado mínimo y multa cuando se trata de sustancias o productos que causen grave daño a la salud; y de arresto mayor en su grado máximo a prisión menor en su grado medio y multa cuando no se produzca este grave menoscabo. La mayor o menor incidencia cualitativa en la salud, determinada de forma objetiva, general y abstracta, con independencia del menoscabo que pueda producir a un sujeto concreto, se establece por el legislador como criterio genérico para imponer una mayor o menor pena. La salud, pues, desempeña un papel fundamental en la configuración material del delito.
Por su propia idiosincrasia, pues el delito de tráfico de drogas es un delito contra la salud pública y, de igual forma, un delito de peligro abstracto. Ello significa que, para afirmar la perfección del ilícito no se necesita demostrar en el caso concreto que se puso en riesgo con la conducta delictiva la sanidad de una o varias personas determinadas. Es suficiente con la comprobación de que la acción en si misma tenía cierta idoneidad para menoscabar la salud de un grupo o colectividad de sujetos generalmente indeterminados. El Tribunal Supremo, de otra parte, ha mantenido una concepción del bien jurídico en el marco de estos delitos de naturaleza colectiva delimitado por el concepto de salud pública. Entre otras resoluciones, menciono algunas de las más representativas, a parte de las que posteriormente señalaré: SSTS de 2-VII-1993, 22-II-1993 13-V-1992,16-X-1991, 4-X-1991, 3-V-1991, 22-IV-1991 y 4-II-1991, entre muchas otras.
Pero este entendimiento de la configuración del objeto formal en el ilícito que estamos examinando adolece de ciertas deficiencias cuando se trata de examinar a la luz de dos realidades fundamentales. De una parte, algunos supuestos de autoconsumo individual pueden incardinarse dentro de las conductas delictivas tipificadas en el artículo 344 del C.P. Y de otra parte, la mayoría de la penas que acompañan a estos presupuestos delictivos no son proporcionados a la entidad de la lesión del bien jurídico que se predica tutelado. En ambos, casos, se critica si la salud pública fuese en realidad el valor de la vida humana protegido por el derecho, no se entendería muy bien por qué se incrimina penalmente o se sanciona administrativamente una actividad que, o bien no afecta a dicha sanidad colectiva, o bien, si la afecta, la consecuencia jurídica se presenta como notablemente desproporcionda. Se tiene, por tanto, que contestar, seguida y separadamente, al tratamiento jurídico del autoconsumo y la explicación de la ausencia de proporcionalidad entre el contenido del injusto y sanción penal en este hecho punible.
Comenzaré por el análisis del autoconsumo. De esta forma, se podría pensar que en esta disyuntiva libertad individual para determinar la conducta acerca de la ingestión de todo tipo de sustancias, e intervención estatal con vistas a la protección incondicionada de la salud pública, el ordenamiento jurídico español ha dado preeminencia al interés comunitario. Es cierto que el ámbito penal no abarca todos los supuestos de autoconsumo. Pero ello es así porque en tales casos la conducta relacionada con el uso de la droga afecta preeminentemente a la salud individual y no a la colectiva.
Este es el suelo que no puede traspasar la legislación penal: el Estado no puede incriminar los supuestos de autoconsumo porque en la medida en que el mismo afecta a un bien jurídico evidentemente individual y en parte materialmente disponible por su titular, ahogaría el libre desarrollo de la personalidad sin justificación en una hipotética protección de la comunidad. Vuelto por pasiva, el legislador puede incriminar todo tipo de conductas que pese, a ser manifestación de la autodeterminación de la persona, afecten a otros intereses o valores que trasciendan al individuo. En esta línea de pensamiento se puede entender que el mero autoconsumo pueda ser sancionado administrativamente cuando el comportamiento se realiza en lugares públicos, tal y, como establece la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana (LOPCS) en su artículo 25.1. La razón es la misma, en este caso el interés individual escapa de la esfera meramente individual y afecta a terceros: el resto de los ciudadanos, especialmente los de corta edad, no tienen por qué soportar la contemplación de una actividad que les puede inducir en un período crítico de su formación psíquica y educativa a un comportamiento pernicioso para esa formación o para su salud física y mental. La justificación es, en este caso, similar, pero con menos entidad cuantitativa, que la que llevó al legislador a incriminar la conducta de realización de actos lúbricos o exhibición obscena ante menores de dieciséis años o deficientes mentales (artículo 431 del CP). El mismo comportamiento de autoconsumo, pero realizado en la privacidad del domicilio, sin embargo, es absolutamente irrelevante para el derecho penal y representa en este marco un límite infranqueable para el poder punitivo. Y estas mismas razones, sin embargo, determinan que sean criticable la sanción de la mera tenencia de estas sustancias, con idéntico fin del consumo particular, y que el Tribunal Constitucional en Sentencia de 18-XI-1993, con dudosa argumentación, mantuvo como regulación conforme al Texto Fundamental.
Finalmente se podría decir que la incriminación del autoconsumo de drogas sería desde el punto de vista jurídico y valorativo totalmente incoherente. En efecto, las autolesiones y automutilaciones son impunes en nuestro ordenamiento jurídico. Sin duda alguna, el ataque al bien jurídico realizado por la propia víctima es de mucha mayor entidad que el provocado por el autoconsumo. En el primero se vulnera la integridad física y corporal mientras que en el segundo, potencialmente, la salud del consumidor. Si la primera conducta no resulta incriminable, siendo más grave que la segunda, resultaría totalmente absurdo penalizar los supuestos de ingestión o toma de narcóticos en el marco estrictamente privado.
Lo dicho hasta el momento presente refleja la forma de argumentación que se deduce de la valoración desde el punto de vista del ordenamiento jurídico. Esto no quiere decir que se justifique desde toda perspectiva racional o jurídica esta forma de entender el mecanismo legal de política criminal en la lucha contra la droga.
Hecha esta afirmación, tiene que matizarse lo siguiente: la calificación de una figura delictiva como ilícito de peligro abstracto, que corresponde con el delito de tráfico de drogas, no presupone, ni mucho menos, que toda actividad material que coincida con el tenor literal de la descripción legal sea suficiente para afirmar la existencia del hecho punible. En efecto, si en el caso concreto se realiza un comportamiento subsumible dentro de las exigencias lingüísticas del artículo 344, pero de igual forma se demuestra que fue imposible cualquier aumento sustancial del riesgo a la salud aun de una comunidad indeterminada de personas, habrá que negar el delito por inexistencia de la característica de la tipicidad. No hay que insistir demasiado en la idea de que, desde el punto de vista de un Derecho penal orientado a la tutela de bienes jurídicos relevantes para la comunidad, para poder afirmar que existe adecuación a tipo es condición necesaria pero no suficiente la adscripción de la conducta examinada a la proposición lingüística conformadora de la figura legal. Es requisito imprescindible, además de la conformación filológica, que el hecho lesione o ponga en peligro un bien jurídico, y si esto no ocurre dicho comportamiento es totalmente irrelevante para el Derecho penal.
En el delito de tráfico de drogas, la elevada penalidad que acompaña a las figuras básicas agravadas no se basa sólo en el contenido del injusto
Esto viene a colación a raíz de las violaciones que, desde mi particular punto de vista, se producen por alguna práctica jurisprudencial. Voy a señalar, a título ejemplificativo, dos supuestos que reflejan la crítica manifestada. En la STS de 16-X-1991, el Alto Tribunal condenó al procesado por el hecho de haber comprado heroína en pequeña cantidad para después compartirla con su novia, adicta ya a esta sustancia, conducta que no se llegó a realizar. Tanto la Audiencia como el propio Tribunal Supremo entendieron que había delito en el comportamiento del agente puesto que con su actitud favorecía el consumo ilegal de otra persona, aun cuando fuese adicta como él a tan pernicioso producto. Más discutible todavía, en la STS de 21-III-1992, el TS admitió como delictiva la calificación del tribunal a quo, que consistía en que varios sujetos ponían un fondo común para comprar una cantidad de cocaína conjuntamente, para su exclusivo consumo privado, y con el fin de abaratar el precio de compra al ser el total una cantidad mayor que la individual de cada uno y obtener por parte del traficante una notable rebaja (supuesto conocido en el argot como ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia.).
Entendió el juzgador de instancia, y el argumento fue aceptado por el TS que quien negoció esta operación (que tan sólo era un representante colectivo) favoreció el consumo ilegal de drogas de los demás compañeros en la medida en que, merced a la operación, se consiguió el producto prohibido por una cuantía inferior.
En ambos supuestos, cabe señalar que, pese a la concordancia entre el comportamiento analizado y la descripción legal del artículo 344 del CP, no se puede concluir que hubo delito de tráfico de drogas. Y esto es así porque ni en uno ni en otro caso se puede afirmar que exista afectación al bien jurídico protegido. La salud pública hemos visto que no se ve alterada ni siquiera hipotéticamente en los supuestos de autoconsumo. Y en las sentencias analizadas, se enjuiciaron auténticos supuestos de exclusivo autoconsumo, quedando patente que no se aumentó ni supuestamente, el riesgo a la salud colectiva puesto que en el relato de hechos declarados probados se demuestran fehacientemente que la actividad analizada quedó en un círculo cerrado de sujetos que eran consumidores habituales. Su incriminación es una penalización de un acto de solidaridad entre una pareja, o la sanción del ahorro de un grupo de amigos que no quieren pagar un abusivo precio por la cocaína de la que dependían. Una interpretación tan vaga y extensa del artículo 344 del CP convierte a este ilícito en un mero delito de desobediencia, en un mera infracción formal, en un mero ataque a la voluntad prohibitiva de la norma... en un hecho punible sin bien jurídico a tutelar. Afortunadamente, y con mejor criterio, la importante STS de 25-III-1993, siendo ponente Conde-Pumpido Ferreiro, resume con gran valor científico el verdadero tratamiento jurídico de este tipo de problemas analizados. Por su meridiana claridad e importancia, transcribo literalmente el párrafo segundo del Fundamento de Derecho Segundo:
¡Error! No se encuentra el origen de la referencia.eligro ha de ser siempre una potenciabilidad de daño, por lo que el peligro abstracto sólo quiere decir que en el momento de la consumación anticipada con que se configura el tipo no están concretados o determinados --ni tienen por qué estarlo-- los sujetos cuyo bien jurídico de la salud pueden verse afectado por el agotamiento de la acción, pero que no pueda faltar la posibilidad remota del daño. Por ello, si en el caso concreto puede excluirse que no haya peligro efectivo para la salud de otras personas, faltará el sustrato de antijuridicidad del acto, por la que no se da en él la adecuación al tipo, pues de otro modo, lo que aparece construido por el legislador como un delito de desobediencia, y por ende, sin contenido material de antijuridicidad, o si se quiere, con sólo un contenido de antijuricidad subjetiva incompatible con el Derecho penal post-constitucional. Y resulta evidente que el acto de compartir una dosis mínima de droga entre personas ya drogodependientes, que vienen consumiendo tal droga y que continuarán consumiéndola, no genera un riesgo perceptible para la salud de esas personas o, si lo genera es tan nimio que resulta acreedor al reproche de antijuridicidad del tipo del artículo 344, reproche de antijuridicidad que ha de contener, cuando menos un riesgo o peligro apreciable para el bien jurídico tutelado. Por el contrario sería apreciable el peligro ínsito al tipo de los casos en que, ya por lo elevado de la dosis de la droga compartida, ya por invitarse a compartir el consumo a un no iniciado o no adicto, el acto específico encerrará un riesgo para la salud del consumidor o para su porvenir como adicto».
Y analizando el caso concreto, concluye el Tribunal:
¡Error! No se encuentra el origen de la referencia.e se refiere el factum --espera que indica un previo acuerdo, al menos tácito, y una voluntad común de compartir la droga para consumirla--, es un comportamiento que cabe incluir en el supuesto que hemos examinado, sin que en consecuencia, pueda estimarse que encierre el elemento tendencial propio del tráfico de drogas ni que excede de la materialidad de un autoconsumo compartido, que ni por la trascendencia y peligro para la salud colectiva del acto específico, ni por el grado de reproche culpabilístico de la acción se haga acreedor a la pena que a las conductas constitutivas de aquel tráfico señala el artículo 344 CP».
Tiene razón el ponente cuando expresa que el mismo acto de donación de droga, realizado por el sujeto con la intención de procurarse en el futuro nuevos clientes, se incardinaría totalmente dentro del marco punitivo del artículo 344 del CP. pues en tal caso, qué duda cabe, se genera un riesgo, abstracto pero determinado, en la salud del colectivo no iniciado que recibe gratuitamente la sustancia en cuestión. Y la afectación al interés jurídico tutelado por la norma penal determina el presupuesto fundamental de la punibilidad.
En segundo lugar, he señalado que otro gran obstáculo que tiene que salvar la concepción del bien jurídico salud pública en el delito de tráfico de drogas con relación a la tremenda restricción de la libertad individual que conlleva se presenta en el marco de la elevada penalidad que acompaña a este ilícito.
Tengo, pues, que matizar mínimamente esta objeción que se plantea en contra de la consideración de la salud pública como objeto de tutela en el delito que estamos examinando. Y es que llama la atención que, tratándose el delito de tráfico de drogas de un ilícito de peligro abstracto, el cual afecta en forma muy genérica a la salud colectiva, éste viene sancionado con penas muy desproporcionadas en atención a esa configuración del bien jurídico mantenido. Se concluye señalando que la salud pública no puede informar el objeto formal del presente delito pues de esta forma se infringiría el principio de proporcionalidad.
Este argumento, sin embargo, también tiene que ser rechazado. El principio de proporcionalidad, qué duda cabe, establece la necesidad de que exista cierta concordancia racional entre la entidad del daño que provoca el delito y la entidad del mal que sanciona la correspondiente consecuencia jurídica. Evidentemente, uno de los elementos más importantes que tener presente es la naturaleza y la forma de ataque del bien jurídico tutelado por la norma violada. Pero no es el único criterio determinante. El grado de culpabilidad es fundamental para establecer ese equilibrio entre el quantum del delito y de la pena. Pero además, cuando he dicho que la medida de la sanción debe ser proporcional a la entidad del daño provocado por el delito, no me estaba refiriendo con el empleo del vocablo ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. exclusivamente al contenido del injusto que dibuja la idiosincrasia lesiva de ese delito. En algunos hechos punibles, y éste es el ejemplo paradigmático de ello, junto al riesgo inmediato que provoca la consumación del ilícito, aparecen otros concatenados, pero indirectos, que sin embargo determinan un notable caudal de innumerables desgracias humanas, individuales y sociales. La pena tan elevada en el delito de violación no sólo absorbe el frontal ataque a la libertad sexual del ofendido, sino que, con mucha probabilidad encarna de igual forma otros menoscabos que no integran el injusto específico de la figura del artículo 429, como el impacto psicológico que sufre el sujeto pasivo durante mucho tiempo después de la agresión o la victimización secundaria que deriva de este ilícito.
De igual forma, en el delito de tráfico de drogas, la elevada penalidad que acompaña a las figuras básicas y agravadas no puede venir exclusivamente fundamentada en el contenido del injusto, pues también consumen otro tipo de consecuencias de gran lesividad social. Este tipo de consecuencias va más allá de la desvalorización propia del tipo de injusto del delito enjuiciado, y se han confundido en muchas ocasiones con el propio bien jurídico, del que no forman parte si bien se encuentran casualmente relacionadas con aquél. La sanción abarca entonces no sólo la agresión a la salud pública, que actúa como presupuesto esencial de la misma, si no también otros ataques a diferentes bienes jurídicos que quedan fuera del hecho punible enjuiciado. Así, se diferencia de lo que constituye el interés propio que integra el objeto de tutela del tipo concreto, y los fines político-criminales que persigue el legislador con la definición de la figura delictiva y la imposición de la correspondiente sanción. Fines de política criminal que abarcarían la tutela del valor propio encarnado por la norma (salud pública) pero también otros que irían más allá del ahora señalado. Cabe destacar como más relevantes, la seguridad ciudadana y el orden público, la libertad individual negada por la adición, la economía nacional, la Administración de Justicia o, incluso la propia necesidad de mantener incólumes los pilares básicos del Estado. En definitiva, la desproporción entre pena y el daño al bien jurídico ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. de este delito no es, desde mi punto de vista, argumento de entidad suficiente para desestimar el criterio de la salud pública como objeto fundamental de tutela de la legislación penal. El análisis de las pretensiones político-criminales del legislador en la elaboración de esta clase de tipología criminal explica, suficientemente este fenómeno de desproporción entre el contenido del injusto y sanción.
La concreción del bien jurídico en los términos expuestos, sin duda alguna, sigue planteando no pocos problemas en relación comparativa con otros supuestos algunos examinados y otros de lo que me ocuparé posteriormente (entre las que cabe señalar la no adscripción típica de sustancias como el alcohol o el tabaco). Ello ha llevado a un considerable e importante sector de la doctrina a entender que éste no puede ser el concreto objeto de tutela de la figura delictiva contenida en el artículo 344 del CP. No es ahora momento ni lugar oportuno para entrar en una polémica tan ardua y difícil. Pero cuando se ha negado esta configuración del bien jurídico se ha argumentado basándose en consideraciones de lege ferenda o de política criminal (así, Diez Ripollés) que no entienden a la actual regulación legal. Y qué duda cabe de que los resultados reales alcanzados a raíz de la actual configuración del delito de tráfico de drogas no parecen constituirse en el mejor medio para atajar los graves perjuicios individuales y sociales que representa en toda sociedad de nuestra órbita cultural el fenómeno del narcotráfico. Pero, si bien es cierto que en una futura regulación legal deberían atenderse a otros parámetros más allá de la salud pública (economía nacional, Administración de Justicia, normalidad en el ejercicio de la función pública, seguridad ciudadana, etc.), estos criterios de determinación del objeto de tutela sólo se pueden tener presentes en el marco de lege ferenda, de los principios rectores que han de considerarse por el futuro legislador para garantizar de forma más eficaz los bienes designados y la propia coexistencia de la convivencia pacífica de la ciudadanía. Ahora bien, dichos criterios no pueden ser tenidos en cuenta cuando de lo que se trata es de analizar la actual configuración del delito de tráfico de drogas en el vigente Código Penal, cual es el objetivo de la presente ponencia. De ahí que las tesis enunciadas, que tienen un gran valor programático, no puedan ser aceptadas en el presente planteamiento.
Jamás la injerencia estatal podrá limitar el libre desarrollo de la personalidad hasta tal punto que quede irreconocible la dignidad humana
Existe alguna otra tesis que llega a concluir negando la existencia del bien jurídico alguno en el delito de tráfico de drogas. Por los problemas valorativos (señalados en líneas atrás) que presenta la actual definición del bien jurídico en el ilícito analizado, se rechaza la salud pública como valor de la vida humana tutelado por el Derecho. En este sentido, señala Cobo del Rosal que en materia de este delito el interés más fuertemente lesionado es el del propio Estado en mantener a ultranza el monopolio del control de todo el ciclo desde su elaboración hasta el consumo final, de estas sustancias. Y, en la medida en que el interés del Estado en mantener la prohibición de causación de determinados resultados en otros supuestos no adquiere todavía entidad suficiente para afirmar el bien jurídico, la tesis del autor se cierne en definitiva al entendimiento de que nos encontramos en última instancia ante un delito en el que no se puede concretar objeto de tutela de ninguna clase. Es decir, ese interés del Estado que se fundamenta en determinadas perspectivas de política criminal no tendría entidad suficiente en tanto que dichos objetivos se presentan muy difusos y diversos, de difícil concreción material por tanto, para concretarse en un hipotético bien jurídico.
Tampoco puedo aceptar, a pesar del reconocimiento de su impecable lógica jurídica, esta tesis. Y no sólo por las razones dogmáticas ya apuntadas, que parten de una interpretación de los vocablos típicos del artículo 344, sino, sobre todo, porque dejar sin contenido material, con relación al objeto de tutela, al delito de tráfico de drogas conlleva unos resultados prácticos nada deseables. En efecto, la tesis negativa enunciada anteriormente justificaría, en la medida en que sustenta el injusto del artículo 344 en una mera infracción formal que se consuma con la desobediencia a la norma, que los supuestos de autoconsumo tomados como ejemplo, en los que se cumplía el tenor literal de la descripción legal, pero sin afectar en lo más mínimo a la salud pública, tuviesen que ser enjuiciados como actos delictivos, y ello vulnera el principio de ofensividad, y por ende, el de legalidad. Se produce así la curiosa paradoja de que las tesis más vanguardistas pueden encarnar una aplicación más severa de la legislación penal antidroga en tanto que dejan sin determinar criterio material alguno que actúe de barrera al ius puniendi, que concrete el principio de ofensividad y, en definitiva, que defina el auténtico régimen de garantías del ciudadano.
SUSTANCIAS PROHIBIDAS VERSUS SUSTANCIAS PERMITIDAS
El segundo de los conflictos que señalábamos que suele estar presente en todo debate de la determinación del bien jurídico en el delito que estamos examinando es que hace referencia a la existencia de dos tipos de sustancias caracterizadas como drogas tóxicas: aquéllas cuyo consumo está permitido y entran dentro del mercado como un producto más; y estas otras que quedan fuera de ese mercado legal, con la consiguiente prohibición de su elaboración, cultivo, tráfico o promoción del consumo. El análisis de esta aparente o real contradicción es de notable importancia puesto que prácticamente todas las tesis que rechazan el criterio de la salud pública como fundamento del injusto del delito de tráfico de drogas inciden en esta discriminación punitiva. En efecto, si el bien jurídico protegido en el artículo 344 del CP es la salud pública como ese conjunto de condiciones de bienestar físico y psíquico del que deben gozar los grupos humanos, la intervención punitiva del Estado debería incidir en todo tipo de sustancias que produzcan los mismos o similares efectos perjudiciales para la salud de las personas. Así, no cabe ninguna duda de que sustancias legales como el alcohol puedan llegar a provocar, y provocan, los mismos perjuicios o incluso mayores que otras drogas como el hachís, la marihuana o determinadas anfetaminas. Como señalaba en la introducción, este tipo de productos no sólo no están prohibidos, sino que durante mucho tiempo el Estado ha sido su único empresario (sobre todo en el ámbito del tabaco) y ha realizado, si no realiza todavía, actividades de promoción dirigidas a su publicidad para aumentar su venta. Empresario o no, el Estado obtiene por vía impositiva un notable ingreso económico, todo lo cual incide en la lógica consecuencia de afirmar que en estos supuestos la salud pública interesa poco al poder público. Se ha profundizado más en esta crítica con relación a lo que se ha considerado como injustificada diferenciación de tratamiento jurídico concluyendo que en la medida en que la diferencia entre las drogas legales e ilegales es de carácter cultural y de mayor o menor permisividad social, en la base de la regulación de la legislación antidroga no existiría ya la pretensión de tutela de un bien jurídico sino más bien un interés en mantener una cohesión moral en aras de imponer determinados comportamientos de perfección física y psíquica. La crítica, desde luego se sustenta sobre sólidos argumentos y de ahí que, con la brevedad impuesta por la naturaleza de este trabajo, tenga que ser examinada.
Desde el punto de vista material, creo que ya no se puede negar la capacidad de perjuicio de drogas como el alcohol o el tabaco, cuyo consumo y tráfico es legal. Y, sobre todo en el caso del alcohol, también se puede decir que esa lesividad física y psíquica es en muchos casos, de igual o mayor entidad que algunas drogas tóxicas ilícitas. Esta equiparación la lleva a cabo incluso la propia ley penal. En efecto, en el artículo 340 bis. a, número primero, se sanciona la conducta de conducir un vehículo de motor bajo la influencias de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas. De esta forma el legislador está reconociendo expresamente que la ingestión de bebidas alcohólicas, a efectos de conducción, produce unas alteraciones tan graves como las que causan las drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas. De ahí que de nuevo vuelva a surgir la cuestión: ¿por qué, en cambio, el consumo de estas sustancias está permitido e incluso favorecido?.
La respuesta, en el marco del tema que vengo exponiendo, puede enfocarse desde dos primas distintos. O bien se entiende, como hace un importante sector doctrinal, que esta discriminación demuestra que en el delito de tráfico de drogas no hallamos bien jurídico digno de protección, por que no exista o se encuentre totalmente difuso; o bien se mantiene la salud pública como objeto de tutela en la figura delictiva en cuestión y se ofrece una explicación racional de la mentada diferenciación de tratamiento entre un tipo de sustancias y otro. Creo que, de lege lata y tras las precisiones realizadas hasta este punto, esta segunda vía es la más adecuada. En las líneas que siguen voy a justificar esta opción.
Así, para que toda desigualdad tenga virtualidad justificativa en la discriminación de la consecuencia recibida debe establecerse un criterio racional que legitime dicha diferencia de la consecuencia. En este sentido, y me ciño sólo al caso de las bebidas alcohólicas, son varios los argumentos que pueden traerse a colación para establecer que, y sólo desde el punto de vista social (no, desde luego, en cuanto a sus efectos), se trata de una sustancia con perfiles específicos que no se encuentran en el resto.
La negación del derecho del consumidor de drogas en favor del mantenimiento del interés colectivo por la salud pública no hace irreconocible su dignidad humana
En primer lugar, en las sociedades occidentales, especialmente en las mediterráneas, el alcohol forma parte de nuestra cultura y de nuestra tradición.
Sin necesidad de profundizar ahora más en este punto, cabe simplemente recordar que el tomar vino o recordar en las comidas es un elemento más de nuestra idiosincrasia gastronómica, así como la copa y el puro o el vino que toma el párroco en la celebración de la misa. Por esa misma razón, se afirma que dicha larga y enraizada tradición determina dos consecuencias que tener presentes: una, que existe un mayor conocimiento por parte de la población de los efectos del uso y abuso de esas bebidas, y dos, que por las mismas razones también existe una mayor permisividad social en cuanto a su consumo.
En segundo lugar, e íntimamente relacionado con lo que acabo de señalar, se puede afirmar que existe un conjunto de intereses económicos algunos muy legítimos, que impedirían una prohibición del consumo o comercialización. Piénsese, por ejemplo, la cantidad de viticultores y los puestos de trabajos directos o indirectos que conlleva el consumo de vino en un país como España.
En tercer lugar, se puede señalar asimismo que desde el punto de vista histórico, en los intentos de prohibición (como ocurrió en EE.UU. en la denominada época de la ley seca) fueron mucho más graves los problemas que trajo consigo la interdicción de la comercialización y el consumo que los propios derivados del consumo del alcohol.
De esto que acabo de apuntar, me gustaría realizar la siguiente consideración: no toda conducta lesiva para bienes jurídicos relevantes para la convivencia humana puede venir sancionada con una consecuencia penal. En ocasiones como es este el caso por muy dañino que parezca un comportamiento, por muy intenso que pueda resultar el contenido propio del injusto de una actividad humana, su inclusión dentro del presupuesto de una norma penal deviene imposible o causa de un cisma social. Esto ocurre, fundamentalmente, respecto de acciones individuales o sociales sobre las cuales no existe ninguna conciencia de su ilicitud ética o jurídica por un importante sector de la comunidad. La prohibición, claro está, se hace más difícil cuanto más arraigada está la actividad o costumbre, y cuanta más entidad cualitativa y cuantitativa posee el grupo social que acepta el comportamiento como válido e incluso como valioso. La incriminación en tales casos constituye una fuente inagotable de problemas sociales y jurídicos, y a título de ejemplo se puede señalar los supuestos de insumisión en la prestación del servicio militar, el siempre candente problema del aborto o la polémica siempre abierta con relación a la posible despenalización de determinados supuestos de comercialización de una clase de drogas. Por poner un ejemplo aclarador de la idea que estoy intentando exponer, si un día en la Europa unida los animales superiores llegan a tener derechos como los hombres, si la integridad física o la vida de los mismos llegan a constituir auténticos bienes jurídicos protegidos por la ley penal, estoy seguro de que en una región como España ese Código Penal fracasaría, por que la fuerte tradición enraizada en la fiesta de lo toros no se puede eliminar con una prohibición penal, dado que las consecuencias de la interdicción serían notablemente más dañinos que la lesión a los bienes jurídicos pretendidamente tutelados.
En el ámbito de las denominadas drogas legales (café, tabaco, alcohol, fundamentalmente), nos encontramos ante este mismo dilema. Las muertes que se producen en cualquier democracia occidental por cáncer de pulmón o cirrosis hepática merced a la ingestión reiterada de este tipo de sustancias no son nada despreciables y constituyen una fuerte agresión a la salud colectiva. Pero ocurre que en estos casos el Estado no es que no quiera, es que no puede bajo ningún concepto establecer restricción prohibitiva alguna tanto de su comercialización como de su consumo entre sujetos adultos. Las consecuencias de la criminalización en tales hipótesis son considerablemente mucho más perjudiciales individual y socialmente que las propias que acarrea su consumo, y buena prueba de ello nos muestra la historia en la época de la ley seca (en 1919 el Congreso de EE.UU. aprobó la 18a enmienda a la Constitución federal, que prohibía la fabricación, comercio y consumo de bebidas alcohólicas). El propio Estado, en definitiva, se halla ante una especie de situación de inexigibilidad, pues, teniendo la obligación de tutelar la salud pública frente al consumo de este tipo de sustancias, viola ese deber de tutela porque el poder público no puede obrar de forma distinta a la permisión.
De esta forma, como acabo de señalar, se justifica desde mi punto de vista el diferente tratamiento punitivo que reciben las drogas legales frente a las ilegales, y esta justificación, reitero una vez más, se entiende desde el particular sistema de valores que se desprende de la actual configuración legal del delito de tráfico de drogas en nuestro ordenamiento jurídico. La existencia, pues, de una clara impunidad para determinado tipo de actividades en relación con las denominadas drogas legales tiene su justificación en una imposibilidad de su sanción penal. La consecuencia lógica, que aquí se expresa a título de conclusión, determina que el bien jurídico en el delito que estoy examinando no quede afectado, frente a la opinión de un importante sector doctrinal, por esta discriminación punitiva que se realiza por razones atinentes al merecimiento de la pena de la conducta en cuestión fuera del marco del objeto de tutela. En definitiva, la salud pública aparece de nuevo como el interés jurídico más relevante de los tutelados por la norma incriminadora derivada del artículo 344.
EL DELITO DE TRAFICO DE DROGAS Y SU LEGITIMACION EN EL ESTADO DE DERECHO
Hasta el momento presente, he intentado examinar cómo el ordenamiento jurídico da respuesta de dos tipos de conflictos de crucial importancia para la propia fundamentación material de la figura delictiva denominada ampliamente como tráfico de drogas. En esta resolución he creído que la salud pública, siempre desde el punto de vista valorativo del propio Código Penal y las leyes especiales, aparece como objeto de tutela en el artículo 344 del CP y que desde esta perspectiva las soluciones del respectivo conflicto estaban justificadas de forma coherente. Pero podría pensarse que esta consideración que deriva objetivamente de una explicación dogmática del conjunto normativo específico para el tratamiento prohibido no responde muy bien a los criterios y principios constitucionales que informan el Derecho Penal. Precisamente, en estos últimos compases de la exposición, pretendo despejar esa duda que acabo de plantear y que se extiende a la mayoría de los autores que han tratado estos problemas. Evidentemente el tratamiento de esta cuestión va a desarrollarse, una vez más, brevemente y ciñéndome exclusivamente al ámbito del bien jurídico.
Cuando estudiábamos el primer conflicto entre la salud pública y la libertad personal, ha quedado claro que tanto el Código Penal como la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social y también la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana resolvían la cuestión inclinándose claramente en favor de aquélla. Cabría de nuevo suscitar el problema, pero atendiendo ahora a la ponderación propia que emana de los principios constitucionales derivados de la especial configuración del Estado como social y democrático de Derecho.
En este sentido, plantea Bustos una interesante paradoja: si el bien jurídico protegido es la salud pública, desde el punto de visita del funcionamiento interno del mercado sería absurdo mantener como ilícita la oferta y por el contrario declarar lícito el consumo. De esta forma, para disminuir o eliminar la oferta, en buena lógica, tendría que incidirse sobre el consumo para evitar un mercado ilícito y clandestino. Pero ello conllevaría otro problema de no menos envergadura y es que en tal supuesto, en un Estado democrático, de ninguna forma se puede inmiscuir en la libertad individual sobre los productos que el sujeto puede consumir o dejar de consumir. Esta forma de concebir la prohibición del tráfico llega pues, a una contradicción interna difícilmente superable: en la medida en que el consumo no es punible, la existencia del mismo atrae la oferta la cual está prohibida, generándose así un mercado clandestino que siempre estará presente de no salvar este círculo vicioso. El autor llega a la conclusión de que la salud pública no puede ser objeto de tutela en este delito, afirmando que nos encontramos ante una infracción si bien jurídico en la medida en que únicamente trata de mantener la cohesión moral de la ciudadanía respecto a determinados comportamientos.
Pero creo que precisamente por tratarse de un Estado social y democrático de Derecho se produce esa aparente contradicción que en realidad es un conflicto. Aquí el poder público tiene necesariamente que atender a dos polos con criterios absolutamente distintos. Mientas que la conducta del consumidor se ciña al ámbito estrictamente privado, el libre desarrollo de su personalidad actuará como barrera infranqueable del poder punitivo del Estado porque de otra forma vulneraría los derechos fundamentales. Vemos aquí la cara del Estado como Estado de Derecho. Pero si atendemos a la otra faz, la del Estado Social, que viene obligado a intervenir en favor de la colectividad cuando el abuso de la libertad individual ponga en tela de juicio su propia coexistencia, éste tiene el deber de actuar cuando la conducta del sujeto promueva favorezca o facilite el consumo de drogas tóxicas estupefacientes o sustancias psicotrópicas, para mantener esas condiciones mínimas de bienestar físico y psíquico. Ello determina que el autoconsumo esté tolerado y que toda forma de oferta con relación a estas sustancias esté prohibida. Luego también desde una perspectiva estrictamente constitucional puede defenderse el actual sistema de incriminación de nuestra legislación en la materia. Pero con esta afirmación no pretendo defender este sistema punitivo. Muy al contrario, creo que en la medida en que se ha demostrado su absoluta ineficacia para alcanzar el fin propuesto, mantenimiento básico de la salud pública, el Estado debería ocupar la posición de oferta controlada, sin ningún ánimo de promocionar, tan sólo de dar solución a los supuestos de consumo ya existentes. Pero evito ahora mayores profundizaciones sobre este aspecto en tanto que el mismo es objeto de otro debate distinto, el que discurre en torno a la discusión sobre el conflicto legalización-deslegalización de este tipo de sustancias, y en el que ahora no me puede detener. De momento, y a título de conclusión provisional, sin otra valoración, afirmo que el actual sistema punitivo es conforme en el aspecto teórico con el vigente modelo constitucional.
En este plano de legitimación, cabría plantearse en segundo lugar por qué tiene que ceder en el marco del consumo y tráfico de drogas el reflejo del Estado de Derecho frente al Estado social, ¿Por qué la libertad del consumidor de obtener la sustancia adictiva debe supeditarse a la ilicitud en aras del mantenimiento de un bien jurídico de naturaleza colectiva cual es la salud pública?. Se pone en tela de juicio, en última instancia, y en el concreto ámbito que estamos examinando, el que la libertad individual ceda antes los intereses sociales de la comunidad. En este sentido, Sgubbi, refiriéndose a la legislación antidroga italiana, señala: «...] la salud no viene protegida como derecho subjetivo individual, sino como un bien del cual el individuo es portador en interés de la entera colectividad [...]». Para el autor italiano se trata en el fondo «...] de una visión paternalista en donde el interés de la colectividad por la conservación de la salud de todos sus miembros debe imponerse aun en contra de su voluntad (la de los ciudadanos como sujetos individuales)». La norma en cuestión, por tanto, no sería considerada como de tutela, sino como una norma límite, que establece fronteras a la libertad del particular con el fin de imponer otros valores y de alcanzar y perseguir otros objetivos fuera de la salud pública, objetivos que trascienden al individuo, como por ejemplo el orden público, la tranquilidad pública, la serenidad de la familia, etc. En esta misma línea de pensamiento, concluye Bustos: Es decir, la función de la ley penal es moralidad pública». La lógica conclusión en este tipo de argumentación sería estimar la ilegitimidad constitucional de la actual legislación penal en esta específica materia. Voy a ocuparme de esta cuestión en esta última parte del presente trabajo.
El artículo 10.1 de la Constitución Española (CE) declara que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamentos del orden político y de la paz social. En este contexto, el libre desarrollo de la personalidad está íntimamente relacionado con la dignidad humana, de tal forma que el desenvolvimiento de aquélla reafirma a esta última... la obstaculización de una implica la negación de la otra.
El libre desarrollo de la personalidad, queda claro, como todo derecho está sujeto a límites y en este sentido se encuentra citado junto al respeto a las leyes y a los derechos de los demás. Sin duda alguna, cuando el Estado actúa en representación de los intereses colectivos, su intervención puede incidir en mucha ocasiones en los derechos individuales de los ciudadanos particulares. Nos podremos preguntar hasta que límite puede afectar la injerencia del poder público en aspectos tan determinantes como el libre desarrollo de la personalidad de los administradores... hasta qué punto el Estado social debe asegurar el Estado de Derecho. Dicha intervención adquirirá mayor o menor entidad dependiendo de dos factores que tomar en consideración: la importancia cualitativa y cuantitativa del bien social que se pretende tutelar y la incidencia de dicha intervención en la esfera de derechos del particular.
Pero, en todo caso, sea cual sea el interés social pretendido, jamás la injerencia estatal podrá limitar el libre desarrollo de la personalidad hasta tal punto que quede irreconocible la dignidad humana. A título de ejemplo, el libre desarrollo de la personalidad que se ejerce en el marco de la vida privada doméstica impone a todo poder público una necesidad de respeto que se concreta en el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio. Este derecho no es absoluto y en determinadas ocasiones cede frente a otros mayor relevancia (supuesto de comisión de delito flagrante, en los que está permitido constitucionalmente la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado). Pero estas excepciones no niegan la dignidad humana que se reconoce al individuo como pacífico morador. Ahora bien, siguiendo el ejemplo, si hipotéticamente la Administración de Hacienda, para comprobar que las declaraciones de ingresos de sus administrados en el respectivo impuesto corresponden con la realidad pudiese ingresar libremente en los domicilios privados de los sujetos pasivos tributarios, esa limitación del libre desarrollo de la personalidad que se produce por la injerencia del fisco atentaría y dejaría irreconocible la dignidad humana, y toda actividad y ley de estas consecuencias devendrían en nulas de pleno derecho.
Esto desde el punto de vista negativo, pero desde una perspectiva positiva, de igual forma, cuando se postula por el respeto al libre desarrollo de la personalidad de un ciudadano como derecho de mayor relevancia frente a la actividad pública limitadora, también en esa afirmación debe quedar bien patente que el ejercicio de la pretensión individual es sustancial para mantener el reconocimiento de la dignidad humana. Sin esa referencia a la reconocibilidad de la dignidad humana, desde mi particular punto de vista, en caso de conflicto entre derecho individual e interés público no se puede inclinar la balanza de la ponderación de bienes jurídicos en favor del interés privado. Quiero llegar a la conclusión de este pensamiento con la siguiente afirmación: mientras no exista enfrentamiento de intereses bienes o valores jurídicos, la libertad humana no tiene límites. Ahora bien, es estos supuestos de conflicto, en última instancia, entre individuo y Estado, el libre desarrollo de la personalidad del ciudadano no puede dirimir el mismo en favor de aquél en alegación de cualquier afección o lesión de pretensión individual, porque en tal supuesto el libre desarrollo de la personalidad se podría llegar a concebir como capricho y la coexistencia de la comunidad resultaría imposible. Y en este sentido, nadie podrá exigir del Estado, por ejemplo, que elimine el delito de exhibicionismo del artículo 431 del CP porque su autodeterminación sexual es más completa y su personalidad se desarrolla más libremente cuando muestra sus órganos sexuales en la vía pública. También estaremos de acuerdo en que ningún fumador podrá entender que viola el libre desarrollo de su personalidad la prohibición de fumar en determinados lugares públicos, pues su dignidad humana queda intacta por esta limitación concreta.
En los supuestos de comercialización de drogas legales, existen en el aspecto teórico fundamentos materiales para determinar la existencia de una agresión a la salud pública
Trasladada esa argumentación al ámbito de nuestro tema, cabe concluir en los mismos términos. Aquí el conflicto se presenta entre el libre desarrollo de la personalidad del consumidor, que desea realizar su actividad con mayores garantías y fuera de la clandestinidad, y el interés del Estado en que los comportamientos de consumo privado de drogas se limiten al mínimo y queden totalmente aislados, incriminándose el resto de las acciones que circundan dicha actividad de autoconsumo. Y nos preguntaremos entonces si la negación de este derecho del consumidor en favor del mantenimiento del interés colectivo a la salud pública hace irreconocible su dignidad humana como persona. La respuesta, desde mi punto de vista, es negativa, manteniendo que en esta confrontación, desde la óptica constitucional, el legislador está legitimado para levantar barreras al libre desarrollo de la personalidad del consumidor. Esto implica que la normatividad recogida en el artículo 344 y ss., por todas las razones aludidas, sea conforme a la Constitución aun cuando restrinja derechos fundamentales del ciudadano. El mismo argumento se puede trasladar, de forma paralela, al supuesto previsto en la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana cuando sanciona el consumo en lugares públicos. No obstante, tengo mis reservas sobre la constitucionalidad de la penalización administrativa de la tenencia para el consumo.
En efecto, el artículo 25.1 de la LOPSC, segundo inciso, tipifica como infracción grave la tenencia ilícita de drogas tóxicas, estupefacientes y sustancias psicotrópicas, aunque no estuviera destinada al tráfico y siempre y cuando no constituya infracción penal. El Tribunal Constitucional, en Sentencia de 18-XII-1993, ha estimado que este precepto en el supuesto mencionado no vulnera la Constitución «...] siendo perfectamente admisible, desde la perspectiva constitucional que aquí importa, que la ley configure como infracción administrativa una "tenencia ilícita" que no suponga, en sí misma, contravención de la ley penal. Si la tenencia ilícita de dr»gas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas destinados al propio consumo ha de ser o no objeto de represión penal o de sanción administrativa es algo, por lo demás, sobre lo que no da respuesta alguna la Constitución, que deja al legislador la identificación de los bienes que merezcan ser objeto de defensa por el Derecho sancionador». Creo que el Alto Tribunal se equivoca. La sanción administrativa de tenencia ilícita de narcóticos para el consumo no afecta lo más mínimo a ningún interés jurídico que merezca tutela por el ordenamiento jurídico, fuera de la salud individual del consumidor. La intervención estatal en tal caso se inmiscuye sin fundamento alguno en la libertad del ciudadano, pues no existe aquí ningún conflicto que necesite ponderación de bienes jurídicos. En este aspecto, la norma definidora de la conducta examinada tendría que haber sido declarada inconstitucional.
Desde el prisma político-criminal, la situación actual es insostenible, aunque pueda ser defendible su virtualidad constitucional desde el punto de vista teórico
En otro orden de cosas, he señalado anteriormente que en los supuestos de comercialización de drogas legales existían en el aspecto teórico fundamentos materiales para determinar la existencia de una agresión a la salud pública, pero que la sanción penal en tales supuestos provocaría consecuencias sociales mucho más perjudiciales que la afectación a este bien jurídico, atendiendo fundamentalmente a su implantación cultural y social. Quizás este proceso se esté produciendo ya en el marco del consumo de algunas drogas ilegales como en el caso del hachís. Las últimas estadísticas indican que entre 800.000 y 1.200.000 personas consumen esporádica o habitualmente esta sustancia en España y la cantidad es mucho mayor entre el sector de población que considera lícita la conducta de su consumo y comercialización. De ahí que las perniciosas consecuencias penales que en su día se produjeron con la implantación de la ley seca puedan reproducirse en el marco de estos productos actualmente prohibidos.
Todas estas conclusiones que han ido esbozándose a lo largo de la presente ponencia sólo son predicables respecto de la configuración actual del vigente derecho positivo, de las pautas emanadas de los convenios internacionales y de los valores constitucionales que conforman nuestro ordenamiento jurídico. En ningún momento he querido manifestar que la actual regulación punitiva del tráfico de drogas sea la correcta desde un punto de vista de lege ferenda, o atendiendo a la eficacia actual del sistema punitivo como mecanismo político-criminal de lucha contra el denominado ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y sus perniciosos efectos en los bienes y derechos individuales y sociales. Por el contrario, desde la prisma político-criminal, creo que la situación actual es insostenible, aun cuando pueda ser defendible su virtualidad constitucional desde el punto de vista estrictamente teórico, el cual he aportado aquí. Queda en otro ámbito de discusión, especialmente el que debate el conflicto legalización-deslegalización de este tipo de conductas, el análisis de la virtualidad real del vigente sistema punitivo en materia de delitos de tráfico de drogas.

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